Ricardo Becerra
La Crónica
22/09/2019
El año 2017 no fue el más cruel del siglo XXI. No fue el de mayor calamidad, ni el de peor desastre. Ese horrible honor sigue reservado para la secuela de los huracanes, en Guerrero y Tabasco durante este siglo, aunque, los terremotos en Oaxaca y Chiapas (2017) todavía esperan su contabilidad y un futuro imprevisible.
Como quiera que sea, los sismos de hace dos años están lejos de haber sido valorados, ni en el daño que causaron ni por las lecciones que nos dejan luego de su estela destructiva y de la negligencia tan manifiesta que exhibieron antes de que ocurrieran y después de sucedida la catástrofe.
Curiosamente, lo que mejor hacemos los mexicanos (lo mismo gobierno que sociedad) es atender la emergencia, pero prevenir y reconstruir son verbos que nos siguen siendo, en lo fundamental, desconocidos.
Aquí ofrezco un balance (que preparaba el proyecto de Resiliencia telúrica e hídrica auspiciado por el CIDE, súbitamente cancelado, en uno de los arranques administrativos del Conacyt). Veamos.
Los sismos de septiembre de 2017 tomaron a nuestro país mal preparado. Con una histórica insuficiente inversión en prevención y mejora de las infraestructuras. Con una reducción presupuestal en materia de atención a desastres y con una red de alerta incompleta y desarticulada, dispersa en diferentes instituciones que aún no se comunican.
México sigue practicando unos protocolos de protección civil extremadamente débiles y flacos. Los entrena una vez al año, si acaso, y con niveles de rigor y de información exiguos. En las ciudades la indicación es: “No empujo. No corro. No grito” y nada más. Sin mayores responsabilidades, obligaciones e indicaciones para el gobierno, las empresas y los ciudadanos. Todo esto garantiza el desorden y la improvisación durante el siguiente desastre.
Seguimos sin poder cuantificar damnificados ni daños. No hay gobierno local o federal que pueda asumir la tarea de realizar censos que ordenen prioridades de atención, por la sencilla razón de que no existen las instituciones para levantar esa información con profesionalismo, objetividad, imparcialidad y criterios no clientelares, apartidistas. Me temo que ésta debe ser una nueva tarea para el INEGI: una unidad especial que sepa barrer el territorio y ofrecer las cifras ciertas y la estela de dolor que deja una catástrofe. En ausencia de censos serios, así construidos, lo que nos queda es la atención sesgada, discrecional, motivada por presión política y el correlativo olvido y descuido de la gente más necesitada que por eso mismo, no cuenta con mecanismos de presión. El círculo vicioso que los condena en la pobreza, se cierra.
La comunicación de los desastres es un factor crucial. Oaxaca, con un daño inmenso, recibió sin embargo una cobertura informativa mucho menor a la de la Ciudad de México. La visibilidad de la catástrofe es un asunto crítico para impulsar, sostener y vigilar los procesos de emergencia y de reconstrucción. El grado de democratización —libertad de prensa y movilización de la sociedad civil incluidos— se revela como un rasgo decisivo para la acción y reacción del Estado.
El pecado capital de la reconstrucción es pues, la información. La difusión de los riesgos sobre los que estamos parados. La comunicación de lo que ocurre en el cataclismo. La recopilación de la magnitud del daño. Las prioridades ordenadas con base en un censo de verdad. Y las acciones que le correspondan. La mala información… otra catástrofe.