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El debate público

La izquierda sin rumbo

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

21/01/2016

La izquierda mexicana se ha desdibujado. Sin un partido capaz de articular un proyecto intelectual y programático coherente, las ideas y las causas sociales que deberían ser representadas en la arena política por una formación de este signo se expresan de manera suelta, sin crear la sinergia necesaria para convertirse en una alternativa de poder nacional.

El Partido de la Revolución Democrática (PRD) se ha quedado como una maquinaria electoral enmohecida, extremadamente dependiente de unas clientelas cada vez más costosas de mantener y poco eficaces para ganar ahí donde el voto más ciudadano –el de las capas medias medias menos dependientes de las redes de patronazgo y protección, que reclaman derechos, seguridad y servicios de calidad– es el que define los comicios.

Desprestigiado por sus propios errores, pero también por las campañas de sus adversarios desde los poderes fácticos, como las dos empresas de televisión y los grandes periódicos, el partido que logró aglutinar por primera vez en la historia mexicana una corriente electoral exitosa, que recuperaba la tradición de la militancia de lo que en otros tiempos se llamaban fuerzas progresistas, se ha sumido en una profunda crisis y se ha alejado del electorado más educado que en otros tiempos le dio su apoyo.

El PRD se ha reducido a una red de operadores con control clientelista, que requiere de una cantidad ingente de recursos para funcionar, pero que produce magros resultados electorales ahí donde no es capaz de servir de opción de salida para las disidencias del PRI. De ahí que se aferre la actual dirección perredista a hacer grandes coaliciones con el partido de la derecha para tratar de salvar los papeles y obtener algún triunfo electoral que les mantenga como una fuerza capaz de gobernar, aunque las más de las veces los gobernadores salidos de sus filas apenas se diferencien de las maneras tradicionales de hacer las cosas de la época clásica del PRI, con su concepción de lo público como un botín del cual apropiarse, ya sea para beneficio personal, ya sea para lubricar las redes de clientelas en las que basan su apoyo político.

¿En qué se diferencian hoy los gobiernos surgidos del PRD de los gobernadores priistas o panistas? Fuera de algún gesto cosmético, prácticamente en nada. En otros tiempos, al menos en la ciudad de México los gobiernos de izquierda plantearon políticas distintivas –la pensión universal a los adultos mayores en tiempos de López Obrador, o la ampliación de derechos civiles a las minorías o la protección a los derechos reproductivos de las mujeres en tiempos de Ebrard– que los convirtieron en polos de poder alternativo. Hoy, fuera de la desdibujada defensa de la mejora al salario mínimo de Mancera o las declaraciones a favor de la regulación de la mariguana de Graco Ramírez, sin efectos directos sobre sus actos de gobierno, nada distingue a los gobernadores perredistas de sus pares de otros orígenes partidistas. Por el contrario, ante la carencia de un proyecto propio, los gobernadores perredistas actúan como leales aliados de Peña Nieto.

Así, sin un liderazgo emergente capaz de cohesionar a sus tribus en torno a una opción viable, con arrastre electoral suficiente para mantener la relevancia del partido en 2018, el PRD da tumbos y la cuesta definir una estrategia de consenso para enfrentar las elecciones locales de este año. Tuvieron que buscar a alguien de afuera del partido para resolver sus pugnas por el control del aparato, arbitrar las diferencias y tratar de lavarle la cara a una dirigencia desprestigiada y anquilosada. No se ve tampoco que de entre sus filas pueda surgir una candidatura presidencial con el tirón suficiente para salvar el escollo del 2018 sin hundirse.

El futuro del PRD se antoja sombrío. Una candidatura surgida de sus filas sin la suficiente capacidad de cohesión y sin arrastre electoral suficiente los llevaría a la debacle. O repiten la fórmula usada para resolver la pugna por la dirección partidista y buscan un salvador externo capaz de generar energías utópicas en sus militantes y sus electores o quedan a la zaga de López Obrador, a quien no le interesa salvarlos y siente que le beneficia diferenciarse con claridad de su antiguo partido.

Mientras el PRD cruje en todas sus junturas, Morena no tiene otro horizonte que la repetición del jalón electoral de su caudillo, único elemento de cohesión en una organización apenas institucionalizada, extremadamente dependiente en su operación, en su vago programa y en su estrategia de la voluntad unipersonal de Andrés Manuel. Tampoco ahí tiene la izquierda un polo caracterizado por la innovación programática y la deliberación de ideas contrastadas. Se trata, más bien, de una cofradía de leales, con algunas excepciones notables. A pesar de que Morena logró atraer en la pasada elección el voto de clase media que el PRD perdió en la ciudad de México, el efecto no se repitió en prácticamente ninguna otra entidad. En las recientes elecciones extraordinarias de Colima ni siquiera pintó.

Una tercera fuerza disputa los votos de la izquierda a lo largo del país. El llamado Movimiento Ciudadano, el partido construido por Dante Delgado, que ha sido capaz de adaptarse bien a las cambiantes condiciones de la competencia, con base en una buena estrategia electoral, que le ha llevado a buscar candidatos con arrastre y sin el desprestigio de la política más tradicional. Sin embargo, el MC carece igualmente de una agenda sólida y no ha logrado sacudirse del todo su imagen de partido personal de un cacique.

Para mayor complicación, por ahí ya se barajan los nombres de distintas personalidades con pretensiones de convertirse en candidatos independientes y enarbolar las agendas de las organizaciones civiles que tradicionalmente han formado parte del contingente de votos de la izquierda. Una o más candidaturas independientes que se se diputen el mismo espacio político muy difícilmente podrían traducirse en opciones reales de poder.

Por lo visto, a la izquierda mexicana le espera una larga travesía del desierto, antes de reconstituirse como una fuerza coherente, capaz de captar el suficiente apoyo para ganar la presidencia y con un proyecto viable para gobernar.