Pedro Salazar
El Financiero
16/05/2018
Seamos francos: el discurso de los derechos humanos ha sufrido un fuerte desgaste en su dimensión simbólica y en el terreno práctico. Para algunos se trata de un discurso débil que sirve para reivindicar causas egoístas con un talante individualista. Para otros, los derechos son una suerte de artimaña discursiva con la que sus promotores buscan evadir sus responsabilidades cívicas. Para unos más –que no por ser los más distraídos son los menos numerosos–, los derechos humanos son el escudo de los malhechores para salirse con la suya. Por último, están aquellos que desprecian a los derechos y buscan desfondar su agenda porque –dada su posición de poder– les estorban e incomodan.
El caso es que a los promotores de la agenda “derechohumanera” nos cuesta cada vez más entrarle al tema sin provocar muecas, enfados o bostezos. La cuestión es grave porque no existe en el lenguaje político y jurídico un concepto más acabado para reivindicar y exigir el respeto a nuestra autonomía personal. Es decir, no existe otro instrumental teórico y normativo para plantarle cara a los poderosos –que pueden ser autoridades o particulares– cuando intentan restringir nuestra libertad para expresar lo que pensamos; cuando buscan impedir que nos apropiemos del espacio público; cuando pretenden imponernos una forma de vida que no corresponde a lo que nosotros deseamos. Ante esas circunstancias –que suceden de mil maneras todos los días y afligen sobre todo a los más débiles– sólo nos queda blandir la bandera de los derechos humanos. Por eso es preocupante su devaluación en el debate público y en las tertulias de sobremesa.
Ya en otra ocasión he dicho en este espacio algo que me parece crucial. El sentido profundo de la agenda de los derechos abreva del realismo y del desencanto. Son los abusos y las violencias las contracaras de la agenda de los derechos humanos. Para rescatar su valor político, jurídico y social debemos de colocar la lupa en esa dimensión. Los derechos han sido y son, ante todo, gestas individuales y colectivas en contra de la injusticia y la opresión. Cuando se erosiona su fuerza discursiva se erosiona también su capacidad protectora y transformadora. Con ello los ganadores siempre serán quienes detenten posiciones de fuerza y de poder. La razón es simple: es a ellos a los que les beneficia mantener el status quo en el que rigen sus reglas y sus fueros.
Estas reflexiones vienen a cuento no sólo porque considero imprescindible rescatar a la agenda de los derechos de la espiral deficitaria en la que se encuentra atrapada, sino porque 2018 es un año de importantes aniversarios en el tema. En estos días se cumplen 70 años de la aprobación de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, que fue el primer instrumento internacional de derechos humanos. Ese documento fue el cimiento sobre el que se edificó el Sistema Interamericano de los Derechos Humanos, que cuenta entre sus piezas con otras dos instituciones que también celebran su aniversario –en este caso número cuarenta– este mismo año: la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
El primer documento recogió en su texto el encuentro de tres tradiciones de pensamiento que echaron raíces propias en América Latina: el liberalismo, el socialismo y el republicanismo. De las dos primeras emanaron los derechos civiles, de libertad y de igualdad social plasmados en el texto. Del pensamiento republicano, en cambio, emergió el capítulo segundo dedicado a los deberes de las personas. Su sentido quedó encapsulado en el preámbulo de la Declaración: “El cumplimiento del deber de cada uno es exigencia del derecho de todos. Derechos y deberes se integran correlativamente en toda actividad social y política del hombre. Si los derechos exaltan la libertad individual, los deberes expresan la dignidad de esa libertad”. Hay quien piensa que acá hay una palanca para salvar a los derechos de sí mismos.
¿Será?