Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
12/01/2015
Una sola vez conversé con don Julio Scherer García. En algún momento de 1994, el rector de la UNAM me encargó un proyecto para que la Universidad impartiera cursos a periodistas. Entre otros temas, se pretendía ofrecer una materia de ética periodística. Para facilitar la incorporación de los informadores a esos cursos, pedimos el apoyo de los directores de una decena de medios de comunicación y a varios de ellos se les invitó a comer, en diferentes sesiones, en la Torre de Rectoría.
La charla con el director de Proceso estuvo salpicada de ingenio. Pero cuando llegó el momento de invitarlo a que varios reporteros de esa revista fueran enviados a los cursos y mencioné la conveniencia de que conocieran las reglas de comportamiento profesional que se empleaban en otros países, don Julio se me quedó viendo con sus intensos ojos verdes y, ante el asombro del siempre mesurado José Sarukhán, me dijo:
—Raúl, en México la ética es Proceso.
Allí terminó la propuesta. El director de la revista política más influyente en el país no quería que a sus reporteros se les hablara de ética porque consideraba que Proceso tenía el patrimonio de esa virtud. En aquella frase, Scherer condensaba la distancia que mantenía con el resto de la prensa, a la que menospreciaba o de plano despreciaba. Quizá esa dosis de soberbia fue necesaria para enfrentar el contexto hostil a la libertad que Scherer buscó ejercer casi a toda costa. Pero también era resultado de un comportamiento personal y profesional que considera que, en la búsqueda de una noticia, el fin lo justifica todo.
Gracias a una inimitable capacidad para contemporizar con el poder y a la vez denunciarlo, Julio Scherer fue el periodista más relevante de la segunda mitad de nuestro siglo XX. A su conspicua habilidad para seducir a sus interlocutores, aunaba una inagotable fascinación por el poder. Se hacía amigo de políticos y poderosos para después publicar las confidencias que le contaban. Muchos de quienes trabajaron y aprendieron con él han relatado que, para Scherer, cualquier lealtad personal debía subordinarse a la prioridad informativa. Pero con frecuencia, en la revista que fundó hace 38 años y que dirigió buena parte de ese tiempo, a la información se le ha confundido con la murmuración.
No se equivocan quienes han señalado que sin Scherer el periodismo que tenemos ahora no sería el mismo. Es cierto: muchos de los méritos pero también de los defectos de ese periodismo pasan por las instituciones periodísticas en las que dejó huella. En el Excélsior de fines de los años 60 y los primeros 70, había espacios para la opinión crítica de algunos articulistas y de cuando en cuando publicaba crónicas de vivacidad en esa época infrecuente en el periodismo mexicano. Pero el periodismo de investigación era tan escaso en ese diario como sigue siéndolo en nuestros días y aquel Excélsior, por otra parte, no siempre se identificaba con la libertad de expresión.
Eso constatamos varios profesores, entonces muy jóvenes, que hacia 1974 participamos en la construcción del Sindicato de Personal Académico de la UNAM y queríamos publicar un desplegado. Cuando acudimos a Excélsior con el dinero que recolectamos entre nuestros compañeros, se nos dijo que tendríamos que aceptar que nuestro documento sufriera una revisión por parte del área editorial del periódico, porque de otra manera, aunque fuese pagado, no podríamos publicarlo. En un texto reciente, José Woldenberg ha recordado aquella censura que imponía Excélsior (Libertad de expresión, disidencia y democracia, de varios autores, publicado por el Instituto Belisario Domínguez del Senado de la República).
Así eran las cosas. Y en ese contexto plagado de sumisiones y restricciones, aquel diario no se distinguía sustancialmente de las costumbres impuestas por un trato convenenciero entre la prensa y el poder. Luego, ya se sabe, las desavenencias del presidente Luis Echeverría con Excélsior y su director condujeron a la maquinación para que Scherer y los suyos salieran del periódico. Pero si el gobierno pudo alentar aquel desenlace fue porque dentro de la cooperativa que editaba el periódico había un considerable número de trabajadores inconformes con Scherer. Por otra parte, ese periodista siguió confiando durante varios años en recuperar la anuencia del gobierno para regresar a la dirección del diario.
Periodista de contraluces y contradicciones (quién no las tiene, desde luego), Scherer es autor de sobresalientes reportajes y testimonios acerca de personajes claves de la vida pública (artistas, escritores y sobre todo gobernantes). También escribió piezas deplorables como, hace cinco años, la entrevista a un narcotraficante que le impuso agenda y condiciones que Scherer aceptó con sorprendente docilidad y junto al que apareció fotografiado en la portada de Proceso.
En estos días ha sido muy celebrada la afirmación de que si el diablo le hubiera ofrecido una entrevista, habría acudido a los infiernos. Resueltas así las decisiones editoriales, se corre el riesgo de soslayar a quién se le hace el juego cuando al diablo se le dan tribuna, espacio y portada.
Julio Scherer despuntó gracias a la independencia que supo construirse en una época, que no ha terminado de irse, de docilidad forzosa, pero también utilitaria de la prensa respecto del poder. El liderazgo totalitario a la vez que patriarcal que ejercía en su revista, también es parte de una etapa que el periodismo mexicano ha comenzado a superar.
ALACENA: Petulancia y censura
Qué paradójico que un periodista exija la censura de un contenido que ha sido y es público. Con la deplorable decisión para retirar el spot del PRD donde se incluye una imagen de Joaquín López Dóriga, el INE y ese informador únicamente conseguirán que el video se multiplique en línea.