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Kolakowski: una lectura

José Woldenberg

Leszek Kolakowski fue un severo y certero crítico de los mal llamados «socialismos realmente existentes». A la pregunta «¿Qué es el socialismo?», como lo recordaba Jesús Silva-Herzog Márquez, no sin una gracia triste contestó subrayando lo que no era: «El socialismo no es… un Estado que desea que todos sus ciudadanos tengan la misma opinión en filosofía, política extranjera, economía, literatura y moral; un Estado cuyos ciudadanos no pueden leer las más grandes obras de la literatura contemporánea…; un Estado en el cual los resultados de las elecciones siempre son predecibles; un Estado que posee colonias en el extranjero; una nación que oprime a otra nación;… un Estado que distingue difícilmente una revolución social y una invasión armada…; una sociedad de castas…». La lista que enumeraba buena parte de las características de la Unión Soviética y de los países que giraban en su órbita era mucho más extensa, pero terminaba con un giro irónico: hasta aquí, decía Kolakowski, enumeré lo que el socialismo no es. ¿Pero qué sí es? «Una cosa muy buena», se contestaba. («¿Qué es el socialismo?», Vuelta 108, noviembre 1985, p. 61).

El ingenioso juego de Kolakowski era útil para develar el carácter profundamente autoritario de la URSS y los países del Pacto de Varsovia, pero también para contraponer la realidad del «socialismo» al ideal del socialismo. No creía que la situación de los países del este europeo y la URSS pudiera explicarse sin la fuerza de las ideas marxistas, pero tampoco sólo por ellas. «El comunismo no es ni el ‘marxismo en acto’ ni una simple negación del marxismo». Reconocía que entre las intenciones de Marx y los resultados prácticos de quienes decían aplicarlas había una marcada diferencia, pero esa constatación le resultaba «fácil y estéril». («Filosofía marxista y realidad nacional», Vuelta 50, enero de 1981, p. 4).

Creo que la principal crítica de Kolakowski al marxismo (y en menor medida a Marx), como a cualquier otra ideología con pretensiones omniabarcantes, era la de responder a una sola pulsión, a una sola lógica, que al no mezclarse y conjugarse con otras necesidades y fórmulas de entendimiento de la realidad derivaba forzosamente en un dogma insensible a la complejidad de las relaciones humanas.

Recuerdo haber leído una entrevista con él -que no puedo recuperar- en la cual se definía como un socialista en la economía, un liberal en la política y un conservador en el terreno cultural. Resultaba provocador, aunque sería difícil estar de acuerdo dado el deslinde tan radical entre distintas «esferas» de la vida, que sólo en términos analíticos puede hacerse. Lo que era sugerente era el intento de conjugar tradiciones disímiles y encontradas.

En «Cómo ser un conservador-liberal-socialista» intentaba aprender lo fundamental de esas poderosas corrientes ideológicas, para eventualmente (lo decía en broma, por sí algún lector anda distraído) construir una Internacional, cuyo lema sería el de algunos choferes de tranvía en Varsovia: «Avanzando hacia atrás, por favor». (La modernidad siempre a prueba. Traducción: Juan Almela. Ed. Vuelta, México, 1990. p. 299-302).

Del pensamiento conservador rescataba (1) la noción de que los valores de la modernidad no podían tener vigencia plena y absoluta. «Las cosas buenas se estorban o se cancelan unas a otras… La existencia de una sociedad sin libertad ni igualdad es perfectamente posible; no lo es, en cambio, la de un orden social que combine de modo absoluto la igualdad y la libertad, la planeación y el principio de autonomía». (2) La función que juegan algunas instituciones tradicionales («la familia, la nación, las comunidades religiosas») para hacer «más tolerable la vida». «No hay bases para creer que al destruir estas formas… mejoramos nuestras posibilidades de dicha, paz, seguridad o libertad». (3) La sana duda de que seamos capaces de desterrar las pulsiones negativas de los hombres, para substituirlas por «la hermandad, el amor y el altruismo».

De las corrientes liberales salvaba (1) la necesidad de contener al Estado para que no avasalle la libertad de los ciudadanos, (2) el reclamo para mantener vivas las iniciativas individuales y (3) la aspiración de que no sean abolidas todas las formas de la competencia, fuente de «creatividad y progreso».

Y del pensamiento socialista aplaudía (1) la pretensión de «limitar la libertad económica a favor de la seguridad y evitar que el dinero produzca, automáticamente, más dinero», (2) la crítica a todas las formas de desigualdad y (3) la intervención sobre la economía de tal suerte que se atemperen las desigualdades. «Debe afirmarse la tendencia a sujetar a la economía mediante controles sociales, ejercidos, ciertamente, en un contexto de democracia representativa».

En suma, Kolakowski creía (y con razón) que aferrarse a una sola estela de pensamiento invariablemente conducía a la ortodoxia. Y que ésta siempre terminaba generando visiones unidimensionales e inclementes.