Ricardo Becerra
La Crónica
16/02/2020
Todo parece indicar que el año que corre seguirá expresando aquello que comenzó en 2019 —espectacular y dramáticamente— bajo la forma de protestas urbanas supermasivas, dueñas de un enorme potencial destructivo. Santiago de Chile, Bogotá, Lima, París, Barcelona, Beirut o Hong Kong nos ponen el ejemplo, y entonces ¿estos fenómenos llegarán a México, más precisamente, a la Ciudad de México?
En todas esas ciudades la protesta tiene los siguientes ingredientes: es protagonizada por jóvenes; es capaz de convocar a muy diversos, muy distintos grupos sociales; en lo fundamental es espontánea o sea, detonada por acontecimientos aislados, pero con trasfondos sociales y políticos muy profundos; han sido movilizaciones récords o las más grandes en mucho tiempo y dada la mezcla de sus motivaciones y contingentes, sus demandas son imprecisas, suelen expandirse o multiplicarse sin concierto y sin liderazgos reconocibles, y en ellas, las nuevas versiones del feminismo están siempre presentes como elemento actuante, audaz, de gran centralidad social, psicológica y comunicativa.
Lo que es más, junto con la presencia y el uso extendido de las nuevas tecnologías y de las redes sociales, el gran cambio tectónico en los roles de género, se presenta como la gran constante de las movilizaciones y las protestas en el mundo.
Y hay buenas razones para que así sea. Recientemente, Inmujeres publicó el resultado de un laborioso trabajo realizado el año pasado (una encuesta masiva en todos los estados de la República), acerca de las preocupaciones y desasosiegos de las mujeres mexicanas hoy. Las grandes constantes son: su independencia económica (la autonomía personal), la calidad del cuidado para sus niños y sobre todo, la ansiedad que les provoca de no poder vivir en paz y sin violencia. Lo que quiere decir: las mujeres mexicanas tienen miedo y lo están expresando de muchas formas.
La Ciudad de México es el primer territorio en el que esa zozobra se manifiesta con frecuencia, intensidad y rigor pero no será el único porque el malestar es nacional, como lo muestran de modo siniestro las estadísticas en Nuevo León, Estado de México y Veracruz. Y no obstante esas evidencias, todo parece indicar que nuestros gobiernos —por muy transformadores que se digan— no están bien preparados para encarar esta demanda que es mucho más que una petición clientelar: un auténtico reacomodo social de las mujeres, un ajuste de poder entre los géneros, los límites urgentes al abuso de los hombres y el destierro del machismo inveterado.
El viernes pasado fue uno de esos días conspicuos que pueden definir la trayectoria de este conflicto. El Presidente de la República, en su diario pedestal, no pudo disimular su hastío frente al reclamo por los infames feminicidios diarios, y acto seguido, la Ciudad de México vivió una jornada completa de movilización y protesta, que continuó hasta ayer, sin respuestas consistentes ni puentes de comunicación entre el movimiento y las autoridades.
México está demasiado cerca de América Latina como para encogerse en hombros e imaginar que esta situación no va a convertirse en una movilización supermasiva como las que presenciamos en el sur, el año pasado.
Vamos a necesitar mucha estrategia, mucha conversación y mucha imaginación política (tan escasas últimamente en el gobierno de López Obrador) para que no se edifique ese muro de antagonismo entre sociedad y gobierno (como alguna vez se cosechó tras la masacre de los normalistas de Ayotzinapa). Porque ese tipo de situaciones inflamables sabemos como empiezan, pero nunca, cómo han de terminar.