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El debate público

La encuesta y el reto

José Woldenberg

Reforma

23/07/2015

La siempre importante Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares -ahora de 2014-, elaborada por el INEGI, vuelve a ilustrarnos sobre las características fundamentales del «piso» de nuestra convivencia social. Porque no solamente nos enteramos del monto, procedencia y distribución de los ingresos y egresos de los hogares, divididos por deciles, sino que aparecen con fuerza y nitidez los múltiples Méxicos que conforman a nuestra nación y los cambios que se han producido en los últimos años. Y no creo exagerar si digo que el rasgo fundamental de ese mosaico de realidades es la de su profunda desigualad. Una desigualdad que irradia sus derivaciones a todas las esferas de la vida y que cierra el paso a cualquier esfuerzo por tratar de construir un «nosotros» auténticamente inclusivo, abarcante, idealmente universal. Nuestro sentido de pertenencia a una «comunidad nacional» es débil, gaseoso, epidérmico, porque la presunta comunidad, simple y sencillamente, no lo es. Empecemos por lo más grueso y evidente.

El 10 por ciento de los hogares más ricos, en promedio, tiene un ingreso de 46 mil 928 pesos mensuales. Mientras el 10 por ciento de los hogares más pobres recibe, en promedio, 2 mil 572 pesos. Una desigualdad oceánica. Y ello a pesar de que el decil más pobre fue el único que vio incrementar sus ingresos de 2012 a 2014 en 2.1 por ciento, mientras el más rico observó que su ingreso se deterioraba en 2.0. La diferencia sigue siendo de más de 18 veces y por supuesto construye vidas, visiones y aspiraciones, prácticas y retóricas, igualmente divergentes.

El decil noveno, es decir, el que da cuenta de los hogares más ricos, solo superados por el 10 por ciento ya señalado, tuvo un ingreso mensual promedio de 20 mil 721 pesos. Menos de la mitad de lo que percibe en promedio el 10 por ciento de los hogares más ricos. Una diferencia para nada menor entre el 20 por ciento más acaudalado. Y si nos pusiéramos a especular -o mejor aún a documentar- sobre las diferencias entre los integrantes del decil más próspero, sin duda resultarían abismales. Es más que probable que en ese decil -el de los más pudientes- las diferencias entre los de arriba y los de abajo resultaran todavía más exageradas.

Una de las muchas posibles síntesis del Informe del INEGI podría ser que el 30 por ciento de los hogares más ricos concentra el 62.5 por ciento de los ingresos corrientes totales, mientras que el otro 70 por ciento apenas obtiene el 37.5. Dicho así, por supuesto, resulta benévolo, por lo apuntado con anterioridad, es decir, por las oceánicas diferencias incluso entre «los de arriba».

Los que se encuentran en la mitad de la tabla, los deciles 5 y 6, obtienen en promedio al mes 8 mil 300 y 9 mil 951 pesos. Y recordemos que se trata de hogares no de personas, ya que en no pocos casos son dos o más los aportantes.

La desigualdad crónica apenas si se mueve. Las oscilaciones en dos años resultan marginales. El propio Informe nos dice que el coeficiente de Gini sufrió un cambio microscópico: de 0.440 a 0.438.

Nuestra ancestral desigualdad es más dura que una roca.

Ahora bien, en los dos años que se comparan: 2014 contra 2012, el ingreso corriente total disminuyó en un 3.5 por ciento. Todos los deciles perdieron, salvo el de los más pobres, como ya apuntábamos. Pero los que más vieron decrecer sus ingresos fueron los deciles del 5 al 9: 3.6, 4.2, 5.7, 6.1 y 5.6 por ciento, respectivamente. En suma, malas noticias para todos.

Ahora bien, ¿cómo se distribuye el gasto? Si bien los más pobres gastan el 50.7 por ciento de su ingreso en «alimentos, bebidas y tabaco», los más ricos solo destinan a esas áreas el 22.5 de su ingreso. (Por ello el IVA aplicado a los alimentos resulta tan sensible). En sentido inverso, mientras el 10 por ciento de los hogares más ricos gastan en educación y esparcimiento el 20.6 por ciento de sus entradas, el 10 por ciento más pobre solo destina a esas actividades el 5.6 por ciento.

Solo he mencionado algunos temas que aparecen en las primeras páginas de la ENIGH. Y la marcha de las cifras vuelve a colocarnos ante una disyuntiva que por desgracia se ha evadido una y otra vez a lo largo no de los años, sino de las décadas. ¿Existe la voluntad -lo que quiere decir políticas, instrumentos, acuerdos- para edificar un país medianamente integrado -lo que supone un combate real a las desigualdades-, o creemos que la inercia de las «cosas» resolverá el problema o peor aún, pensamos que ni siquiera es un problema?