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El debate público

La judicialización de lo científico

El tema, entre muchos otros –que se suceden o superponen a una velocidad pasmosa–, ha dado mucho de qué hablar en estos días. La senadora Rivera presentó su iniciativa de Ley de Humanidades, Ciencias y Tecnologías y con ello detonó un debate en muchas mesas. El extenso texto de la propuesta legislativa y su no menos extensa exposición de motivos encendieron alarmas en amplios sectores de la comunidad académica.

Ante ello, ha habido distintas reacciones por parte del gobierno y sus seguidores. Un poco de todo: desde descalificaciones hasta promesas de apertura al diálogo y a la construcción conjunta. La respuesta más alentadora se publicó el día de ayer y promete que el Conacyt, con el Foro Consultivo Científico y Tecnológico, “convocarán a foros para explorar propuestas en torno a políticas públicas de ciencia y tecnología”. En buena lid –supongo– el texto final de la ley deberá ser eco de los resultados de esos ejercicios deliberativos.

Después de todo, la iniciativa –todavía– es sólo eso: una propuesta legislativa que debe ser objeto de análisis, discusión y ajustes. Incluso podría ser sustituida en su totalidad. Así que las legítimas inquietudes que ha generado en la comunidad científica aún pueden encontrar un cause constructivo. Esto no sólo sería deseable sino imprescindible para que la nueva ley sea un instrumento que potencie las materias que regula y no un dolor de cabeza para el gobierno y para sus destinatarios.

Por mi parte, en este artículo ofrezco algunos argumentos de corte jurídico que llaman a la preocupación y que deberían ser subsanados. No exploro las consideraciones estratégicas o de concepción ideológica o política que podrían estar detrás de las propuestas; tampoco indago la pertinencia práctica de algunas de ellas; simplemente expreso algunas consecuencias legales inconvenientes que podrían conllevar.

Un aspecto que ha sido muy cuestionado de la propuesta implicaría la concentración de las decisiones fundamentales en esta materia en una instancia de talante netamente gubernamental. Aunque se dice que el Conacyt será un “organismo descentralizado del Estado mexicano, no sectorizado…” (art. 8); también se propone que la Junta de Gobierno de ese ente público esté integrada por el presidente de la República (o, en su ausencia, el “director general”) y once representantes de “dependencias de la Administración Pública Federal” (art. 16). Es cierto que podrían asistir a las sesiones de ese órgano directivo algunos académicos, investigadores, representes de los sectores social y privado, lo que importa es que las decisiones recaerían en los funcionarios del gobierno. Los otros son convidados de piedra: asisten con voz, pero sin voto.

El quid del asunto es que esa Junta de Gobierno, entre otras muchas atribuciones, tendrá a su cargo “la estrategia integral de tutela de los principios de previsión, prevención y precaución para el quehacer científico y tecnológico” (art. 20), o la decisión “sobre la creación, transformación, disolución o extinción de Centros Públicos de Investigación” (art. 9, en el que se otorga esa facultad al Conacyt). Después se contempla –sin precisar de quién es la facultad atribuida al “Estado mexicano”– la posibilidad de suspender “programas, proyectos y actividades de investigación (…) que puedan generar riesgos”, o la “suspensión del régimen de patentes… con el fin de atender eficazmente contingencias medioambientales” (art. 21). En otros artículos aparecen conceptos como seguridad, salud, ética u otra “causa de interés público” que pudieran entrar en tensión con la “libertad de investigación” y que, por tanto, merecerían ser reguladas (art. 6).

En fin, voy a la médula de mi perplejidad. Con este diseño legal, en los hechos y por derecho, el Conacyt y su Junta de Gobierno serían autoridades gubernamentales que ejercerían actos de autoridad. Dentro de éstos se encontraría la poderosa potestad de crear o desaparecer; autorizar o cancelar; autorizar o reprobar centros, programas, proyectos o investigaciones. Para decidir al respecto el instrumental serían una serie de conceptos vagos y/o ambiguos como seguridad, riesgos, interés público, precaución, etc. O sea que todo sería posible y sálvese quien pueda.

Ante ello, quienes se dedican a los quehaceres académicos podrían acudir a la justicia. Tendríamos veterinarios, astrónomos, médicos, biólogos, sociólogos, economistas, antropólogos, etc., buscando el amparo de los jueces.

Bonito escenario para contar con una política de Estado en la materia.