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El debate público

La resistencia

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

23/01/2017

Sophie Cruz fue la oradora más conmovedora y convincente en la enorme manifestación del sábado en Washington. Tiene seis años, sus padres son de Oaxaca y se hizo famosa cuando, en 2015, eludió las vallas policiacas para darle una carta al papa Francisco durante una visita en la capital estadunidense.

“Estamos juntos aquí haciendo una cadena de amor para proteger a nuestras familias… Vamos a pelear con amor, con fe y valor, para que nuestras familias no sean destruidas”, dijo en inglés y luego en español delante de centenares de miles.

“También quiero decirles a los niños que no tengan miedo porque no están solos. Hay mucha gente que nos acompaña”, exhortó Sophie, quien tiene nacionalidad estadunidense y cuyos padres serían expulsados si se cumplen las amenazas de Donald Trump.

Medio millón de personas desbordaron la enorme explanada frente al Monumento a Washington, mientras en todo Estados Unidos y en docenas de ciudades en el mundo había manifestaciones similares. La marcha de las mujeres, como se le llamó, aunque no hubo discriminación de género ni de ninguna otra índole, ha sido una de las protestas ciudadanas más importantes en la historia de Estados Unidos. Con exigencias e ironía, con cantos y convicciones, millones de personas rechazaron el fundamentalismo supremacista y la intolerancia del nuevo presidente del país más poderoso del mundo.

El centro de la capital estadunidense todavía estaba repleto de manifestantes cuando cerca de allí, en el cuartel de la CIA en Virginia, Donald Trump ofreció una conferencia de prensa. Allí trató de minimizar las protestas, pretendió que a su toma de posesión el día anterior asistió más gente y polemizó con los medios de comunicación que publicaron fotografías en donde se aprecia la concurrencia en ambas concentraciones. Trump acusó a los periodistas de estar “entre los seres humanos más deshonestos de la tierra” y su jefe de prensa amenazó con “llamarlos a cuentas”. The New York Times demostró ayer que a la marcha de las mujeres asistió el triple de personas que a la toma de posesión de Trump.

El hecho de ser un mentiroso contumaz no es el mayor de los defectos del nuevo presidente, pero dificulta la evaluación de su comportamiento político. Los medios más serios en Estados Unidos se preguntan si deben publicar y poner en contexto, para desmentirlas, sus reiteradas falacias, o si su principal tarea es profundizar en el examen de sus decisiones más relevantes. Reproducir y explicar cada mensaje en Twitter del furibundo Trump se convertirá en tarea farragosa, aunque ninguna de esas frases puede tomarse a la ligera. El autor o instigador de esos tuits, que develan una personalidad veleidosa y resentida, tiene acceso a las claves que pueden detonar una guerra nuclear. El diario The Guardian, en un duro editorial, subrayó ayer domingo: “Trump no tiene una sola idea original en la cabeza. Él sólo parece capaz de hablar en slogans, de la misma manera que sólo escribe consignas del tamaño de un tuit”.

Donald Trump ha reafirmado el nacionalismo excluyente que definirá sus decisiones. Cuando insiste “primero América”, anticipa que elevará barreras físicas y comerciales, dificultará la adquisición de mercancías en otros países y promoverá el aislamiento.

Ese ultranacionalismo es populista y demagógico. Tal posición soslaya que el intercambio comercial, los flujos financieros, los viajes y las migraciones, la creciente interculturalidad y, antes que nada, las telecomunicaciones digitales han conformado la globalidad contemporánea. Se trata de un proceso vigoroso e irreversible. Por muchas barreras que se les impongan, las empresas seguirán exportando y comprando de un país a otro, la inversión financiera se desplazará a través de cauces informáticos, la gente querrá trasladarse en busca de trabajo o experiencias, las culturas nacionales seguirán fundiéndose en una amalgama planetaria y la conversación global perdurará en internet.

El ultranacionalismo de Trump está condenado a fracasar, pero el intento para imponérselo al mundo podrá ocasionar estropicios históricos. Migrantes, mercancías y muro son los tres frentes iniciales de la ofensiva que hemos temido desde hace dos meses y medio. México será destinatario inicial de esas decisiones, pero también las padecerán otros países.

Ese repliegue respecto del mundo implicará, según los primeros anuncios del nuevo presidente, la renuncia a compromisos militares en otras regiones. El belicismo estadunidense no cejará —al contrario—, pero podría conducir al abandono de la OTAN, la alianza atlántica que ha articulado el frente de los países occidentales, especialmente europeos, para equilibrar el antiguo expansionismo ruso. Ese guerrerismo se puede recrudecer debido al talante de buscapleitos del nuevo presidente si entra en confrontación con otros alienados como los que gobiernan Corea del Norte.

El nacionalismo populista de Trump, que por su carácter agresivo y totalitario podría considerarse como fascismo, puede empeorar si ese personaje considera que, además del respaldo de casi 63 millones de estadunidenses que votaron por él, ganó la presidencia como resultado de un designio divino.

La sola mención de esa conducta parece un desvarío. Pero todo parece indicar que Trump quiere convencer a sus conciudadanos de que tiene una misión no solamente histórica, sino, además, sagrada. En su discurso inaugural, el viernes 20 de enero, hizo alusión a Dios en cinco ocasiones. Barack Obama, al tomar posesión ocho años antes, hizo tres menciones a Dios, aunque su discurso fue 67% más extenso. Al día siguiente, cuando mentía al ufanarse de haber llenado la explanada frente al Capitolio, Trump dijo con desparpajo: “Dios decidió que no iba a dejar que lloviera sobre mi discurso… Cuando terminé, comenzó a llover a cántaros”.

Si alusiones como ésa no son únicamente figuras retóricas, a los riesgos que ya implica el nacionalismo radical de Trump tendríamos que añadir una suerte de enajenación religiosa. Ya sea que las crea o no, sus invocaciones de esa índole pueden exacerbar la confrontación con aquellos a quienes quiere apartar, particularmente después de la cruzada que anunció contra el “terrorismo radical islámico”, al que prometió “erradicaremos completamente de la faz de la Tierra”.

Trump es un peligro para México, pero también es un peligro para el mundo. Por eso son tan alentadoras las expresiones contra el nuevo presidente que proliferaron el reciente fin de semana, especialmente las marchas de mujeres en Washington y otras ciudades de la Unión Americana.

Con resultados variados, Estados Unidos ha sido el motor, así como el beneficiario más importante, de la globalización intensificada en los últimos 25 años. Por eso los sectores más cosmopolitas de esa sociedad se consideran tan agraviados con el nacionalismo conservador del nuevo presidente.

El segmento más tradicional de la sociedad estadunidense, que ha quedado marginado de la modernidad global y sus réditos económicos y culturales, llevó a Trump a la Casa Blanca. Otro amplio bloque, por cierto mayoritario, votó por Hillary Clinton. Donald Trump preside un país dividido, pero en vez de gobernar para todos, a cada momento agudiza las discrepancias. Sus antagonistas, que no son pocos, despliegan un movimiento ciudadano que al menos en las manifestaciones de los días recientes ha tenido gran vitalidad.

A la intensa energía de las valientes mujeres que promovieron y encabezaron las marchas recientes, se añade la preocupación que Trump suscita en los sectores más escolarizados y urbanos de la sociedad estadunidense. Actores, escritores, científicos, cineastas, profesores y periodistas, entre muchos otros, han generado un creativo movimiento. Ese frente ciudadano podría acotar los desvaríos del nuevo presidente. Para ello necesita cumplir con tres requisitos.

En primer lugar hace falta que los estadunidenses anti-Trump no se distancien de sus compatriotas que simpatizaron con el ahora presidente, pero que pueden coincidir en la impugnación a su fundamentalismo. Además, será preciso que el activismo de los días recientes no decaiga ni se desaliente. Y en tercer lugar, es indispensable que ese movimiento tenga exigencias precisas.

Las marchas del fin de semana expresaron la indignación con el racismo y, sobre todo, ante la grosera misoginia de Trump. Esos motivos de disgusto social tienen que traducirse en demandas específicas, por ejemplo, la defensa del sistema de salud pública o el rechazo a la expulsión de trabajadores mexicanos. Sin banderas precisas, el movimiento contra Trump propiciará una amplia catarsis y nada más.

México tendría que respaldar esos esfuerzos, en vez de esperar la benevolencia del nuevo presidente. El gobierno, pero antes que nada la sociedad mexicana, debería acercarse a la sociedad estadunidense que rechaza a Trump porque contradice la tradición liberal que ha animado el progreso en ese país. La transparente certeza de la pequeña Sophie Cruz, que terminó su alocución gritando en español “¡Sí se puede, sí se puede!”, tiene que ser nuestra convicción. La resistencia allá tiene que estar acompañada por la resistencia de México y el mundo ante el delirio nacionalista que se ha establecido en la Casa Blanca.