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El debate público

Leyes generales y (anti) federalismo

María Marván Laborde

Excélsior

07/05/2015

A grandes males, grandes remedios, reza la conseja popular. A problemas nacionales, institutos nacionales, leyes generales y grandes medidas centralizadoras. El federalismo fue una genial invención de Estados Unidos que, formado por 13 colonias independientes entre sí, encontraron en esta forma de organización la manera de fortalecerse. Ya como país dejaron un gran margen de autonomía a las colonias convertidas en estados.

Como es bien sabido, el proceso en México fue inverso: el federalismo creó los estados; las dificultades iniciales de gobernabilidad propiciaron establecer fronteras donde no necesariamente había una organización previa.

El Atlas de historia de México, publicado por el Colegio de Historia de la Escuela Nacional Preparatoria, (1990) modesta obra publicada en papel revolución, pero de gran valor, nos ofrece un mapa por cada división política ensayada en el siglo XIX. Con sólo ver estas láminas salta a la vista que las caprichosas líneas limítrofes entre los estados fueron dibujándose bajo el dictado de un calculado debilitamiento de su fuerza política y económica.

Un buen ejemplo es la transformación de lo que hoy conocemos como Jalisco. Durante el Imperio de Iturbide (1822), Guadalajara, que no Jalisco, cuyo nombre aparece hasta la Constitución de 1824, colindaba con Sonora y con Valladolid, después Michoacán. Es decir, Sinaloa, Nayarit y Colima eran parte integral de Guadalajara. Entre 1824 y 1855 apareció Sinaloa, después Colima, que primero fue territorio, y por último Nayarit.

En el proceso también se dividió a la población de los wixárikas o huicholes. La extraña “manita” que quedó al norte del estado sólo se entiende a partir de la decisión de repartir a la comunidad indígena entre los estados de Nayarit, Jalisco y Zacatecas. Divide y vencerás.

Durante la era de la hegemonía del PRI, el control del poder se hizo directamente desde la Presidencia de la República, a través de los nombramientos políticos. Los gobernadores de los estados fueron impuestos como garantía de gobernabilidad. Si la incapacidad de alguno era inocultable o su deslealtad un atrevimiento, el Presidente tenía siempre la posibilidad de removerlo.

El proceso de transición a la democracia impide nombrar gobernadores con la libertad de antaño; la legitimidad electoral, conquistada a través de las reformas electorales, otorgó a los gobernadores grandes márgenes de libertad y, desafortunadamente, amplio espacio para la irresponsabilidad. Escasa recaudación de impuestos, endeudamiento descontrolado y nula rendición de cuentas han propiciado el regreso a la tendencia centralizadora.

Las leyes generales en materia electoral y en materia de transparencia y acceso a la información son buenos ejemplos del cambio de sentido en el perpetuo movimiento pendular entre los procesos de centralización y descentralización que, históricamente, han mecido a las instituciones gubernamentales a lo largo de nuestra corta historia bicentenaria. El Congreso de la Unión y los tres partidos que firmaron el Pacto por México han sido los actores instrumentales de la reconcentración del poder.

Esta semana se publicó la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información. Lejos de ser ésta una ley que distribuye competencias detalla hasta el grado de la minucia las obligaciones que habrán de cumplir, por igual, desde el más pequeño de los municipios del país hasta la más grande de las Secretarías de Estado pasando por el Poder Legislativo (federal y los locales) así como Tribunales y juzgados y órganos constitucionales autónomos.

Sin fundamento constitucional, la ley general convierte al Instituto Federal de Acceso a la Información en el Instituto Nacional y lo convierte en coordinador del Sistema Nacional de Transparencia, no sólo con facultad de emitir recomendaciones, también podrá hacer lineamientos.

En la ya clásica costumbre mexicana de normar hasta los malos pensamientos, de quien pudiera desacatar la ley, se redactó un artículo nuevo para acometer cada dificultad del pasado. La ley sustituye a la política pública y aspira a modificar la conducta de la burocracia. Ahora falta su dificultosa implementación.