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El debate público

La democracia como problema

José Woldenberg

Reforma

08/01/2015

A lo largo de varias décadas pensamos a la democracia como una solución. Era la receta para desmontar una pirámide autoritaria construida durante la post revolución, dar vida al equilibrio entre los poderes constitucionales, hacer realidad el federalismo diseñado en la Constitución, permitiría además el ejercicio de las libertades, la convivencia y competencia de la pluralidad política, la alternancia en los diferentes niveles de gobierno, los pesos y contrapesos en el entramado estatal.

Las expectativas incluso fueron más allá, como si la democracia fuera una varita mágica y no un régimen de gobierno. Con democracia desaparecerían la corrupción, los abusos, las violaciones a los derechos humanos. La invasión de la pluralidad política al mundo de la representación solamente tendría efectos virtuosos: al convertirse unos en los vigilantes de los otros, los actos arbitrarios, ilegales, despóticos, deberían seguir una tendencia a la baja.

Incluso, en el extremo, no faltaron los que pensaron que la democracia lo podía todo. A partir de ella se desataría el crecimiento económico, se atenderían las oceánicas desigualdades que modelan al país, el Estado de derecho sería la casa que daría abrigo a todos (y no solo a unos cuantos), y súmenle ustedes. La democracia era una especie de edén terrenal en el que se ejercerían las libertades, el conjunto de la sociedad participaría en la toma de decisiones y paulatinamente el país sería una comunidad de iguales, no solo en el ejercicio de los derechos políticos sino también en los económicos y sociales.

Esa sobreventa de expectativas tuvo (quizá) dos fuentes fundamentales: las derivadas de la contienda política (las fuerzas opositoras al PRI sintieron la necesidad de subrayar las bondades del proyecto democratizador de cara al autoritarismo imperante) y las de cierta academia y cierto periodismo proclives a reducir los graves y profundos problemas del país a una variable fundamental (en este caso, la falta de libertades, el verticalismo estatal, el monopartidismo fáctico).

Hoy resulta claro que la democracia, en efecto, resuelve algunos problemas: el de la convivencia/competencia entre diversas corrientes políticas e ideológicas, el del relevo gubernamental sin tener que acudir al expediente de la violencia, el de la expansión de las libertades y el ejercicio de derechos políticos, entre otros. Pero también resulta inescapable que la democracia, por su propia complejidad, por ser un régimen en el que coexisten y compiten una diversidad de opciones políticas, tiende a hacer más compleja la gestión de gobierno, la relación entre los poderes constitucionales y entre éstos y los grupos de interés. Y que la ampliación de las libertades genera en buena hora la expresión de muy diferentes agendas no siempre concurrentes -más bien enfrentadas- que sobrecargan la lista de los reclamos que no siempre pueden ser atendidos con prontitud y eficiencia. Se trata de un régimen de gobierno que al ampliar las libertades, construir pesos y contrapesos estatales y sociales, al intentar que sea el «imperio de la ley» el que regule las relaciones entre las personas y entre éstas y las agencias públicas, hace difícil no solo su funcionamiento sino tortuosa la ruta a través de la cual se toman y ejecutan las decisiones.

Por ello, aquellos que pensamos que no existe un régimen superior de gobierno al democrático estamos obligados a reconsiderar en público a la democracia no solo como solución sino como problema… para asentarla, reforzarla, fortalecerla. Resulta imprescindible socializar su cara virtuosa pero no debemos cerrar los ojos ante el cúmulo de dificultades que la misma porta de manera natural.

Si a ello le sumamos que la democracia -como cualquier otra fórmula de gobierno- no se reproduce en el vacío, entonces debemos agregar a la reflexión todas aquellas realidades que influyen en su marcha y el aprecio (o desprecio) hacia sus instituciones. Así, el débil e inestable crecimiento económico, la petrificada y ancestral desigualdad, la precaria cohesión social, el déficit monumental en términos del Estado de derecho, la disímil y polarizada ciudadanía, la espiral abrumadora de violencia, no solo impactan la percepción -la imagen- sobre nuestra incipiente democracia, sino la calidad de nuestras relaciones políticas y sociales.

Es el momento de pensar a la democracia como problema y también los problemas que debe enfrentar la democracia, si deseamos su consolidación y no su paulatina e inclemente erosión.