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El debate público

La nueva grandeza y la gran tristeza

Rolando Cordera Campos

La Jornada

03/05/2015

 

Como ocurre en todo el mundo, aquí la crisis global se mantiene como realidad inmediata y horizonte cercano, encarnada en el desempleo masivo, las fuertes tendencias hacia el estancamiento económico secular y una irritación social siempre en las goteras de la violencia colectiva. Para nosotros, la crisis se volvió sin más la extensión del estancamiento estabilizador que ha caracterizado nuestra evolución en los últimos 30 años. Nada nuevo bajo el Sol caliente y colorado que quema cada día más.

Por razones varias, la nuestra no es una economía con alto desempleo abierto, aunque éste aumentó durante la gran recesión y se mantiene hoy en niveles muy superiores a los experimentados antes. Con el campo en imparable proceso de vaciamiento, sólo quedan como válvulas de escape la informalidad en las urbes o la emigración. Por lo demás, sin seguro de desempleo ni ahorros suficientes para la mayoría trabajadora y sus familias, pocos pueden darse el lujo de no estar ocupados y remunerados por mucho tiempo.

Así ocurre con el sencillo jornalero rural o el obrero de la construcción que se movió del campo deslumbrado por la luces de la ciudad, pero también con el profesional que imaginó que el empleo adquirido era para siempre y se despertó un día con la inclemente realidad del recorte presupuestal, el cierre de sucursales o la retirada de la multinacional hacia otras latitudes. La globalización, se dirá, que viene por oleadas con caídas de los petroprecios, paro en la economía estadunidense, desaceleración del Gran Dragón… o la llegada de los ovnis que sobrevuelan el Cofre de Perote.

De haber indemnización, se sabe que durará poco y el autoempleo, el tránsito al mundo de los emprendedores o la obtención de alguna beca serán escenarios azarosos, de corta duración y casi siempre marcados por la penuria emanada de los mercados famélicos, el crédito caro y la avidez usuraria. Así, el panorama se despliega bajo la dictadura férrea del mal empleo, llamado sub­empleo, empleo mal pagado, informalidad o, de plano, abandono de la población económicamente activa por agotamiento o decepción.

En un contexto como este, debidamente documentado por la OIT y el Inegi y analizado con acuciosidad recientemente por Norma Samaniego (La participación del trabajo en el ingreso nacional: el regreso a un tema olvidado, Economía UNAM # 33), no se puede esperar cooperación laboral para proyectos de elevación sostenida de la productividad y transformación productiva. Lo más que puede esperarse es pasividad y resignación obrera, que los funcionarios y sus expertos en optimismo confunden con paz y armonía laborales.

Tampoco puede tenerse mucha esperanza en que los raquíticos sindicatos auténticos eleven la mira y reclamen una revisión a fondo de los términos del reparto del producto social que el cambio estructural y las crisis que lo antecedieron le impusieron a la sociedad desde finales del siglo XX. Viven a la defensiva, cuando no bajo la cautela dolorosa que les impone el drama contiguo de la informalidad mayúscula o el despido de sus prójimos.

Este malestar en las relaciones sociales fundamentales asuela al planeta, pero nuestra experiencia destaca por lo agudo del desequilibrio. Como lo consigna Norma Samaniego: “A nivel internacional, la proporción de las remuneraciones al trabajo asalariado en el valor agregado –sin considerar los ingresos mixtos– era en México en 2012 la más baja entre 31 países incluidos en la base de datos de la OCDE, que incluía a algunos países no miembros. Era casi 10 puntos porcentuales inferior a las de Chile o Grecia y cerca de 18 puntos más baja que la de China”.

En estas condiciones, no sólo críticas sino extremas, los grandes empresarios, los señoritos del PAN y el nuevo gobierno priísta, decidieron que algo faltaba en este cerrojo infame e impusieron una reforma laboral contraria del todo al espíritu constitucional y las enseñanzas de la historia. Lo que tenemos hoy, entonces, es una hostilidad creciente contra el trabajo no calificado y el calificado y el más cruel teatro de abuso y desorden en las relaciones industriales que cualquier Dickens improvisado pudo haber imaginado. Así en Tijuana o en Juárez, en Naucalpan o el nuevo corredor del automóvil en el Bajío, de donde emanan las nuevas grandes ilusiones del momento.

Esta tierra baldía, a la vez que poblada de despampanantes instalaciones industriales para cuyos directivos la cuestión social y urbana no existe y que los gobernantes prefieren ignorar olímpicamente, es el matraz de un descontento que trasmina las fronteras de la planta o la oficina y se vuelca a la plaza pública, la escuela o la calle. Se da todavía a ritmo glaciar, pero de vez en vez se nos presenta como manifestación anómica, criminal, violenta, como ocurre en Jalisco, Guerrero, Michoacán y se adueña sin compasión de Tamaulipas.

Una nueva grandeza mexicana se empeña en prometer el presidente Peña Nieto entusiasmado por el éxito automotriz o la consumación de alguna obra pública de envergadura. No la habrá, ni como ensueño, erigida sobre una competitividad basada en salarios misérrimos y la docilidad proletaria impuesta por el abandono sindical y la incuria oficial en materia de tutela del trabajo.

Tómese nota para este primero de mayo: en 2010, 19.7 millones de trabajadores subordinados ganaban hasta tres salarios mínimos, mientras que 9.5 millones obtenían más de tres salarios mínimos. En 2014, son 21.7 millones de mexicanos los que perciben hasta tres mínimos, en tanto que sólo 8.1 millones obtienen más de eso. Ítem más: “en los últimos cuatro años, el número de trabajadores que ganan más de cinco salarios mínimos se redujo 11.8 por ciento para llegar a 2.4 millones de personas, apenas 7.3 por ciento de los asalariados subordinados del país… Por el contrario, el número de trabajadores que ganan hasta tres salarios mínimos (6 mil 309 pesos al mes) aumentó 10.2 por ciento entre 2010 y 2014… el 64.1 por ciento del total” ( El Universal, 01/5/15, B1).

Por ahí, a pesar de los indudables saltos industriales celebrados en estos días, no se va sino a otro espejismo, con más gente adulta que nunca y más pobres que ayer o antier.

Más que rumbo a una nueva grandeza, habrá que asumir que nos deslizamos hacia otra gran tristeza. De la que sólo saldremos si inventamos un curso diferente. Que parta de la realidad enojosa que no admite regodeos.

La rosa de los vientos perdió el rumbo.