Fuente: La Crónica
Ricardo Becerra
Lo que en Estados Unidos se vive como una crisis crediticia, en México se resiente como una crisis cambiaria. Allá, el crédito se estranguló; aquí la moneda se devaluó. Estos síntomas se están propagando velozmente por toda la realidad económica de ambos países (y en muchos más), pero no es casual que la primera gran consecuencia del crack encadene de manera tan férrea dos variables bien distintas: el crédito norteamericano y el peso mexicano. Pero esta es una historia vieja, una historia que data de hace medio siglo, ocurrida por primera vez en un país tan extraño como ¡Canadá! Y es que los canadienses tienen el pequeño inconveniente de compartir una enorme frontera con Estados Unidos y ya para los años 50 del siglo pasado, también tenían una enorme interdependencia económica con sus vecinos del sur.
El dólar canadiense y el estadunidense fluían sin cortapisas de un lado al otro y mientras su comercio no cesaba de crecer. En aquellos años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los flujos financieros estaban muy regulados y controlados y la indiscriminada apertura de fronteras al flujo de dinero era una especie muy rara: sólo ocurría entre los países gigantes de Norteamérica. Para que esta relación fuese fructífera, los canadienses necesitaban de una moneda estable y predecible con la cual facilitar el comercio, los viajes, las inversiones. Pero también querían otra cosa: una política monetaria que pudiese ayudar a reducir el desempleo (por ejemplo otorgando crédito barato a las empresas) y cuando fuese necesario, contener la inflación.
¿Qué fue lo que descubrieron entonces esos canadienses? Que ambos objetivos resultaban ya incompatibles, que la gran, libre, circulación de capitales gestada entre ambos países los obligaba a optar: o moneda estable o política monetaria propia. En el despiadado mundo de la globalización, no se pueden ambas cosas. Veamos por qué. Si los Estados Unidos querían atraer dinero para sus instituciones de crédito subían la tasa de interés. Esto obligaba a los canadienses a incrementar la tasa propia si querían retener los capitales; pero entonces no tendrían más remedio que encarecer el crédito interno, con los efectos nocivos (que los mexicanos conocemos bien) para la producción y la inversión nacional. Padecían antes que nadie, la extraña enfermedad conocida ahora como la “Imposibilidad de Mundell”, o sea: todo país que quiera libertad de capitales debe elegir entre dos deseos macroeconómicos: independencia monetaria o tipo de cambio estable.
Y no hay forma de escaparse. La cosa fue teorizada y estilizada en una fórmula matemática por un joven llamado Robert Mundell, en 1965 (treinta y cuatro años después, recibiría el Nobel, justo por ese texto “El sistema monetario internacional: conflicto y reforma”). Pero lo que hace medio siglo era un fenómeno curioso que brotaba del roce entre dos economías desarrolladas, se volvió el pan de cada día en la década de los noventa. Entonces, el mundo tuvo que rendirse ante Mundell y reconocer que este es el límite central de la globalización, tal y como la conocemos. No es nada casual que México haya sido el siguiente país en experimentar una conmoción debida a la paradoja de Mundell: en 1994-95 una estampida de capitales terminaron hundiendo al peso, precisamente porque nos habíamos integrado alegremente al libérrimo sistema financiero global. Europa había experimentado una calamitosa semejante en 1992 y por eso la emprendió de la mano de Mundell, precisamente hacia la construcción del euro.
El destino de la imposibilidad alcanzó después a Tailandia, Rusia, Brasil, Turquía y Argentina. Todo lo cuál nos tiene metidos en una extraña etapa histórico-económica repleta de crisis bancarias y monetarias (o viceversa) desde finales del siglo XX y hasta la fecha. En los momentos en que el capital se desplaza masivamente (por ejemplo, ahora mismo) los gobiernos que quieran mantener sus monedas estables, fijas ó ancladas a otra más fuerte, deben pagar el precio bajo la forma de tasas de interés altísimas, menos inversión productiva, recesión y más desempleo. Todo esto encaja con las aportaciones de Paul Krugman, el Premio Nobel de Economía 2008 de nueve años después. Pues la labor del economista de Yale ha sido la de explicar los patrones del comercio internacional en aquel mundo inestable y conflictivo que describió Mundell.
Un mundo en el que los demás factores de producción (aparte del dinero) se mueven con más libertad que nunca de una frontera a otra (trabajo, insumos, tecnología), pero también un mundo determinado por las economías de escala, o sea, el planeta puro y duro de la producción en masa, la única que disminuirá (al largo plazo) el costo de los productos. La idea esencial es bastante evidente, así que puede decirse de un modo menos enredado: en el universo económico krugmaniano es muy posible que un puro hecho de tabaco dominicano se consiga más barato en una empresa forjadora de Holanda o que la ensambladora de computadoras más económica resida en la India; todo es cuestión de escala, tecnología y localización estratégica (un modelo para la innovación, transferencia tecnológica y distribución mundial del ingreso, su artículo señero de 1979).
Lo que he querido decir con todo esto, es que Krugman y Mundell son los economistas vivos que han comprendido mejor que nadie los dilemas del nuevo comercio internacional, de las nuevas interconexiones financieras, monetarias, productivas y tecnológicas, para ponernos en el umbral de una verdadera teoría de la globalización. Si queremos liberarnos de los efectos del crack, necesitamos de esa teoría; nos está haciendo mucha falta.