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El debate público

Kafka, Robespierre

José Woldenberg

Reforma

24/12/2015

En un libro curioso y erudito, Hanns Zischler documenta y recrea las relaciones de Kafka con el cine. Es un ensayo extraño porque no apunta al centro de la obra del escritor checo, sino a su perímetro (bueno, a una parte del perímetro), que (me) resulta difícil asir (Kafka va al cine. Minúscula. Barcelona. 2008). Pero en él encontré una crónica cinematográfica de 1912 de un tal Ulrich Rauscher, publicada en el Frankfurter Zeitung que quiero compartir porque ilustra una relación de nuestros tiempos (o eso creo): el siempre difícil y asimétrico trato entre los periodistas, intelectuales y políticos (por un lado) y el público (por el otro).

Pero primero un rodeo y antes el contexto. Según Zischler, el primer cine con domicilio fijo en Praga se instaló en el año 1907. Desde 1896 habían proliferado cines ambulantes. En la nueva sala «a los visitantes les prometían ‘imágenes de la vida y el mundo de los sueños’, capaces nada menos que de ‘satisfacer todas las necesidades del espectador’… Los dos hermanos Ponrepo (dueños del recinto) salían en las pausas entre películas haciendo trucos de magia, y durante las películas actuaban de expertos ‘narradores’ o ‘recitadores’…». Esos cuentistas se convirtieron en intermediarios entre la película y el público. Fueron sus traductores, los que ofrecían sentido a lo que los espectadores veían.

Vayamos ahora a la crónica de Rauscher, teñida de una fuerte preocupación conservadora: «Había un cine de barrio… Una sala alargada, abarrotada de gente, un aire pestilente, un público con la respiración contenida. Obreros, putas, macarras, por encima de todos ellos se alzaba el comentario sensiblero y afectado del narrador, enunciando una mentira en cada palabra. La película era en realidad terriblemente aburrida, la historia banal de una chica normal y corriente, llamada la mujer sin corazón, que está prometida a un joven distinguido. Se desenmascaran las aviesas intenciones de ella y huye de vuelta al amado de sus años mozos, un obrero que ahora la desprecia y repudia. Aburrido, ¿verdad? ¡Pero lo que llegó a dar de sí! El narrador se derretía de puro moralismo, de sus labios fluían lenta y empalagosamente las palabras arrabaleras de la gran ciudad como si fueran un plato exquisito. Comentaba la vida espiritual de esos personajes e incluso llegó a apoderarse de mí, de mi actitud pensante. Y de repente, todos lo vimos con claridad: la mujer sin corazón, víctima de la gente de alto copete, el pobre trabajador a quien consideran suficientemente bueno como para sacar a su amada del arroyo, el pobre trabajador, un refugio de orgullo y honradez, devuelve la mujer a los asesinos de arriba: la tragedia social… Este público quiere ver justamente trabajadores honrados y acciones morales pero teniendo siempre a los explotadores sinvergüenzas en el trasfondo. El narrador suspiraba, el público apretaba los puños, se avecinaba una tragedia completamente diferente de la que había previsto el productor de la película… De los cines de barrio saldrán las revoluciones del futuro. Todo comediante de tercera y con voz empalagosa que salmodie esta insoportable mescolanza de incultura y honradez chulesca será Robespierre».

La película -silente- por sí misma narra una historia plana, previsible, sin demasiada entraña. Es el narrador el que le inyecta no solo sentido, sino pasión, moralidad, pedagogía. Es él quien destaca las virtudes y señala los defectos, quien ensalza o deturpa, quien ofrece el significado dramático a la trama. Sin su participación el público se aburriría frente a un relato anodino. Es el comentarista el que sabe lo que la masa de espectadores reclama: «trabajadores honrados y acciones morales» enfrentándose a «explotadores sinvergüenzas». Una zaga moralina y simplista, «empalagosa», capaz de hacer que se suspenda el juicio. Una relación asimétrica entre el relator y sus escuchas. El primero, como Dios, es el único que conoce el auténtico sentido de la trama, ya que ni el productor del film podría haber adivinado la tragedia que construye el narrador; mientras a la gente, «con la respiración contenida», se le devela el verdadero misterio de la historia. Hay en la crónica de Rauscher el presentimiento de un futuro ominoso: masas dóciles y sensibles a las que el cuentista embauca con un relato cargado de afectación, falsa indignación moral, simplismo. El narrador le dice a la audiencia lo que ésta quiere escuchar. Y ésta, agradecida, cae a sus pies. En la penumbra despunta la imagen de Robespierre.