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El debate público

Javier Valdez, más allá del miedo

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

22/05/2017

Acababa de cumplir 50 años. Nació y vivió en Culiacán. Estudió sociología en la Autónoma de Sinaloa. Desde hace 19 años era corresponsal de La Jornada. Fue cofundador del semanario RíoDoce. Nadie, como él, describió con tanto detalle la vida bajo la hegemonía del narcotráfico. Por esa perspicacia narrativa, y por el valor que demostraba, recibió premios internacionales. Era muy apreciado entre sus colegas por la solidaridad que tenía con otros periodistas.

Javier Valdez Cárdenas fue ejecutado el lunes 15 de mayo a unas calles de su oficina. Lo emboscaron y lo bajaron de su automóvil. Lo pusieron de rodillas. Le dispararon doce tiros. A las 12 del día.

Valdez Cárdenas fue autor de ocho libros. En todos ellos se relata la regularización de la violencia que le tocó presenciar y padecer.

Mala Yerba (Jus, 2009) está integrado con textos de la columna que, con ese nombre, Valdez publicaba en RíoDoce. El subtítulo define al libro: “La vida bajo el narco”. Los niños que juegan a las pistolas con armas de verdad; los jóvenes sicarios que mantienen la subcultura de la extorsión, las cervezas y la tambora; el universo no tan micro de los narcocorridos; la autoafirmación en la capilla de Jesús Malverde; las mujeres de belleza contundente y destino atribulado; el idioma sin diálogo de las balas. No hay ficción, sino una recreación que a veces acude a seudónimos o que no siempre detalla circunstancias específicas por motivos de seguridad.

Los personajes de Valdez, descritos con texto ágil y pasión narrativa, jamás se libran de ese entorno en donde la violencia se encuentra forzosamente normalizada. Simplemente están, y son, en esa circunstancia. Se trata de narculichis en el orden ineludible de los capos. Valdez describe así a su natal Culiacán: “Ellos, los narcos, los dueños. Y con ellos esa fauna consustancial: los pistoleros, los que venden droga y los que la cobran, los que la siembran y la bajan al valle y luego la llevan a la costa, los ayudantes, los mandaderos, los mitoteros, aprontados y émulos”.

Miss Narco (Aguilar, 2011) muestra la participación de las mujeres no sólo en pandillas criminales, sino también, desde las corporaciones policiacas, en el combate contra ellas. Muchachas secuestradas para complacer a los narcos, mujeres que alcanzan posiciones de liderazgo en los cárteles, reinas de belleza apadrinadas por capos y, sobre todo, el desarrollo de una nueva generación de “damas enfierradas, con la escuadra .380 a la mano, listas para saltar”.

Mujeres cómplices y mujeres víctimas del narco. Violencia y dinero sucio aceitan la vida diaria en una sociedad que se rinde al temor. Más allá del género, Valdez expone la inexorable presencia del narco en estados como Sinaloa: “El narcotráfico se cuela por los poros de la vida cotidiana. Cuando mueren familiares, amigos o personajes públicos muy queridos, la gente se lamenta y condena a los narcos, a la violencia y a la impunidad. Hasta realiza manifestaciones de repudio a la inseguridad, exige que el gobierno haga algo. Pero la miel y los billetes provenientes del narco han llegado lejos. Se expanden y distribuyen. Las familias se asustan cada vez menos de que las hijas o los hijos departan con quienes están en ‘el negocio’, o se enganchen con esta casta de ricos instantáneos en calidad de amantes, mandaderos o matones”.

Valdez conoció de cerca una de esas tragedias. Claudia, periodista durante varios años, se casa con un militar. Ese oficial (que luego renuncia al Ejército) se enreda con otra mujer que resulta hija de un capo del narco. La amante le exige cada vez más compromiso y, como no lo convence, un día lo acuchilla. Él sobrevive y entonces las amenazas van contra Claudia y sus hijos. Un día, marido y mujer son asesinados por cuatro pistoleros. Poco después son ejecutados el padre, el hermano y la madrastra del ex militar. La celosa y vengativa hija del narco es enviada a otra ciudad. Valdez recuerda, con tristeza:

“El amigo de Claudia, el reportero, escribe para sí, no para publicar: ‘Dijiste que me ibas a avisar y siempre pensé que tú irías a mis exequias, pero ahora que estás muerta, no te puedo enterrar. Soy un zombi: no hay salvación. Somos como premuertos, como precadáveres. Y ya todos estamos casi muertos’”.

Los morros del narco (Aguilar) también apareció en 2011. Jovencitos, niños a veces, utilizados para transportar droga o en tareas de vigilancia, se convierten en asesinos. Corrompidos por pocos o muchos pesos, forman parte de una generación que creció en la violencia. Sicarios niños y narcojuniors, niños de ocho y diez años que forman bandas para asaltar, también niños asesinados o niños huérfanos a causa de esa violencia. Balaceras desatadas en rencillas baladíes, disputas de tránsito resueltas con ráfagas de cuernos de chivo. Valdez rastrea esas historias en antros y cárceles, tanto como en escuelas y hemerotecas. Niños y muchachos de la generación del narco en las calles de Culiacán y Cuernavaca, o en el Valle de Mexicali y en Valle de Bravo. No sólo es el dinero. El imán suele ser el poder en la colonia, la ciudad, el país.

Quizá este, repleto de historias trágicas que no tenían por qué ocurrir así, es el más dramático de los libros de Valdez. Al final se detiene a recordar el sufrimiento, jamás exagerado porque no hace falta, de sus compañeros. “Ellos, fotógrafos, camarógrafos y reporteros han modificado por su cuenta y prácticamente sin la intervención de los directivos de sus empresas la forma en que cubren los hechos violentos generados por el narco”. Y más adelante: “Los reporteros ya no acuden solos a los hechos violentos, sino en grupo. Se van avisando, como hormigas en fila india o abejas africanas, que hubo un operativo allá, que mataron a alguien, un enfrentamiento, una balacera. Se agrupan para llegar”.

Ninguno de sus libros devela y denuncia con tanto énfasis la angustia de los informadores como Narcoperiodismo (Aguilar, 2016). Entrampados entre la violencia del narcotráfico y las complicidades de gobiernos y policías, los periodistas en estados como Sinaloa, Guerrero, Tamaulipas o Veracruz enfrentan riesgos que desde la Ciudad de México a veces parecen impensables o infrecuentes.

Trabajan, viven con miedo. Así: “Las manos del reportero tiemblan, quiere escribir la verdad y la palabra ‘miedo’ se anota sola, desea decir en dónde, cuándo, quién, por qué… y la palabra ‘miedo’ escupe burla, angustia, desilusión, olor de sangre o pestilencia de una casa de seguridad; el reportero tiene hijos, esposa, padres, hermanos, pero también tiene sus muertos y una mordaza, sus muertos y hambre y llanto y sed y una punzada en el pecho que lo obliga a reprimir algunas lágrimas, sabe que no puede escribir, no debe escribir, no siente escribir, no sabe escribir porque ‘miedo’ es su casa, el periódico donde trabaja, la ciudad y el país donde vive, donde se esconde y miserablemente sobrevive, pero aun así le dice al teclado, ‘ándale cabrón, no te agüites, digamos lo que sabemos’, pero sólo ‘miedo’ aparece en la pantalla”.

Ése es uno de los pocos párrafos en donde Valdez da rienda suelta al arrebato lírico. El libro todo está repleto de nombres, fechas, hechos, recuerdos de periodistas perseguidos. Los reporteros de Tamaulipas que viven entre los fuegos de Los Zetas y El Cártel del Golfo. Historias como las del reportero tamaulipeco Erick David Muñiz Soto, quien explica las rutinas de los narcos para orientar la información de los medios locales. Los testimonios de editores que se acostumbraron a recibir indicaciones de capos del narco, pero también de autoridades del Ejército para ocultar o subrayar informaciones. Los periodistas de Jalisco que colocaban en blogs personales las informaciones que no podían publicar en sus medios hasta que la censura oficial también llegó a esos espacios en internet. El reportero Alejandro Hernández, de Televisa, secuestrado en Gómez Palacio, en julio de 2010, junto con un compañero suyo y obligado a exiliarse en Estados Unidos. Valdez anota que en Estados Unidos se habían refugiado unos 250 periodistas mexicanos.

Así es, para Valdez, el periodismo en Sinaloa: “En este contexto realizan su labor los periodistas sinaloenses. En medio de una organización criminal líder en el país, y a nivel internacional, y bajo el yugo de un gobierno coludido con los criminales, represivo y ave de rapiña a la hora de hacer negocio con los recursos públicos”.

El narcotráfico impone reglas, fidelidades y castigos, pero Valdez insiste en que la persecución a periodistas no llega únicamente de allí. “No sólo los narcos desaparecen y matan a los fotógrafos, los redactores, los periodistas. También hacen tarea de exterminio los políticos, la policía, la delincuencia organizada coludida con agentes, ministerios públicos, funcionarios de gobierno y militares”.

Valdez era solidario, pero no complaciente con sus colegas. En una entrevista con el semanario Zeta, recordada este domingo por José Luis Martínez en Milenio, deploraba la ausencia de autocrítica y de cohesión gremial de los informadores: “A los periodistas les valen madre los periodistas, no hay una sociedad que acompañe al periodismo digno, valiente, que se realiza en el país. No veo a los periodistas preocupados por lo que están pasando compañeros de Tamaulipas, Veracruz, Chihuahua o Sinaloa, o los que, por amenazas, se tuvieron que ir al extranjero”.

Javier Valdez era, o estaba por ser, el Kapuscinski mexicano. La lectura de sus textos ayuda a entender la perseverancia de un trabajo valiente y lúcido que, puesto que lo miraba de frente, se sobrepuso al miedo. En esos textos implacables, Valdez Cárdenas le entrega a la sociedad un retrato del desastre en que se ha convertido la existencia bajo el narco. No son, en absoluto, expresiones de resignación ante la muerte. Se trata de intensos reclamos por la vida.