Ricardo Becerra
La Crónica
26/04/2015
Nuestra pobreza no es coyuntural; nuestra desigualdad no es pasajera: la desprotección y vulnerabilidad de la mayoría de los mexicanos es, en realidad, una consecuencia lógica, el tipo de sociedad resultante de decisiones políticas que vienen tejiéndose desde los años ochenta.
Esa es mi conclusión, luego de la revisión del “Informe de Evaluación de la Política de Desarrollo Social 2014” presentado –con envidiable profesionalismo y rigor- por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), el miércoles pasado.
Pongámoslo de otro modo: nuestra miseria de masas –ahora urbana— no es resoluble en el marco de las políticas económicas vigentes. Nuestra profunda desigualdad –la peor de toda América— no se debe a que México continúa metido en una crisis y sus efectos. Por el contrario: durante los últimos años, las recetas económicas aplicadas una y otra vez, hicieron mutar a la economía mexicana y con ella ha emergido un nuevo tipo de sociedad que llegó para quedarse.
El Coneval está ya en condiciones de presentar un largo plazo (tendencias esenciales desde 1988 o 1992, según la disponibilidad de datos) unos 25 años –una generación completa— que permite análisis más allá de presidentes y sexenios. Y el resultado desconsuela: no hay forma de esperar una mejora en los últimos tres años, y sí, por el contrario, todos los indicadores apuntan a un mayor empobrecimiento de la sociedad mexicana ¡seis años después de la crisis!
Durante las últimas décadas, el número absoluto de pobres ha seguido creciendo: de 47 millones en 1994, a 61.3 millones en 2012, tendencia que no se ha detenido hasta el presente.
Pero la transfiguración de la pobreza es igualmente preocupante: no es que se haya quedado arrumbada por la historia, en el territorio rural, sino que se ha mudado a las ciudades. 41.7 millones de pobres (incluyendo a extremadamente pobres) viven en nuestras urbes; 21.9 millones en el campo. Y vean esto: casi el 9 por ciento de todos nuestros pobres viven en 10 municipios urbanos, y tres de ellos son habitados por tres cuartos de millón: Puebla, Iztapalapa y Ecatepec. Son datos ciertos de 2012, pero –insisto— no hay ningún elemento, contra tendencia ni política que parezca evitar su agudización.
¿Por qué lo afirmo? Porque el ingreso de los hogares (con datos de 2014) no sólo no mejora, sino que es más bajo que en 1994. Coneval lo explica así: “A raíz de dos crisis económicas severas, la falta de crecimiento de la productividad, la volatilidad del precio de los alimentos e incluso un muy bajo nivel del salario mínimo, desde 1992… el poder adquisitivo promedio de los mexicanos no incrementó e incluso disminuyó”. (www.coneval.gob.mx/Informes/Evaluacion/IEPDS_2014/IEPDS_2014.pdf)
Hay que hacer una radiografía más precisa de esta sociedad construida bajo la hipótesis de la desigualdad permanente (no crece, no genera empleos suficientes, deprime los salarios intencionadamente y cobra muy pocos impuestos a los ganadores del arreglo) y cuyo único dique está a punto de abollarse: los 5 mil 904 programas de desarrollo social (federales, estatales y municipales), gruesamente financiados por la renta petrolera, que a su vez, ha entrado ya en su propia crisis descendente.
Y mientras, las principales novísimas reformas estructurales aseguran este modelo de reparto de riqueza al revés (como aquella que encoge y debilita a Pemex), cuya consecuencia obvia será la obtención de menos recursos para el gobierno federal y para el gasto social.
La seriedad y la imparcialidad del último informe de CONEVAL, nos dice que esta sociedad no es una estación provisional, derivada de una coyuntura adversa que se superará con “los frutos de las reformas estructurales”, todo lo contrario: este tipo de sociedad desgarrada llegó de la mano de ellas y para quedarse.