La historia del Estado mexicano tiene mucho de comprobación empírica de la teoría de Mancur Olson sobre el origen del poder político, donde equipara a los primeros gobernantes con bandidos que se establecen en un territorio para robar permanentemente a la población a cambio de brindarles protección frente a los bandidos errabundos de los alrededores. En México el Estado, desde sus orígenes, ha sido concebido como un botín del cual apropiarse y la estabilidad o inestabilidad de los arreglos políticos ha dependido de los mecanismos de reparto de los recursos extraídos ya sea por impuestos o por las rentas de algún recurso natural, sobre todo el petróleo durante los últimos cien años.
La estructura misma del Estado mexicano, de su burocracia, y el tipo de personal político que ha medrado a su alrededor, han dependido de la concepción del gobierno como botín a controlar y repartir. Los orígenes de esta concepción de lo público como susceptible de privatización, que sin duda forman parte de la herencia memética de los mexicanos, pueden rastrearse hasta el pasado virreinal, como lo hace Octavio Paz. Sin embargo, la persistencia del patrimonialismo y de la rapiña política no pueden ser vistas sólo como una pesada carga hereditaria a la que los mexicanos estamos condenados por un sino inevitable que nos marcará hasta el fin de los tiempos. Otros países con trayectorias institucionales parecidas han logrado atemperar los rasgos más ominosos de su pasado y han construido arreglos estatales en los que la corrupción y la apropiación privada de los bienes públicos han sido acotadas razonablemente.
En México, en cambio, en lugar de avanzar hacia un Estado de derecho que administre los bienes públicos de acuerdo a reglas claras que determinen su distribución de acuerdo a criterios transparentes y racionales, parece que estamos cada vez más extraviados en el laberinto de la corrupción. La racionalidad colectiva se ha construido en torno a las prácticas de que permiten la utilización de las funciones y los medios del Estado en provecho económico o de influencia de los políticos y de los burócratas. Para hacer negocios, lo mismo que para conseguir una tarjeta de circulación, resolver una infracción de tráfico o lograr que le recojan a uno la basura (como en la genial sátira publicada por Guillermo Sheridan esta semana) se debe contar, como parte habitual de los costos de transacción, con la comisión, el moche, la mordida o la “propina” necesarios para lubricar los engranajes de la maquinaria estatal. Por supuesto, si lo que se busca es un contrato que implique distribución del botín para hacer obra pública o dar servicios al Estado mismo, la tajada a privatizar por aquellos que tienen capacidad de decisión se vuelve ingente.
Todo esto lo sabemos de sobra y desde siempre los mexicanos. El diagnóstico no requiere de demasiado seso. Las consecuencias de este arreglo también son conocidas: políticos y funcionarios enriquecidos en proporciones sultánicas, clientelas y corporaciones que medran del reparto a cambio de lealtad y connivencia política, bienes y servicios de ínfima calidad que revientan como la línea 12 del metro de la ciudad de México, inversores ahuyentados mientras lo que llegan lo hacen para depredar. Desde luego, los que salen perjudicados son los que cuentan con menos recursos para pagar por las protecciones y beneficios de la política.
Las soluciones, en cambio, son mucho menos evidentes. En los tiempos de la llamada transición, la esperanza se puso en que la competencia electoral creara incentivos para frenar el reparto del botín. Lamentablemente, como ilustra Luis Carlos Ugalde en un artículo publicado en Nexos este mes, la competencia política no redujo la rapiña, sino que aumentó la demanda de recursos públicos a privatizar. Ahora el reparto ya no tiene un mecanismo centralizado, como el los tiempos clásicos del presidencialismo priista, sino múltiples actores con capacidad de decisión sobre los dineros y los presupuestos.
¿Qué hacer, entonces, para salir del laberinto? El tema se ha puesto en el centro de la discusión pública por los escandalosos casos de las casas del presidente y su valido encargado de la hacienda pública, frente a los cuales quedó demostrado que pluralidad de partidos en el Congreso no significa contrapeso cuando todos son cómplices en lucha por el reparto del botín.
Desde la academia y la sociedad civil se ha abierto paso un proyecto de sistema nacional anticorrupción que implicaría la construcción de un nuevo entramado de reglas y organizaciones para combatir las prácticas corruptas y para acabar con la impunidad de los casos conspicuos. El proyecto, impulsado fundamentalmente por la Red para la Rendición de Cuentas y asumido en distinto grado y con diferentes matices por los legisladores del PAN y el PRD, aspira a satisfacer las tres premisas aceptadas internacionalmente para el combate eficaz a la corrupción, según las cuales es necesario ir más allá de lo punitivo y atender las causas de la corrupción, debe existir inteligencia institucional contra la corrupción y se debe contar con un entramado institucional de pesos y contrapesos para evitar la corrupción. Esta tripleta se traduce, de acuerdo al proyecto que se discute actualmente, en el desarrollo de un conjunto de instancias de vigilancia, control y sanción, dos de ellas ya existentes: la Secretaría de la Función Pública (SFP), a la que se le insuflaría nueva vida, y la Auditoría Superior de la Federación (ASF), y otras dos nuevas: una Fiscalía anticorrupción y un Tribunal Federal de Cuentas. La virtud del proyecto es que las distintas instancias del sistema se contrapesarían mutuamente en la media en la que la SFP pertenece al ejecutivo, la fiscalía correspondería a la nueva Fiscalía General de la República, ahora con autonomía, la ASF depende del legislativo y el Tribunal sería también autónomo; el Poder Judicial Federal intervendría cuando la Fiscalía le presentara casos de delitos penales relativos.
El proyecto, que notablemente no ha sido bien considerado por el PRI, significaría un paso más en el desarrollo normativo contra la corrupción que se ha dado en México desde hace tres décadas. Sin embargo, no basta con tener buenas reglas para enfrentar el fenómeno; hace falta, sobre todo, que éstas se cumplan. La ventaja de la propuesta de la Red para la Rendición de Cuentas es que apuesta a un sistema de pesos y contrapesos. Con todo, no basta con un buen diseño, pues el principal obstáculo a vencer es que éste se eche a andar adecuadamente y funcione.
La pregunta que queda en el aire es si este sistema nacional, pensado para lidiar con la gran corrupción, tendría algún impacto sobre la corrupción cotidiana, la que opera como mecanismo racional de solución de problemas en un entorno institucional de trámites abigarrados y confusos entre los que sólo se puede navegar con mordidas. Esa corrupción, que es incorrecto calificar de pequeña porque es muy extendida, no sería detectable por el gran sistema. Ahí lo que se requiere es una reforma de la administración para simplificar trámites, eliminar obstáculos burocráticos y reducir los incentivos racionales para su existencia. Claro que mientras la obtención de los cargos públicos, desde el burócrata de ventanilla hasta el director general, sea parte del sistema de botín, poco o nada se va a lograr en ese terreno.