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El debate público

Unas igualadas

Mauricio Merino

El Universal

08/04/2015

Fue en junio de 2011 cuando México promulgó una de las reformas constitucionales más ambiciosas de su historia en materia de derechos humanos. Desde ese momento, nuestra Constitución dice que: “Las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la materia, favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia”. Casi al mismo tiempo —junio del 2011— la Conferencia Internacional del Trabajo emitió el Convenio sobre las trabajadoras y los trabajadores domésticos, conocido desde entonces como el Convenio 189 de la OIT.
Casi cuatro años después de esos indiscutibles avances formales, México no ha seguido el trámite necesario para ratificar ese Convenio, quizá porque de hacerlo tendría doce meses para comenzar a cumplir sus disposiciones. Es decir, tendría que reconocer los derechos de “toda persona que realiza un trabajo doméstico en el marco de una relación de trabajo”. Y, en consecuencia, tendría que “respetar, promover y hacer realidad los principios y los derechos fundamentales en el trabajo” para todas esas personas, lo que incluiría —entre otras cosas— “la libertad de asociación y la libertad sindical y el reconocimiento efectivo del derecho de negociación colectiva”.
De ratificarse, el convenio exigiría del Estado mexicano “adoptar medidas para asegurar que los trabajadores domésticos gocen de protección efectiva contra toda forma de abuso, acoso y violencia”; exigiría que “sean informados sobre sus condiciones de empleo de forma adecuada, verificable y fácilmente comprensible, de preferencia y cuando sea posible, mediante contratos escritos”. El Estado tendría que garantizar que quienes “residen en el hogar para el que trabajan no estén obligados a permanecer (en él) o a acompañar a (sus) miembros durante los periodos de descanso diarios y semanales o durante las vacaciones anuales”.
Tendrían que generarse las condiciones necesarias para “la seguridad y la salud en el trabajo doméstico”, así como para la “protección de la seguridad social, inclusive en lo relativo a la maternidad”. México también tendría que “adoptar medidas para asegurar que los trabajadores domésticos se beneficien de un régimen de salario mínimo” y para garantizar el pago de esos salarios “como mínimo una vez al mes”, evitando además que los “pagos en especie (no sean menores a) los que rigen para otras categorías de trabajadores” y, en su caso, para “asegurar que (todos), ya sea en persona o por medio de un representante, tengan acceso efectivo a los tribunales o a otros mecanismos de resolución de conflictos”.
Ninguna de esas disposiciones se cumple en México y ninguna se cumplirá mientras ese convenio no se ratifique formalmente. La ecuación forjada en junio de 2011 nos dice que haber conquistado inequívocamente que los tratados internacionales en materia de derechos humanos se cumplan, generó que mejor no se firmen o, si ya están firmados (como en este caso), que mejor no se ratifiquen. Así, mientras esos derechos no sean exigibles, las trabajadoras domésticas no podrán volverse unas igualadas.
Hasta el mes pasado, diez países de América Latina ya habían ratificado el Convenio —Uruguay, Brasil, Nicaragua, República Dominicana, Argentina, Paraguay, Bolivia, Colombia, Ecuador y Costa Rica—. En ninguno de ellos se ha producido una crisis, pero sí ha ocurrido el principio de un cambio emblemático en la conciencia común. Una mudanza en las normas jurídicas que, de producirse en nuestro país, traería una oleada de dignidad e igualdad en el trato lastimosamente diferenciado por el dinero, la raza y las condiciones de origen. De ratificarse ese convenio, no sólo habría nuevos derechos para las empleadas más vulnerables, sino una forma distinta de mirarlas directamente a los ojos. Algo que no ha ocurrido jamás.