Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
26/03/2015
No ha sido fácil la construcción de una izquierda electoral en México. Durante las décadas del proteccionismo al monopolio del PRI, la legislación se usó para evitar el registro de partidos que no fueran dóciles al control del régimen y, sobre todo, para evitar el ingreso del Partido Comunista al restringido sistema de partidos que aparecían en las boletas, reservado para aquellas organizaciones que habían obtenido la venia de la coalición de poder hegemónica. El espacio reservado para la izquierda en el sistema electoral proteccionista de la época clásica del PRI lo ocupó el Partido Popular creado por Vicente Lombardo Toledano en 1948 y que, convertido en Partido Popular Socialista, se hizo cada vez más dócil hasta quedar reducido a una comparsa del PRI que, con un discurso pro—soviético y una disciplina interna estalinista, se dedicó a justificar la deriva a la derecha del régimen y a apoyar a uno tras otro de sus candidatos presidenciales desde 1958 hasta 1982.
Marginado de las boletas electorales desde 1948, cuando se le quitó el registro que había obtenido gracias a un artículo transitorio de la ley electoral de 1946 que le permitió eludir los ingentes requisitos de militancia y asambleas exigidos para ingresar al sistema de partidos no competitivo, el Partido Comunista, sin embargo, persistió en el intento de construir una corriente electoral propia y no dejó de presentar candidatos a las presidenciales: en 1952 apoyó la candidatura de Vicente Lombardo Toledano, registrada por su propio Partido Popular y sostenida también por otra pequeña formación de izquierda, el Partido Obrero Campesino de México; en 1958 postuló a un viejo socialista de los tiempos de la Revolución Mexicana, el abogado Miguel Mendoza López; en 1964 el candidato fue el líder agrario Ramón Danzós Palomino; sólo en 1970 los comunistas llamaron a la “abstención activa”, como protesta por la represión del movimiento estudiantil de 1968, mientras que en 1976 —cuando el candidato del PRI fue el único en las boletas, debido a la crisis interna del PAN que lo dejó sin representante— el PCM postuó sin registro a Valentín Campa, dirigente del movimiento ferrocarrilero de 1958—60, preso político durante once años, cuya liberación fue bandera de los jóvenes del 68.
Los votos de los candidatos sin registro no se contaban; las campañas de los comunistas eran testimoniales, pero eran un reconocimiento de la importancia de lograr construir una corriente electoral incluso cuando declarativamente se despreciaba a la “democracia burguesa”. La insistencia de los comunistas rindió frutos en 1976, pues aunque oficialmente no se supo cuánto apoyo había conseguido Campa con su campaña precaria, hostilizada y sin recursos, las encuestas realizadas por el gobierno —únicas existentes entonces— calcularon en un millón los votos claramente disidentes, según reconoció Jesús Reyes Heroles ante los propios dirigentes comunistas, cuando los llamó a negociar su incorporación al proceso de reforma política que impulsó apenas se hizo cargo de la Secretaría de Gobernación del gobierno de José López Portillo.
El PCM logró abrirse paso como fuerza electoral en la elección intermedia de 1979, cuando alcanzó cerca del 5 por ciento de la votación después de conseguir su registro “condicionado” gracias a la apertura del sistema de partidos que la reforma de Reyes Heroles propició. El Partido Popular Socialista, tradicional comparsa del régimen, apenas si sobrevivió con las nuevas reglas y la nueva competencia, pero también se abrió paso el Partido Socialista de los Trabajadores, organización a la que el régimen veía con simpatía y a la que auspició desde los tiempos de Echeverría para sustituir al anquilosado PPS y para no dejar solos a los comunistas en el proceso de apertura.
Las nuevas reglas de registro de partidos y los relativamente buenos resultados del PCM fueron incentivos para que otras organizaciones de izquierda buscaran participar en los comicios. En 1982 los trostkistas del Partido Revolucionario de los Trabajadores ingresaron a la competencia por los votos de la izquierda y en 1985 lo hizo el hasta entonces abstencionista Partido Mexicano de los Trabajadores de Heberto Castillo. Por su parte, los comunistas entendieron muy bien hacia donde soplaban los vientos democráticos y en 1981 disolvieron su organización histórica, con su carga de herencia estalinista, para fusionarse con otros grupos. De ahí surgió el Partido Socialista Unificado de México, amalgama de grupos que iban desde la socialdemocracia hasta la ortodoxia pro soviética. El PSUM mantuvo un discreto apoyo electoral que rondaba el tres por ciento de los votos, mientras que en total los grupos que se reivindicaban de izquierda o socialistas tuvieron, en las elecciones intermedias de 1985 alrededor del nueve por ciento de la votación efectiva, repartida entre el propio PSUM, el PMT, el PRT, el PST y el decrépito PPS. Cinco partidos en pugna por un flaco mercado de votos, en un escenario donde la hegemonía del PRI apenas se atemperaba con una exigua pluralidad que, en el flanco derecho sumaba alrededor del 20 por ciento entre los votos del PAN y de los sinarquistas del Partido Demócrata Mexicano.
La hegemonía del PRI, que incluso después de la apertura iniciada en 1977 concentraba cerca del 70 por ciento de la votación, con un sistema de reglas abusivo que no sólo obstaculizaba el crecimiento de sus adversarios, sino que dejaba en manos del gobierno la posibilidad de modificar los resultados cuando éstos le resultaban adversos, se rompió con la escisión de la que surgió la candidatura de Cuauhtémoc y, a su alrededor, el Frente Democrático Nacional. Fue la escisión del PRI la que propició la formación de un polo electoral de izquierda relevante. Después de la elección de 1988 y del movimiento de impugnación de sus cuestionables resultados, la creación del Partido de la Revolución Democrática significó un avance cualitativo en la capacidad electoral de la izquierda.
El PRD nació como un partido- frente, como una coalición de corrientes que, sin embargo, no logró desarrollar una institucionalidad democrática interna para procesar sin conflictos sus diferencias u sus luchas por el reparto de posiciones electorales y de control partidista. Al principio, el arbitraje de los conflictos quedó en manos de Cuauhtémoc Cárdenas, incuestionable líder que, sin embargo, impidió el crecimiento de nuevos cuadros y asfixió la deliberación. Después fue López Obrador el que ejerció como factótum. Sin posibilidad de desarrollar una agenda atractiva que le permitiera crecer entre el electorado más ciudadano y ocupar el centro, el partido ha sido desde el origen extremadamente dependiente de su capacidad para servir como opción de salida a los disidentes priístas con clientelas suficientes como para ganara elecciones.
Con todas sus limitaciones, el PRD evitó que la democratización en México deviniera bi partidista y frustró las aspiraciones panistas de consolidarse como única oposición con capacidad de ganar elecciones presidenciales. En dos ocasiones ha sido el candidato del PRD el contrincante a vencer en las presidenciales y el mapa electoral del país ha estado dividido en tres tercios. Sin embargo, eso está a punto de cambiar.
La escisión de López Obrador y la creación de Morena, junto con la incapacidad de la dirección actual del PRD para abrirse a las nuevas identidades de izquierda que surgen entre los jóvenes y entre los ciudadanos refractarios a la política de clientelas, además de la operación de acoso y derribo orquestada por el PRI y el PAN contra el principal partido de la izquierda está a punto de provocar un cambio mayor en el escenario partidista mexicano. Por una parte, si ocurre lo que las encuestas anuncian, la división electoral de la izquierda llevará a un resultado muy cercano al bipartidismo, con el PRI y el PAN reuniendo entre ambos el 60 por ciento de los votos, mientra la izquierda fragmentada se repartiría en pequeñas fracciones parlamentarias. Por la otra, el sistema mayoritario, donde el ganador se lleva todo, que impera en la elección de cargos ejecutivos, permitirá que el PAN y el PRI se hagan con las delegaciones de la ciudad de México, aunque con menos votos de los que tendría la izquierda de haber mantenido su unidad.
En las elecciones de este año veremos el fin de la izquierda que surgió durante la transición democrática. A ver si la división no le abre paso a la consolidación del bipartidismo PRI-PAN.