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¿Es Greenspan responsable del crack?

¿Es este hombre responsable del crack?

Y Greenspan, ¿era realmente tan bueno?

Peter S. Goodman
El País. 12/10/2008

«No es sólo que cada institución financiera se haya vuelto menos vulnerable a las sacudidas provocadas por los factores subyacentes de riesgo, sino que, además, el sistema financiero en su conjunto se ha vuelto más resistente», dijo Alan Greenspan en 2004.

George Soros evita el uso de los contratos financieros conocidos por el nombre de derivados. «No entendemos realmente cómo funcionan», sentencia el famoso financiero. Felix G. Rohatyn, el banquero de inversión que salvó a Nueva York de la catástrofe financiera en la década de los setenta, calificó a los derivados de «bombas de hidrógeno» en potencia. Y, como si de un oráculo se tratara, Warren E. Buffett comentó hace cinco años que los derivados eran «armas financieras de destrucción masiva que entrañaban peligros que, aunque ahora estén latentes, pueden llegar a ser mortíferos».

No obstante, una figura eminente del mundo de las finanzas pensó lo contrario durante mucho tiempo. Y su opinión dominaba los debates sobre la regulación y el uso de los derivados, contratos exóticos que prometían proteger a los inversores de las pérdidas, lo cual estimuló prácticas más arriesgadas que desencadenaron la crisis financiera. Durante más de una década, el ex presidente de la Reserva Federal Alan Greenspan ha manifestado tajantemente su oposición siempre que los derivados se sometían a examen. «Lo que hemos visto a lo largo de los años en el mercado es que los derivados han sido un vehículo extraordinariamente útil para transferir el riesgo de las personas que no deberían asumirlo a aquellas que están dispuestas y son capaces de hacerlo», afirmó Greenspan ante el Comité de Banca del Senado de Estados Unidos en 2003. «Sería un error» [regular estos contratos de una forma más estricta], añadió.

Hoy, con el mundo atrapado en una tormenta económica que Greenspan describió hace poco como «el tipo de crisis financiera desgarradora que se produce sólo una vez cada siglo», su fe en los derivados sigue siendo inquebrantable.

Para él, el problema no es que fallaran los contratos, sino que la gente que los utilizaba se volvió avariciosa. La falta de integridad ha sido el detonante de la crisis, sostenía hace una semana en un discurso en la Universidad de Georgetown. Insinuaba que los que traficaban con derivados no eran tan de fiar como «el farmacéutico que prepara la receta que nos ha mandado el médico».

Otras personas, en cambio, tienen una opinión completamente distinta de cómo se fueron desarrollando los mercados globales y del papel que desempeñó Greenspan a la hora de sembrar el caos actual. «Está claro que los derivados son un punto central de la crisis y él era uno de los principales defensores de la liberalización de los derivados», asegura Frank Partnoy, catedrático de derecho de la Universidad de San Diego y experto en regulación financiera.

El mercado de derivados tiene hoy un valor de unos 390 billones de euros, casi cinco veces más que hace seis años. En teoría, estaban destinados a limitar el riesgo y evitar los problemas financieros. En la práctica, han agudizado la inseguridad y han extendido el riesgo, además de sembrar dudas en torno a cómo los evalúan las empresas.

Si Greenspan hubiera actuado de forma distinta durante su presidencia de la Reserva Federal (Fed) desde 1987 hasta 2006, la crisis actual se podría haber evitado o mitigado, en opinión de muchos economistas. A lo largo de los años, él contribuyó a hacer posible un ambicioso experimento estadounidense que consistía en dar rienda suelta a las fuerzas del mercado. Ahora el país se enfrenta a las consecuencias.

Los derivados se crearon para suavizar -en la jerga de Wall Street, «cubrir»- las pérdidas de las inversiones. Por ejemplo, algunos de los contratos protegen a tenedores de deuda frente a pérdidas de valores hipotecarios. Muchos individuos poseen un derivado común: el contrato del seguro de su hogar.

A otra escala más grande, estos contratos proporcionan a las empresas y a las corporaciones financieras la posibilidad de asumir riesgos más complejos que, de lo contrario, podrían evitar, como por ejemplo, emitir más hipotecas o deuda empresarial. Y con los contratos se puede comerciar, lo que limita aún más el riesgo, pero también incrementa el número de partes expuestas si surgen problemas.

A lo largo de los años noventa, algunas personas opinaban que los derivados se habían vuelto tan vastos, interconectados e inescrutables que requerían una supervisión federal para proteger el sistema financiero. En reuniones con responsables federales, célebres apariciones en el Capitolio y discursos ante un público muy numeroso, Greenspan expresaba su confianza en la buena voluntad de Wall Street a la hora de autorregularse cuando esquivaba las restricciones.

Desde que el sector inmobiliario empezara a venirse abajo, el historial de Greenspan se ha visto sometido a una revisión. Economistas de todo el espectro ideológico han criticado su decisión de permitir que el mercado inmobiliario del país siguiera creciendo gracias al crédito barato, cortesía de los bajos tipos de interés, en lugar de acabar con las subidas de los precios con tipos más elevados. Otros han criticado a Greenspan por no meter en vereda a las instituciones que prestaron dinero de forma tan indiscriminada.

Independientemente de lo que la historia acabe diciendo sobre estas decisiones, puede que el legado de Greenspan se base en última instancia en un fenómeno más arraigado y mucho menos examinado: el espectacular boom y el calamitoso descalabro del comercio de derivados. Algunos analistas aseguran que es injusto culpar a Greenspan de que la crisis se haya extendido tanto. «La idea de que Greenspan podría haber generado un desenlace completamente distinto es ingenua», comenta Robert R. Hall, un economista de la conservadora Hoover Institution, un grupo de investigación de Stanford.

Greenspan rechazó las peticiones de mantener una entrevista. Su portavoz dirigió las preguntas sobre su historial a su autobiografía, La era de las turbulencias, en la que describe en detalle sus convicciones. «Parece superfluo limitar las transacciones con algunos de los derivados más recientes y otros innovadores contratos financieros de la última década», escribe Greenspan. «Los peores han fracasado; los inversores han dejado de financiarlos y no es probable que vayan a hacerlo en el futuro».

En su discurso en Georgetown no quiso mencionar la regulación y describió las turbulencias financieras como una falta de honradez en el comportamiento de Wall Street. «En un sistema de mercado basado en la confianza, la reputación tiene un valor económico significativo», dijo Greenspan al público. «Por consiguiente, me preocupa lo mucho que hemos dejado de preocuparnos por la reputación en los últimos años».

Como presidente de la Reserva Federal durante mucho tiempo, el estratega económico más poderoso del país, Greenspan abogó por los poderes ilimitados y creadores de riqueza del mercado. Libertario confeso, entre sus influencias formativas incluía a la novelista Ayn Rand, que retrató el poder colectivo como una fuerza maligna contrapuesta al interés ilustrado de los individuos. Por su parte, el ex presidente de la Fed demostró una fe inquebrantable en que los que participaran en los mercados financieros actuarían de forma responsable.

Tras examinar más de dos décadas del historial de Greenspan sobre la regulación financiera y sobre derivados, queda claro hasta qué punto subordinó la salud de la economía del país a esa fe. Cuando el mercado naciente de derivados se estableció a principios de los años noventa, sus detractores denunciaron la ausencia de normas que obligaran a las instituciones a revelar su situación y a apartar fondos como una reserva para protegerse de las malas apuestas.

Una y otra vez, Greenspan -figura adorada a la que se apodaba El Oráculo- proclamó que los mercados podían manejar los riesgos. «Él y varios responsables del Tesoro rechazaban por sistema las propuestas para imponer una regulación por minimalista que fuera», recuerda Alan S. Blinder, ex miembro del consejo de la Reserva Federal y economista de la Universidad de Princeton. «Mi recuerdo de él es que no hacia más que corear en favor de los derivados».

Arthur Levitt Jr., ex presidente de la Comisión de Valores e Intercambios estadounidense, explica que Greenspan se oponía a regular los derivados por su desdén básico hacia el Gobierno. Levitt señala que la autoridad y los conocimientos sobre las finanzas globales de El Oráculo convencieron una y otra vez a los legisladores menos versados en finanzas de que siguieran el camino que marcaba. «Siempre tuve la sensación de que los titanes de nuestra asamblea legislativa no querían revelar su propia incapacidad para comprender algunos de los conceptos que presentaba Greenspan», añade Levitt. «No recuerdo que alguien preguntara: ‘¿A qué te refieres con eso, Alan?».

No obstante, algunos sí que hicieron preguntas. En 1992, Edward J. Markey, un demócrata de Massachusetts que dirigió el subcomité de la Cámara de Representantes sobre telecomunicaciones y finanzas, solicitó a lo que entonces era la Oficina General de Contabilidad que estudiara los riesgos de los derivados. Dos años después, esta oficina publicó su informe, en el que identificaba «lagunas y flaquezas significativas» en la supervisión reguladora de los derivados.

«El fracaso repentino o la retirada brusca de cualquiera de estos importantes agentes de Estados Unidos podría provocar problemas de liquidez en los mercados y, además, presentar riesgos para otras personas, como bancos asegurados a nivel federal y el sistema financiero en su conjunto», afirmó Charles A. Bowsher, jefe de la oficina de cuentas, cuando testificó ante el comité de Markey en 1994. «En algunos casos la intervención ha tenido y podría tener como consecuencia un rescate financiero pagado o garantizado por los contribuyentes».

En su testimonio de aquella época, Greenspan se mostró tranquilizador: «Los riesgos en los mercados financieros, incluidos los mercados de los derivados, los están regulando las partes privadas». Advirtió que los derivados podrían amplificar las crisis porque vinculaban las fortunas de muchas instituciones aparentemente independientes. «La propia eficacia que esto implica significa que, en el caso de que surgiera una crisis, ésta se transmitiría a un ritmo mucho más rápido y con una virulencia mucho mayor», comentó. Pero calificó dicha posibilidad de «extremadamente remota». Y añadió: «El riesgo es parte de la vida».

Ese mismo año, Markey presentó una ley que estipulaba una mayor regulación de los derivados. Nunca se llegó a aprobar. En 1997, la Comisión de Negociación de Futuros de Materias Primas, una agencia que regula las operaciones bursátiles con opciones y futuros, empezó a explorar la regulación de los derivados. La comisión, que por aquel entonces estaba dirigida por una abogada llamada Brooksley E. Born, pidió que le enviaran comentarios sobre cuál era la mejor forma de supervisar ciertos derivados.

Born estaba preocupada por el hecho de que las transacciones sin trabas y opacas pudieran «amenazar nuestros mercados regulados o, de hecho, nuestra economía sin que ninguna agencia federal supiera nada al respecto», manifestó en una vista ante el Congreso. Hizo un llamamiento por una mayor transparencia de las operaciones bursátiles y para crear reservas a fin de protegerse frente a las pérdidas.

La opinión de esta letrada suscitó una firme oposición por parte de Greenspan y de Robert E. Rubin, el secretario del Tesoro entonces. Los abogados del Tesoro concluyeron que el mero debate sobre las nuevas normativas amenazaba el mercado de derivados. Greenspan advirtió de que unas normativas excesivas perjudicarían a Wall Street e inducirían a los agentes de Bolsa a llevarse su negocio al extranjero.

«Él le dijo a Brooksley que básicamente no sabía qué estaba haciendo y que iba a provocar una crisis financiera», cuenta Michael Greenberger, que era director jefe de la comisión. «Brooksley era una mujer que no jugaba al tenis con esta gente ni comía con ellos. En parte daba la impresión de que esta mujer no pertenecía a Wall Street». Born no quiso hacer comentarios. Rubin, que ahora es uno de los principales directivos del Citigroup, asegura que estaba a favor de regular los derivados -en especial, incrementando las reservas frente a posibles pérdidas- pero que no vio la forma de hacerlo cuando estuvo al frente del Tesoro. «Todas las fuerzas del sistema estaban alineadas en contra», asegura. «Desde luego, el sector no quería que se incrementaran estos requisitos. No había posibilidades de movilizar a la opinión pública».

Greenberger afirma que el clima político habría sido distinto si Rubin hubiera pedido más regulación. A principios de 1998, el segundo de Rubin, Lawrence H. Summers, llamó a Born y la castigó por dar pasos que, según él, iban a desencadenar una crisis financiera, de acuerdo con las afirmaciones de Greenberger. Summers dice que no se acuerda de haber mantenido dicha conversación, pero estaba de acuerdo con Greenspan y con Rubin en que la proposición de Born era «muy problemática».

El 21 de abril de 1998, las autoridades financieras federales se reunieron en el Tesoro en una sala de conferencias forrada de madera para debatir la propuesta de Born. Rubin y Greenspan le imploraron que reconsiderara su opinión, según Greenberger y Levitt. Ella siguió adelante. El 5 de junio de 1998, Greenspan, Rubin y Levitt pidieron al Congreso que evitara que Born actuara antes de que los reguladores más experimentados hubieran presentado sus recomendaciones. Levitt afirma que ahora se arrepiente de la decisión. Greenspan y Rubin estaban «juntos en esto», añade. «No cabe duda de que se oponían a ello y me convencieron de que sembraría el caos», concluye.

Born no tardó en conseguir un ejemplo. En otoño de 1998, el fondo de cobertura Long Term Capital Management estuvo a punto de quebrar arrastrado por apuestas catastróficas con derivados, entre otras cosas. Más de una docena de bancos hicieron un fondo común de unos 2,7 millones de euros para un rescate privado que evitara que el fondo entrara en bancarrota y pusiera en peligro a otras empresas.

A pesar de este suceso, el Congreso congeló la autoridad reguladora de la Comisión de Negociación de Futuros de Materias Primas (CFTC, en sus siglas en inglés) durante seis meses. Al año siguiente, Born se marchó. En noviembre de 1999, las autoridades reguladoras, incluidos Greenspan y Rubin, recomendaron que el Congreso retirara a la CFTC de forma permanente su autoridad reguladora sobre los derivados.

Greenspan, según los legisladores, utilizó entonces su prestigio para asegurarse de que el Congreso hacía lo que él quería. «A Alan le tenían en mucha estima», explica Jim Leach, un republicano de Iowa que dirigía el Comité Bancario y de Servicios Financieros de la Cámara de Representantes por aquella época. «Tienes un ámbito de criterio en el que los miembros del Congreso carecen por completo de experiencia».

A medida que el mercado seguía avanzando a toda marcha a lomos de un histórico mercado alcista, la opinión preponderante era que los tiempos de vacas gordas eran obra, en gran parte, de la mano firme de Greenspan al timón de la Reserva Federal. «Pasarás a la historia como el mejor presidente del Banco de la Reserva Federal», dijo el senador Phil Gramm, el republicano de Tejas que presidió el Comité Bancario del Senado cuando Greenspan apareció por allí en febrero de 1999.

Las credenciales y la confianza del predecesor de Ben Bernanke, actual presidente de la Fed, reafirmaron su reputación. Esto le ayudó a convencer al Congreso para que revocara leyes de la época de la Depresión que separaban la banca comercial y la de inversión para reducir el riesgo general en el sistema financiero. «Tenía una forma de hablar que te hacía creer que sabía exactamente de qué estaba hablando en todo momento», asegura Tom Harkin, senador demócrata de Iowa. «Era capaz de decir cosas de una manera que hacía que la gente no quisiera hacerle ninguna pregunta, como si lo supiera todo. Él era El Oráculo y, ¿quién eras tú para ponerle en duda?».

En 2000, Harkin preguntó qué pasaría si el Congreso debilitaba la autoridad de la CFTC. Greenspan aseguró que se podía confiar en Wall Street. «Podemos tener grandes cantidades de regulación y les garantizo que nada irá mal, pero nada irá bien», explicó. Ese mismo año, en una vista del Congreso sobre el auge de las fusiones, sostuvo que Wall Street había domado al riesgo. «Con un aumento semejante de la concentración de la riqueza, ¿no le preocupa que, si una de estas enormes instituciones fracasa, esto vaya a tener un impacto tremendo sobre la economía nacional y mundial?», le preguntó Bernard Sanders, representante independiente de Vermont. Greenspan replicó: «No. Creo que el crecimiento general de las grandes instituciones ha tenido lugar en el contexto de una estructura subyacente de mercados en la que muchos de los riesgos principales están drásticamente, o debería decir completamente, cubiertos».

La Cámara de Representantes aprobó por inmensa mayoría la ley que mantuvo los derivados al margen de la supervisión de la CFTC. El senador Gramm insertó una cláusula adicional que limitaba la autoridad de esta comisión a una ley de apropiaciones de 11.000 páginas. El Senado la aprobó, y el presidente Clinton la ratificó.

Aun así, los inversores espabilados como Buffett siguieron haciendo resonar las alarmas sobre los derivados, del mismo modo que lo hizo en 2003, en su carta anual a los accionistas de su empresa, Berkshire Hathaway. «Grandes cantidades de riesgo, sobre todo riesgo crediticio, han pasado a estar concentradas en manos de un número relativamente reducido de agentes de derivados. Los problemas de uno podrían infectar rápidamente a otros», escribió.

Pero seguía habiendo operaciones. Cuando Greenspan empezó a oír hablar de la burbuja inmobiliaria, hizo caso omiso de la amenaza. Wall Street estaba usando los derivados, comentó en un discurso de 2004, para compartir los riesgos con otras empresas. Desde entonces, el riesgo compartido ha pasado de ser una fuente de comodidad a ser un virus. A medida que la crisis inmobiliaria creció y las hipotecas dejaron de pagarse, los derivados magnificaron la crisis.

El cataclismo en Wall Street que se ha llevado por delante a empresas como Bear Stearns y Lehman Brohters y ha puesto en peligro al gigante asegurador American International Group se ha visto acelerado por el hecho de que tanto ellos como sus clientes estaban vinculados por los derivados. En los últimos meses, a medida que la crisis financiera ha ido tomando impulso, las apariciones públicas de Greenspan se han vuelto cada vez más poco frecuentes.

Sus memorias se publicaron a mediados de 2007. Empezaba a conocerse el desastre, y su gira para promocionar el libro se convirtió en un referéndum sobre sus políticas. Cuando apareció este año la versión de bolsillo, Greenspan escribió un epílogo que ofrece una refutación, si se le puede llamar así. «La gestión del riesgo nunca puede alcanzar la perfección», escribe. Los malos, comenta, son los banqueros, por cuyo interés individual había apostado en otra época. «Apostaron a que podrían seguir aumentando sus posiciones de riesgo y, aun así, venderlas antes del diluvio», continúa, «la mayoría de ellos estaban equivocados. Los Gobiernos y los bancos centrales no podrían haber alterado el curso del boom». –

Las raíces de la crisis hipotecaria

Alan Greenspan
Reforma
The Wall Street Journal
13/12/2007

De la noche a la mañana, prácticamente, el aparente apetito insaciable por el riesgo financiero se frenó en seco a medida que el precio de dicho riesgo se disparó inesperadamente. Las tasas de interés de una amplia gama de activos, particularmente las de los préstamos interbancarios, papel comercial respaldado por activos y los llamados bonos chatarra, se dispararon de manera drástica en relación con los valores del Tesoro de EU. Durante los últimos cinco años, el riesgo se había ubicado muy por debajo de su valor, a medida que la euforia de los mercados, impulsada por tasas de crecimiento global sin precedentes, ganaba fuerza.

La crisis era, entonces, un accidente que se veía venir. Si no se hubiese desatado por los precios de las hipotecas de alto riesgo, hubiese ocurrido como consecuencia de estallidos en otros mercados. Como lo he dicho anteriormente, la historia nunca ha sido bondadosa con los periodos prolongados de primas de bajo riesgo.

La raíz de la crisis hipotecaria actual, desde mi punto de vista, tiene sus orígenes en el período que siguió al fin de la Guerra Fría, cuando la ruina económica del bloque soviético quedó al desnudo tras la caída del Muro de Berlín. Después de dichos eventos históricos, el capitalismo desplazó de manera rápida y silenciosa gran parte del desacreditado sistema de planeación central que predominaba en buena parte del Tercer Mundo.

Una gran parte del antiguo Tercer Mundo, especialmente China, imitó el exitoso modelo exportador de los llamados «Tigres Asiáticos»: una mano de obra relativamente bien educada y de bajo costo, aunada a la tecnología del mundo desarrollado y protegida por el imperio de la ley, dieron paso a un explosivo crecimiento económico. Desde 2000, el crecimiento real del Producto Interno Bruto (PIB) del mundo en desarrollo ha sido más del doble que el del mundo desarrollado.

El alza en las exportaciones competitivas y de bajo costo de los países en desarrollo, especialmente aquellas con destino a Europa y a EU, aplastó los salarios en los países desarrollados y redujo las expectativas inflacionarias en todo el mundo, incluyendo las incorporadas en las tasas de interés a largo plazo.

Además, desde principios de los 90 hemos presenciado una caída pronunciada en las tasas de interés real a nivel global, lo cual, necesariamente, indica que las intenciones de ahorro global excedieron de manera crónica las intenciones de inversión. En el mundo en desarrollo, evidentemente, el consumo no pudo seguir el ritmo del aumento en los ingresos y, como consecuencia, la tasa de ahorro en el mundo desarrollado pasó de 24 por ciento del PIB nominal en 1999, a 33 por ciento en 2006, superando con holgura su tasa de inversión.

Sin embargo, la tasa global de ahorro en 2006, en general, fue apenas más alta que en 1999, lo que sugiere que la tendencia al alza de las intenciones de ahorro de las economías en desarrollo coincidió (y se vio en gran medida suavizada) con un declive en las intenciones de inversión en el mundo desarrollado. En EU, por ejemplo, el crecimiento de la productividad y la innovación aparentemente comenzaron a tomar un respiro en 2004. Esa debilitada inversión global ha sido la principal razón detrás del declive de las tasas de interés real a largo plazo, una conclusión a la que también llegó un estudio reciente (marzo de 2007) del Banco de Canadá.

La capitalización de bienes raíces y primas por invertir en los mercados de renta variable cayeron inevitablemente debido al descenso en las tasas de interés global a largo plazo. Los precios de las acciones a nivel global no sólo se recuperaron del estallido de la burbuja de internet, sino que subieron aún más.

}El valor de las acciones que se cotizan en las principales bolsas del mundo ha ascendido a más de 50 billones de dólares, es decir, el doble de su valor en 2002. Además, las drásticas alzas en el precio de las viviendas causaron verdaderas burbujas a nivel global, con excepción de Japón y Alemania (por diferentes razones), entre las principales economías del mundo. Las encuestas realizadas por The Economist documentan bien la impresionante convergencia del aumento en los precios de la vivienda en más de 20 países en la última década. El alza en los precios de las casas en EU, incluso en su nivel más alto, fue sólo promedio.

Después de observar el surgimiento de numerosas burbujas inflacionarias durante más de medio siglo, he concluido, con cierta renuencia, que las burbujas no pueden ser desactivadas con seguridad mediante la política monetaria u otras iniciativas similares antes de que la fiebre especulativa las desactive por cuenta propia. Claramente era muy poco lo que los bancos centrales de todo el mundo podían haber hecho para apaciguar la muestra más reciente de euforia humana, que de alguna manera nos recuerda el período de euforia especulativa conocido como la Tulipomanía del siglo 17 o la burbuja de los Mares del Sur del siglo 18.

No dudo que una baja tasa interbancaria como resultado de la crisis de las «puntocom», y en particular la tasa de uno por ciento que se fijó a mediados de 2003 para contener una deflación potencial, bajara las tasas de las hipotecas de interés ajustable (conocidas como ARM) y pudo haber contribuido a un aumento en los precios de la vivienda en EU. Desde mi punto de vista, sin embargo, el impacto de ello sobre la demanda de casas financiadas con esta clase de hipotecas no fue significativo.

La demanda en aquellos días era impulsada por la expectativa de un aumento en los precios -una dinámica que ocasiona gran parte de las burbujas de precios de activos-. Si no hubiera habido financiamiento a tasas bajas ajustables, gran parte de esa demanda hubiera sido financiada con tasas de interés fijas para hipotecas de largo plazo. De hecho, los precios de las casas continuaron subiendo durante los dos años siguientes al nivel más alto de las ARM (ajustadas por temporada).

Tanto yo como mis colegas en la Reserva Federal (Fed) pensamos que la amenaza potencial de una deflación corrosiva en 2003 era real, aun cuando la deflación no era considerada como el escenario más factible. Nunca sabremos si la tasa interbancaria temporal de uno por ciento impidió una crisis deflacionaria potencialmente más dañina que la actual. Pero me preocupaba que mantener las tasas demasiado bajas durante mucho tiempo fuera problemático. El hecho de que ni el crecimiento de la base monetaria (o del M2) excediera el 5 por ciento, mientras la tasa interbancaria era de uno por ciento, apaciguó mi preocupación de que habíamos echado más leña al fuego inflacionario de la economía.

A mediados de 2004, cuando la economía se estabilizaba, la Reserva Federal comenzó a revertir su política monetaria. Yo había esperado, como una especie de bono, un aumento consecuente en las tasas de interés a largo plazo, lo cual pudo haber contribuido a poner un freno al alza en los precios de la vivienda. Pero eso no ocurrió. Asumimos que las tasas de interés a largo plazo, incluyendo las hipotecarias, aumentarían, como ha ocurrido al inicio de cada uno de los cinco episodios anteriores de ajuste monetario a partir de 1980. Pero, después de un aumento inicial en el segundo trimestre de 2004, las tasas de largo plazo bajaron y, pese al paulatino ajuste de la Fed durante de 2005, las tasas de interés a largo plazo apenas se movieron.

En retrospectiva, las fuerzas económicas globales, que se habían gestado durante décadas, parecen haber obtenido un control efectivo sobre la fijación de los precios en los valores de deuda con vencimiento a largo plazo. Las correlaciones simples entre las tasas de interés a corto y largo plazo en EU siguen siendo significativas, pero han estado declinando durante más de medio siglo. Los precios de los activos, en general, se han ido desacoplando de las tasas de interés a corto plazo.

El arbitraje de activos acciones, bonos y bienes raíces, y los activos financieros que son engendrados por su intermediación- ahora inunda los recursos de los bancos centrales. El valor de mercado de los valores globales a largo plazo está acercándose a los 100 billones de dólares. La operación conocida como «carry trade» y los mercados cambiarios se han vuelto enormes.

La profundidad se hizo más que evidente en marzo de 2004, cuando las autoridades monetarias de Japón cesaron abruptamente su intervención en apoyo del dólar estadounidense después de acumular más de 150 mil millones en divisas en los tres meses anteriores. Más allá de unos cuantos días de fluctuaciones en los mercados en las jornadas que siguieron al alto en las compras, parece no haber ocurrido nada de gran impacto. Incluso las aparentemente masivas compras japonesas de divisas apenas si movieron el precio de los valores transables en todo el mundo.

En teoría, los bancos centrales pueden expandir sus balances sin límite alguno, pero en la práctica se ven limitados por el impacto potencial inflacionario de sus movimientos. La capacidad de los bancos centrales y de los gobiernos que los rigen de unir fuerzas con el Fondo Monetario Internacional para lanzar un esfuerzo masivo de estabilización de la moneda, prácticamente, y esto es debatible, ya no existe. Lo que ocurre más a menudo es que las fuerzas globales, en conjunto con una menor cantidad de barreras comerciales internacionales, han limitado el alcance que tienen los gobiernos para afectar el camino que emprenden sus economías.

Aunque los bancos centrales parecen haber perdido el control de las tasas de interés a largo plazo, todavía siguen siendo dominantes en los mercados para activos con vencimientos más cortos, en los que se genera el dinero y los llamados «near monies» (activos financieros relativamente líquidos). Por lo tanto, los bancos centrales retienen su capacidad para contener la presión sobre los precios de bienes y servicios, es decir, sobre las medidas tradicionales de la inflación.

La actual crisis del crédito llegará a su fin una vez que el exceso de inventarios sobre las casas recién construidas sea liquidado y la deflación de los precios de la vivienda llegue a su fin. Eso estabilizará el ahora incierto valor de la vivienda, que sirve como una especie de colchón para el resto de las hipotecas, pero, lo que es más importante, para aquellas que han sido usadas como colateral de valores, que son respaldadas con el valor de una residencia. No cabe duda de que habrá pérdidas importantes como consecuencia de esta crisis, pero después de un periodo prolongado de ajuste la economía de EU, y la del resto del mundo, volverá a su curso normal.

Tomado de The Wall Street Journal. Alan Greenspan fue presidente de la Reserva Federal de EU. Es presidente de Greenspan Associates LLC y autor del libro «The Age of Turbulence: Adventures in a New World» (Penguin, 2007).

El tibio ‘mea culpa’ de Greenspan

Robert Cyran
El País. 26/10/2008

Alan Greenspan ha encontrado un fallo en su modelo. Qué pena que no se diera cuenta hace 10 años. El ex presidente de la Reserva Federal afirma que se encuentra en un estado de «incredulidad escandalizada» por el hecho de que la autorregulación no funcionara en el sector bancario. Ahora admite que es necesario llevar a cabo cambios en la normativa relativa al fraude, a la liquidación y a la titulización, «por mucho que (él) prefiera lo contrario». Aunque este tibio mea culpa del maestro llegara por sorpresa, no es ni mucho menos el primero en reconocer los defectos de su estrategia no intervencionista.

Las críticas a la Reserva Federal de Greenspan están muy extendidas y son de peso. Era poco estricta en cuanto a política monetaria, se manifestó en contra de la supervisión de los nuevos instrumentos financieros y adoptó una postura muy relajada frente a su responsabilidad de regular a los bancos. Su mayor fallo, sin embargo, consistió en que fue incapaz de contemplar la idea de que el orgullo desmedido y la avaricia de los actores financieros individuales podían perjudicar al sistema, además de a sí mismos.

Esto se puede ver perfectamente en el estallido de la burbuja inmobiliaria. Greenspan reconoce ahora que los vendedores de hipotecas carecían de incentivos para valorar la calidad crediticia de los préstamos que originaban y titulizaban. Los sistemas de gestión de riesgo que habían establecido los bancos erraron al utilizar datos inmobiliarios de una buena época económica. Y los inversores no querían enfrentarse a los riesgos que asumían.

No era la primera vez que Greenspan hacía caso omiso del peligro de las motivaciones básicas. Recordemos su afirmación en 2001 de que las Obligaciones de Deuda Colateral (ODC) de alta calidad podrían reemplazar a los bonos del Estado como inversiones sin riesgo. En los sueños más descabellados de los proveedores, sí. En la práctica, la estructura de una ODC anima a sus administradores a conservar activos basura de alta rentabilidad. Estaban hechos para enriquecer a sus diseñadores, no a sus inversores. Y cuando Greenspan dijo a los consumidores que se metieran en hipotecas de tipo variable en plena expansión inmobiliaria, a la vez que se oponía a limitar la concesión predadora de préstamos, se obstinó en no ver que podía acabar siendo una catástrofe.

Todo esto resulta un tanto irónico. La regulación no intervencionista ha fracasado estrepitosamente y ha establecido un clima en el que podrían proliferar las normativas histéricas y mal concebidas. Si Greenspan hubiera aceptado la idea de que se necesitaba una entidad ajena que impusiera unas cuantas normas estrictas, los John Galts del mundo habrían tenido más posibilidades de prosperar.

¿Por qué Krugman y no Greenspan?

Ricardo Becerra
La Crónica de Hoy. 20/10/2005

Si existe un libro útil que nos hace comprender el crack universal desplegado ante nuestras narices ese es El retorno a la economía de la depresión, y no La era de las turbulencias. El primero fue escrito hace diez años por el premio Nobel recién galardonado, Paul Krugman; el segundo, vio el mercado este mismo año de la pluma de Alan Greenspan.

A pesar de la posición privilegiada que durante 18 años y medio gozó el ex jefe de la Reserva Federal (acceso a casi toda información económica, asesores de alta competencia, roce y relación con los actores centrales del drama financiero internacional) y a pesar de la contigüidad temporal de su libro y la crisis (el desplome hipotecario ya había cobrado sus primeras víctimas, seis meses antes de la publicación), la verdad es que el poder explicativo de lo que sucede habita en las páginas escritas por Krugman. Y no es que Greenspan sea un tonto, en absoluto, lo que ocurre es que sus mofletudas anteojeras intelectuales no le permiten reconocer esas zonas de la realidad que no se dejan domesticar por su doctrina.

En La era de las turbulencias abundan frases como estas: “Lo que está pasando es que millones de agentes de todo el mundo buscan comprar activos infravalorados y vender aquellos que parecen sobrepreciados”; “…lejos de la caracterización de especulación que hacen de él los críticos populistas, son factor de primer orden para el crecimiento de la productividad…”; “…la incesante búsqueda de ventajas entre los agentes financieros reequilibra en todo momento la oferta y la demanda a un ritmo demasiado rápido para la comprensión humana”; “el poder para supervisar las transacciones se está evaporando”; “el fracaso del mercado es una rara excepción”; “la vigilancia del sector público ya no está a la altura de la tarea” y en loa final de la ingeniería financiera, Greenspan sentencia: “los derivados y otros productos complejos —como las subprimes, apunto yo— pueden distribuir el riesgo a lo largo y ancho de los productos financieros, la geografía y el tiempo” (pp. 10, 472 y 554).

Este sistema de creencias asaltó la razón económica desde hace casi tres décadas y durante 18 años de esos años, Greenspan se instituyó como el máximo oráculo del absolutismo liberal. Ahora que el crack precipita casi todo (ahorros, bancos, crédito, empresas, precios del petróleo, crecimiento, ingresos, empleos, etcétera), y que todo el mundo reclama intervenciones gubernamentales multimillonarias, que se ingenian nuevas regulaciones planetarias, nacionalizaciones y hasta redadas policiales en Wall Street, sus ditirambos suenan extravagantes cuando no francamente estúpidos.

Y es que Greenspan fue el icono administrativo de un pensamiento económico que se volvió dominante, no por su capacidad de interpretación o por sus demostraciones empíricas, sino por una extraña mezcla de circunstancias históricas —incluida la implosión de la Unión Soviética— que parecían expulsar la acción del Estado en la economía. Pero lo que debía ser una crítica puntual, la extracción puntual de las lecciones históricas, se convirtió en una escuela fanática, sin matices (conocida como monetarismo) y que apenas y puede esconder los grandes intereses que defiende.

Y mientras Greenspan, con sus decisiones en la FED fabricaba una burbuja tras otra (la puntocom, la inmobiliaria), Krugman insistía por todos los medios a su alcance, en regresar a las evidencias, los hechos y las fórmulas demostradas por la ciencia económica que nunca recomiendan visiones ni medidas extremas, sino evaluación concreta, buen juicio y pragmatismo.

Desde su primer libro de divulgación La era de las expectativas limitadas y Vendiendo la Prosperidad, Krugman ha explicado que el muchas veces sepultado pensamiento keynesiano sigue teniendo razón en un montón de cosas fundamentales, por ejemplo, los límites fatales de la política monetaria, la forma como los gobiernos deben gestionar el ciclo económico echando mano de varios instrumentos al mismo tiempo y cómo deben actuar en casos de pánico y de crack.

Pero el trabajo de Krugman es mucho más que una vivificación de Keynes: es la rigurosa construcción de una teoría de la globalización y del comercio internacional opuesta a las versiones que cómodamente, se sientan y exclaman “el Estado ya es un impotente”. Todos los textos de Krugman están llenos de recomendaciones prácticas y de dilemas presentísimos: la actuación de los bancos centrales en las crisis cambiarias (lectura obligada para Banxico en estos días); la política industrial factible en economías abiertas; la coordinación de políticas entre estados que conforman un solo mercado; la naturaleza de la expansión financiera y cómo domarla, etcétera. O sea: Krugman no es el experto de voz délfica cuyo papel es “mandar señales” a los mercados, sino el economista práctico que sabe hacer el diagnóstico de una situación concreta y puede, caso por caso, hacer recomendaciones distintas: privatizar o nacionalizar, devaluar o establecer controles, regular o liberalizar, sin miedos atávicos ni remordimientos ideológicos. Krugman: el mejor ejemplo del economista pragmático en nuestro tiempo.

Paul Volcker culpa a Fed por crisis

Publicado por CNN – Expansión
16/01/2008

El ex presidente del Banco Central dijo que Bernanke está en una situación difícil;
culpó a la institución de permitir que los mercados de activos se inflen con burbujas.

WASHINGTON (Reuters) — El ex presidente de la Reserva Federal estadounidense Paul Volcker cree que el banco central es el culpable de permitir que los mercados de activos se inflen con burbujas y sostiene que el actual jefe de la Fed, Ben Bernanke, está en una posición difícil. «Creo que Bernanke está en una situación muy difícil», dijo Volcker a la revista New York Times para un artículo que se publicará el domingo. El Times presentó por anticipado las declaraciones a los medios.

«Ha habido muchas burbujas por demasiado tiempo (…) La Fed no tiene realmente la situación bajo control», dijo Volcker al Times, en una clara crítica a Bernanke y a su predecesor, Alan Greenspan. Volcker presidió la Fed entre 1979 y 1987, año en que entregó las riendas del banco central a Greenspan.

Un mercado inmobiliario en decadencia luego de años de desenfrenadas alzas de precios generó una crisis global del crédito y podría llevar a la economía a una recesión. Los críticos culpan a las políticas de tasas de interés demasiado bajas al final del mandato de Greenspan, cuando las tasas de interés bajaron hasta un 1% y se mantuvieron en dicha cifra por un período prolongado, por fomentar la burbuja inmobiliaria. Bernanke heredó el problema, en cierto grado, pese a que también se desempeño como gobernador de la Fed entre el 2002 y el 2005.

Greenspan ha sido largamente criticado por recortar las tasas de interés demasiado agresivamente cuando el crecimiento era amenazado, y subirlas más lentamente cuando éste se recuperaba y los riesgos se trasladaban a la inflación. A Volcker, conocido por su altura como «Paul el alto», se le atribuye el controlar una desenfrenada inflación en la década de 1970 al ajustar agresivamente la política monetaria, medida por la cual ha sido ampliamente criticado. «No es divertido subir las tasas de interés», sostuvo.