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Libertad, denigración, calumnia y campaña electoral

Fuente: La Cronica

Como se sabe, la reforma electoral del año pasado colocó un párrafo fatídico en la Constitución. El apartado C del artículo 41 dice: “En la propaganda política o electoral que difundan los partidos deberán abstenerse de expresiones que denigren a las instituciones y a los propios partidos, o que calumnien a las personas”. Y el Código Electoral reitera la idea incluyendo un insólito dispositivo de emergencia (art. 233) “El Consejo General estará facultado para ordenar… la suspensión inmediata de los mensajes en radio o televisión contrarios a esta norma, así como el retiro de cualquier otra propaganda”. Más adelante (artículos 367 al 371), se dibuja un procedimiento para que el IFE desahogue urgentemente denuncias relacionadas con la calumnia y denigración.

Y todo esto, lo veremos en operación, por primera vez, en el proceso comicial federal que acaba de comenzar. Lo más notable (y quizás, lo más irónico) es que esta regla fue construida por unanimidad de los partidos políticos, o sea, por los mismos que nos ofrecieron un festival de diatribas y denuestos en la campaña del 2006 (el consejero Arturo Sánchez, del IFE, calcula que de los millones de spots propalados entonces por partidos, entre el 24% y el 15% fueron ideados expresamente para vilipendiar al adversario). Y aunque el repertorio de insultos está aún lejos de las proporciones que alcanza en los Estados Unidos (75%-60%), el ejemplo federal fue rápida y ferozmente remedado en las campañas locales de nuestro país. Allí están las consecuencias.

No obstante su inteligencia mefítica, las estrategias y los teóricos de las campañas negras exhiben algo de ingenuidad: que una vez que se conoce el resultado electoral, los partidos y candidatos —vencedores o derrotados— (y bañados por el estiércol de la propaganda) se sentarán a tomar el té y volverán a la vida política “normal”. No es así. Puesto que las palabras pesan, los insultos dejan heridas o incluso destruyen personalidades y ponen en movimiento una dialéctica de desquite que no se queda en el círculo elitista de los políticos profesionales. Más abajo, en las bases de militantes, entre los líderes menos rutilantes, entre opinadores y votantes, el odio se larva y permanece. La cosa se vuelve todavía más insidiosa en nuestro caso, pues el poder y la representación nacional están distribuidos entre tres (al menos) y el acuerdo no solo es una buena práctica de políticos democráticos, sino una urgencia vital para poder gobernar.

La apuesta por ganar mediante la campaña negativa se vuelve contra sus demiurgos, ennegreciendo su gestión y complicando todos los días a su gobierno. En esas estamos y por eso —entre otras buenas razones— no es tan impertinente la nueva disposición de la Constitución. El gran problema, (que ahora tiene en sus manos la autoridad electoral, por orden constitucional) es ubicar con buen juicio, la mojonera de la difamación y de la diseminación del odio. Soy de los que piensan que la libertad de expresión y la crítica mordaz son el oxígeno de la democracia y de las campañas electorales. Sigo creyendo que los argumentos del adversario deben estrujarse, que los dichos y programas de los candidatos deben ser revisados con fruición para encontrar todas sus necedades y que las ideas deben poder vapulearse hasta que queden bien claras las bobadas o las ofertas desvergonzadas.

Todo eso con los argumentos, los dichos, las ideas… pero con las personas, no. Es ahí donde se haya uno de los (pocos) límites admisibles a la libertad de expresión: hay que debatir todo lo duro que se pueda, distinguiendo siempre entre el proyecto y la persona. “No es al tonto, sino a las tonterías” y hay que “… destruir una idea sin rozar la piel de su autor”, como reclamaba Bernard Shaw. El otro límite es casi administrativo pero igual de importante. Tal y como lo explica Owen Fiss (La ironía de la libertad de expresión) y como lo expuso claramente Raúl Trejo en un coloquio reciente, la autoridad solo debe actuar a petición de parte y sobre todo, en los casos más extremos, de falsedad flagrante. El IFE no es la prefectura del buen comportamiento, ni una autoridad que actúa conmovida por la “sensibilidad del ofendido” (Fiss), sino por la abultada falta de verdad en la propaganda. Lo que nos lleva al último límite: la verdad exigida en el debate público.

El biólogo R. Dawkins, discutiendo las mentiras que justificaron la guerra de Irak, proponía un mandamiento irrecusable para el debate político: “No intentarás convencer a nadie de nada para lo que no dispongas de comprobación objetiva”. Se puede acusar a un candidato de corrupto, sí; de narco, sí; de pederasta, sí… a condición de presentar las pruebas. En el debate político racional, no basta con la intención de decir lo que uno “cree”. Hay que asegurarse que es verdad, hay que disponer de evidencia demostrable. Y si uno no dispone de ella, entonces debe abstenerse de propalar en spots o en declaraciones lo que no es sino mera suposición. Creo que este es el tipo de criterios que merece el IFE y que podría civilizar de modo duradero, a la obscena y adolescente, democracia mexicana.

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