Ciro Murayama
Revista nexos No. 371 • Noviembre de 2008
The Conscience of a Liberal es el más reciente libro de divulgación del economista Paul Krugman, en el que revisa, desde una perspectiva histórica, los saldos de las últimas administraciones republicanas sobre la economía de Estados Unidos aun antes del reconocimiento general de la crisis financiera en curso (de hecho, hay una versión castellana del libro que lleva como título Después de Bush. El fin de los “neocons” y la hora de los demócratas, Crítica, 2008, 400 pp. —pero las citas de esta nota son de la edición en inglés).
El análisis de Krugman acerca de los cambios más relevantes en la economía de Estados Unidos en el último siglo conjuga la observación de procesos propiamente económicos con el examen del papel de las políticas gubernamentales, de los equilibrios de poder, de las configuraciones institucionales, así como del rol que juegan las ideas en la conducción de la sociedad.
De esta manera, propone que la capacidad de Estados Unidos para convertirse hacia la mitad del siglo XX en una sociedad de amplias clases medias, cuando apenas en la década de los años veinte era una tierra de vasta desigualdad, se explica no como el resultado de un proceso “evolutivo” de la economía, sino como una “construcción” política que encabezó el presidente Roosevelt con el New Deal. La “Gran Compresión”, como llama Krugman al periodo de expansión de la equidad social en la Norteamérica posterior a la Gran Depresión, tiene entre sus claves la disminución en el volumen de las fortunas de los ultrarricos y la contención de las altas remuneraciones, así como en el incremento del salario del trabajador medio. El profesor de la Universidad de Princeton sintetiza la explicación de esa obra de cohesión social en una palabra: impuestos (p. 46). Pero Krugman ve más que estadísticas y señala que la política del New Deal no sólo fortaleció a la economía, sino también a la democracia, las libertades y el Estado de derecho (p. 267).
La mitigación de la desigualdad en Estados Unidos se consiguió hacia los años cincuenta y en las dos décadas siguientes se vivieron los años dorados del capitalismo, donde el producto per cápita se expandió más que en cualquier otro momento, aun con altas tasas de crecimiento poblacional. Con esta revisión, Krugman contribuye a cuestionar la idea de que la equidad social ha de ser un mero residuo del crecimiento económico; es, más bien, al contrario: una sociedad con la riqueza mejor distribuida es más capaz de crecer de manera sostenida.
Los capítulos del nuevo libro de Krugman son una suerte de viaje en el tiempo entre dos épocas: los Estados Unidos de antes del New Deal y los de los últimos años tienen rasgos comunes en lo que se refiere a asuntos como la desigualdad, la división cultural —en especial religiosa— y racial, el predominio intelectual de los conservadores (para quienes todo aquel que señala que el capitalismo sin control es injusto no es sino un radical contaminado por “ideas europeas”, p. 32), las pulsiones antigobierno y la polarización política en beneficio de la derecha (sobre todo al usar el tema de la seguridad para conseguir la mayoría, p. 188).
La sociedad norteamericana actual vuelve a encarar altos niveles de polarización del ingreso, acaso mayores a los de los años veinte, y este proceso (“la Gran Divergencia”), iniciado con los gobiernos de Reagan, no se debe a una dinámica impuesta por las fuerzas impersonales del mercado —por ejemplo, los avances tecnológicos que benefician a los individuos de mayor calificación (pp. 131-136)— sino, en buena medida, a un cambio en el equilibrio político del poder: a una disminución del poder de negociación de los trabajadores y sus sindicatos (pp. 149-152). A la vez, al avance del movimiento conservador, integrado por organizaciones mediáticas, think-thanks, agencias de publicidad, y empresas beneficiadas por la globalización, vinculadas al Partido Republicano, favorables a políticas como la disminución de los impuestos —cosa que consiguieron a grado tal que las tasas más altas de gravamen al ingreso son de la mitad de lo que eran a fines de los setenta (p. 257)— y que, en el extremo, pretendieron acabar en 2004 con el sistema de seguridad social, “la joya de la corona” de las instituciones del bienestar.
La calidad de la democracia —la capacidad del sistema político para representar los intereses de la mayoría—, la distribución real del poder —entre empresarios y trabajadores, para hacer una división gruesa mas no equívoca si se habla de economías capitalistas—, el papel de las instituciones —la cobertura universal de derechos sociales o el contar con un salario mínimo suficiente— y de las políticas de gobierno, en suma, no pueden desligarse del análisis económico. No hay, podríamos concluir siguiendo a Krugman, economía aséptica, desligada de la política. Y quien así lo sostenga, en todo caso, no está sino defendiendo una postura política.
La nueva entrega de Krugman enriquece las aportaciones al debate económico abierto que inició con The Age of Diminished Expectations (1991) y hasta su anterior libro The Great Unraveling (2003) —en español conocidos como La era de las expectativas limitadas y El gran engaño—. En su libro Peddling Prosperity (1994), escrito poco después de finalizar el gobierno de George Bush padre, Krugman encaminó su capacidad pedagógica a desmontar ideas erróneas de economistas que —bien presentadas por los “vendedores de políticas económicas”— acabaron convirtiéndose no sólo en guía también errónea de las políticas económicas, sino en un sentido común de la época. Se trata de propuestas como la de la “economía de la oferta” con los republicanos o el “comercio estratégico” en la era Clinton. Desde esa época Krugman llamaba a no confundir los conceptos de productividad y de competitividad (¿algo nos recuerda sobre ese error la cantaleta de “yo quiero a un México ganador”?). La productividad es importante porque: “Una depresión, una inflación galopante o una guerra civil pueden empobrecer a un país, pero sólo el crecimiento de la productividad puede enriquecerlo. A largo plazo, exceptuando una catástrofe, la tasa de crecimiento del nivel de vida de un país es casi exactamente igual al aumento de la cantidad que un trabajador medio puede producir en una hora”. “Necesitamos ser más productivos para producir más, y esto sería cierto incluso aunque Estados Unidos no tuviera ningún competidor o cliente extranjero”, insistía Krugman desde hace cinco lustros.
Profesor de economía internacional y autor junto con Maurice Obstfeld de uno de los manuales de comercio y finanzas internacionales más utilizado en las universidades de todo el orbe (International Economics), Krugman siempre ha llamado la atención acerca de los límites que tienen las transacciones externas para explicar el devenir de las economías: no se puede atribuir sin más la destrucción de empleos al solo hecho de comprar bienes y servicios más baratos en el exterior, porque finalmente sólo una parte de la actividad económica —el 15% en Estados Unidos— está vinculada al intercambio comercial, por lo que el desempeño económico depende más de la productividad media del trabajo, que involucra tanto a obreros de las industrias exportadoras como a las peluqueras. Siguiendo la argumentación de Krugman, tampoco resulta sensato suponer que el desarrollo se puede hacer descansar sólo en la dinámica exportadora, dando la espalda al mercado interno y a la creación de empleo productivo.
A propósito de “la economía internacional y las mentiras de la competitividad”, en el caso de México Krugman dictó una conferencia en nuestro país en marzo de 1993, poco atendida en ese momento quizá porque desafiaba a la hasta entonces exitosa política económica gubernamental. En esa charla, recogida después en el libro Pop Internacionalism (1996), Krugman alertó acerca de la sobrevaluación del peso, y señaló que la vida no es tan sencilla como para suponer que “mercados libres+moneda sólida=prosperidad”. Más valdría haberle prestado atención, visto lo que ocurrió con el peso en diciembre de 1994.
Krugman es un polemista y discutidor implacable, incluso con los colegas con los que podría tener afinidades. Dos ejemplos: no le dejó pasar a Lester Thurow imprecisiones conceptuales en materia de comercio internacional e incluso le recriminó por no incluir el concepto básico de la ventaja comparativa en el índice analítico de Head to Head, y evidenció al historiador Paul Kennedy como alguien incapaz de distinguir entre Darwin y Mendel por confundir (en The Raise and Fall of the Great Powers) a Adam Smith con David Ricardo.
Pero Krugman además de contar con una singular capacidad para el debate —de hecho su columna en el New York Times es reconocida, y diríase temida, por su capacidad crítica—, es antes un economista académico o, como él suele decir, de los que “escriben en griego” —refiriéndose a las fórmulas matemáticas, a veces farragosas e innecesarias, que pueblan las publicaciones de economía— (entre sus libros académicos puede verse, por ejemplo Currencies and Crisis, 1995).
Una de las contribuciones relevantes de Krugman al estudio y a la enseñanza de la economía en los últimos años, se concentra en el libro Geography and Trade (1992). Ahí recupera la idea de que la localización es importante para comprender la economía internacional y, desde ahí, a la economía en general. Propone que sobre lo que ocurre en los espacios económicos específicos influye la existencia de rendimientos crecientes a escala, que hacen posible una realidad económica dominada por grandes firmas y no por una enorme cantidad de productores perfectamente competitivos y tomadores de precios, así como la creación de conglomerados productivos como había detectado Alfred Marshall desde el final del siglo XIX. A la vez, que en las experiencias de concentración de actividades productivas en una zona —sea el Silicon Valley con los adelantos en telecomunicaciones o Hollywood en la confección de películas— gravita la historia o, como le llama Krugman, “la dependencia de la senda” para subrayar la importancia de los accidentes históricos en la configuración de la economía.
Desde la academia más rigurosa y reconocida, Paul Krugman contribuyó a lo que Rolando Cordera llama la “desmistificación” del globalismo, al que con más deslumbramiento y entusiasmo que con reflexión y responsabilidad fue alineado el modelo de desarrollo de México.
El pasado mes de octubre Paul Krugman ganó, a los 55 años de edad, el premio Nobel de economía. Lo obtuvo un economista con una obra insignia contra la noción predominante por demasiado tiempo de que
¿Por qué Krugman y no Greenspan?
Ricardo Becerra
La Crónica de Hoy. 20/10/2008
Si existe un libro útil que nos hace comprender el crack universal desplegado ante nuestras narices ese es El retorno a la economía de la depresión, y no La era de las turbulencias. El primero fue escrito hace diez años por el premio Nobel recién galardonado, Paul Krugman; el segundo, vio el mercado este mismo año de la pluma de Alan Greenspan.
A pesar de la posición privilegiada que durante 18 años y medio gozó el ex jefe de la Reserva Federal (acceso a casi toda información económica, asesores de alta competencia, roce y relación con los actores centrales del drama financiero internacional) y a pesar de la contigüidad temporal de su libro y la crisis (el desplome hipotecario ya había cobrado sus primeras víctimas, seis meses antes de la publicación), la verdad es que el poder explicativo de lo que sucede habita en las páginas escritas por Krugman. Y no es que Greenspan sea un tonto, en absoluto, lo que ocurre es que sus mofletudas anteojeras intelectuales no le permiten reconocer esas zonas de la realidad que no se dejan domesticar por su doctrina.
En La era de las turbulencias abundan frases como estas: “Lo que está pasando es que millones de agentes de todo el mundo buscan comprar activos infravalorados y vender aquellos que parecen sobrepreciados”; “…lejos de la caracterización de especulación que hacen de él los críticos populistas, son factor de primer orden para el crecimiento de la productividad…”; “…la incesante búsqueda de ventajas entre los agentes financieros reequilibra en todo momento la oferta y la demanda a un ritmo demasiado rápido para la comprensión humana”; “el poder para supervisar las transacciones se está evaporando”; “el fracaso del mercado es una rara excepción”; “la vigilancia del sector público ya no está a la altura de la tarea” y en loa final de la ingeniería financiera, Greenspan sentencia: “los derivados y otros productos complejos —como las subprimes, apunto yo— pueden distribuir el riesgo a lo largo y ancho de los productos financieros, la geografía y el tiempo” (pp. 10, 472 y 554).
Este sistema de creencias asaltó la razón económica desde hace casi tres décadas y durante 18 años de esos años, Greenspan se instituyó como el máximo oráculo del absolutismo liberal. Ahora que el crack precipita casi todo (ahorros, bancos, crédito, empresas, precios del petróleo, crecimiento, ingresos, empleos, etcétera), y que todo el mundo reclama intervenciones gubernamentales multimillonarias, que se ingenian nuevas regulaciones planetarias, nacionalizaciones y hasta redadas policiales en Wall Street, sus ditirambos suenan extravagantes cuando no francamente estúpidos.
Y es que Greenspan fue el icono administrativo de un pensamiento económico que se volvió dominante, no por su capacidad de interpretación o por sus demostraciones empíricas, sino por una extraña mezcla de circunstancias históricas —incluida la implosión de la Unión Soviética— que parecían expulsar la acción del Estado en la economía. Pero lo que debía ser una crítica puntual, la extracción puntual de las lecciones históricas, se convirtió en una escuela fanática, sin matices (conocida como monetarismo) y que apenas y puede esconder los grandes intereses que defiende.
Y mientras Greenspan, con sus decisiones en la FED fabricaba una burbuja tras otra (la puntocom, la inmobiliaria), Krugman insistía por todos los medios a su alcance, en regresar a las evidencias, los hechos y las fórmulas demostradas por la ciencia económica que nunca recomiendan visiones ni medidas extremas, sino evaluación concreta, buen juicio y pragmatismo.
Desde su primer libro de divulgación La era de las expectativas limitadas y Vendiendo la Prosperidad, Krugman ha explicado que el muchas veces sepultado pensamiento keynesiano sigue teniendo razón en un montón de cosas fundamentales, por ejemplo, los límites fatales de la política monetaria, la forma como los gobiernos deben gestionar el ciclo económico echando mano de varios instrumentos al mismo tiempo y cómo deben actuar en casos de pánico y de crack.
Pero el trabajo de Krugman es mucho más que una vivificación de Keynes: es la rigurosa construcción de una teoría de la globalización y del comercio internacional opuesta a las versiones que cómodamente, se sientan y exclaman “el Estado ya es un impotente”. Todos los textos de Krugman están llenos de recomendaciones prácticas y de dilemas presentísimos: la actuación de los bancos centrales en las crisis cambiarias (lectura obligada para Banxico en estos días); la política industrial factible en economías abiertas; la coordinación de políticas entre estados que conforman un solo mercado; la naturaleza de la expansión financiera y cómo domarla, etcétera. O sea: Krugman no es el experto de voz délfica cuyo papel es “mandar señales” a los mercados, sino el economista práctico que sabe hacer el diagnóstico de una situación concreta y puede, caso por caso, hacer recomendaciones distintas: privatizar o nacionalizar, devaluar o establecer controles, regular o liberalizar, sin miedos atávicos ni remordimientos ideológicos. Krugman: el mejor ejemplo del economista pragmático en nuestro tiempo.
Krugman, pero también Mundell
Ricardo Becerra
La Crónica de Hoy. 03/11/2008
Lo que en Estados Unidos se vive como una crisis crediticia, en México se resiente como una crisis cambiaria. Allá, el crédito se estranguló; aquí la moneda se devaluó. Estos síntomas se están propagando velozmente por toda la realidad económica de ambos países (y en muchos más), pero no es casual que la primera gran consecuencia del crack encadene de manera tan férrea dos variables bien distintas: el crédito norteamericano y el peso mexicano. Pero esta es una historia vieja, una historia que data de hace medio siglo, ocurrida por primera vez en un país tan extraño como ¡Canadá! Y es que los canadienses tienen el pequeño inconveniente de compartir una enorme frontera con Estados Unidos y ya para los años 50 del siglo pasado, también tenían una enorme interdependencia económica con sus vecinos del sur. El dólar canadiense y el estadunidense fluían sin cortapisas de un lado al otro y mientras su comercio no cesaba de crecer. En aquellos años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los flujos financieros estaban muy regulados y controlados y la indiscriminada apertura de fronteras al flujo de dinero era una especie muy rara: sólo ocurría entre los países gigantes de Norteamérica.
Para que esta relación fuese fructífera, los canadienses necesitaban de una moneda estable y predecible con la cual facilitar el comercio, los viajes, las inversiones. Pero también querían otra cosa: una política monetaria que pudiese ayudar a reducir el desempleo (por ejemplo otorgando crédito barato a las empresas) y cuando fuese necesario, contener la inflación. ¿Qué fue lo que descubrieron entonces esos canadienses? Que ambos objetivos resultaban ya incompatibles, que la gran, libre, circulación de capitales gestada entre ambos países los obligaba a optar: o moneda estable o política monetaria propia. En el despiadado mundo de la globalización, no se pueden ambas cosas. Veamos por qué.
Si los Estados Unidos querían atraer dinero para sus instituciones de crédito subían la tasa de interés. Esto obligaba a los canadienses a incrementar la tasa propia si querían retener los capitales; pero entonces no tendrían más remedio que encarecer el crédito interno, con los efectos nocivos (que los mexicanos conocemos bien) para la producción y la inversión nacional.
Padecían antes que nadie, la extraña enfermedad conocida ahora como la “Imposibilidad de Mundell”, o sea: todo país que quiera libertad de capitales debe elegir entre dos deseos macroeconómicos: independencia monetaria o tipo de cambio estable. Y no hay forma de escaparse.
La cosa fue teorizada y estilizada en una fórmula matemática por un joven llamado Robert Mundell, en 1965 (treinta y cuatro años después, recibiría el Nobel, justo por ese texto “El sistema monetario internacional: conflicto y reforma”). Pero lo que hace medio siglo era un fenómeno curioso que brotaba del roce entre dos economías desarrolladas, se volvió el pan de cada día en la década de los noventa. Entonces, el mundo tuvo que rendirse ante Mundell y reconocer que este es el límite central de la globalización, tal y como la conocemos.
No es nada casual que México haya sido el siguiente país en experimentar una conmoción debida a la paradoja de Mundell: en 1994-95 una estampida de capitales terminaron hundiendo al peso, precisamente porque nos habíamos integrado alegremente al libérrimo sistema financiero global.
Europa había experimentado una calamitosa semejante en 1992 y por eso la emprendió —de la mano de Mundell, precisamente— hacia la construcción del euro. El destino de la imposibilidad alcanzó después a Tailandia, Rusia, Brasil, Turquía y Argentina.
Todo lo cuál nos tiene metidos en una extraña etapa histórico-económica repleta de crisis bancarias y monetarias (o viceversa) desde finales del siglo XX y hasta la fecha.
En los momentos en que el capital se desplaza masivamente (por ejemplo, ahora mismo) los gobiernos que quieran mantener sus monedas estables, fijas ó ancladas a otra más fuerte, deben pagar el precio bajo la forma de tasas de interés altísimas, menos inversión productiva, recesión y más desempleo.
Todo esto encaja con las aportaciones de Paul Krugman, el Premio Nobel de Economía 2008 de nueve años después. Pues la labor del economista de Yale ha sido la de explicar los patrones del comercio internacional en aquel mundo inestable y conflictivo que describió Mundell. Un mundo en el que los demás factores de producción (aparte del dinero) se mueven con más libertad que nunca de una frontera a otra (trabajo, insumos, tecnología), pero también un mundo determinado por las economías de escala, o sea, el planeta puro y duro de la producción en masa, la única que disminuirá (al largo plazo) el costo de los productos.
La idea esencial es bastante evidente, así que puede decirse de un modo menos enredado: en el universo económico krugmaniano es muy posible que un puro hecho de tabaco dominicano se consiga más barato en una empresa forjadora de Holanda o que la ensambladora de computadoras más económica resida en la India; todo es cuestión de escala, tecnología y localización estratégica (un modelo para la innovación, transferencia tecnológica y distribución mundial del ingreso, su artículo señero de 1979).
Lo que he querido decir con todo esto, es que Krugman y Mundell son los economistas vivos que han comprendido mejor que nadie los dilemas del nuevo comercio internacional, de las nuevas interconexiones financieras, monetarias, productivas y tecnológicas, para ponernos en el umbral de una verdadera teoría de la globalización. Si queremos liberarnos de los efectos del crack, necesitamos de esa teoría; nos está haciendo mucha falta.