José Woldenberg
Reforma
31/12/2015
Acaba el año. Es el tiempo de los buenos deseos. Un ritual circular que forja expectativas que serán defraudadas. Porque eso son las ilusiones, espejismos, dice el diccionario. Entonces, quizá sea mejor volver la vista al pasado, una estación exenta de esperanza. Luego de varias décadas de ver pasar el tiempo, uno se da cuenta de que el inventario de las personas, objetos, rutinas, formas, modas, es cada vez más famélico. «Todo lo sólido se desvanece en el aire», como escribiera Marx y lo reciclara Marshall Berman. Es la evidencia -como si hiciera falta- de que nada es para siempre.
Soy de una generación que ha visto pasar, como en una película en la que se suceden acontecimientos atropellados, las televisiones en blanco y negro que encendían lentamente, los automóviles que tenían shock y era menester calentarlos, los «pipiolos» de chocolate que rivalizaban con los «gansitos», los pentagonales o hexagonales en el estadio de Ciudad Universitaria en los que competían el Botafogo, el UDA Dukla, el San Lorenzo de Almagro, el Partizan de Yugoeslavia (esta última murió descuartizada), lo mismo que el estadio del Seguro Social en el que jugaban los Diablos Rojos y los Tigres; el Toreo de Cuatro Caminos y el Cordobés, el papel calca Pelikan, las máquinas de escribir eléctricas que duraron lo que un suspiro, el fax que facilitó las comunicaciones y fue sepultado inmediatamente, las elecciones en las cuales los ganadores y los perdedores se encontraban predeterminados, el dólar a 12.50 pesos, el twist, el ska jamaiquino, el jerk, ritmos que fueron novedad y se esfumaron en el éter; el mundo bipolar, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la ciudadanía a partir de los 21 años, el Club del Hogar con Madaleno y Danielito Pérez Arcaraz, el hotel Regis y sus bares de segunda (anunciados como si fueran de primera); Elvis Presley y Bill Haley y sus Cometas que son la prehistoria del Rock and Roll, el Ratón Macías y el Toluco López y Vicente Saldívar y Ultiminio Ramos y el Púas Olivares, espíritus que deambularon por la Coliseo y la México; la minifalda, las patillas y los pantalones de campana, el Vocho que inundaba las calles, los cocodrilos y las cotorras, taxis multicolores; la Guerra de Vietnam, el Teatro Fantástico de Cachirulo, las ocho columnas de los diarios -idénticas- que se publicaban por decreto, el nuevo cine mexicano, las «banderillas» (salchichas empanizadas que fueron moda culinaria), la irrupción de Raphael en el mundo de los machos, el cinerama, los autocinemas, los teléfonos públicos de veinte centavos, la psicodelia; la Revolución Cultural de Mao, el franquismo, el Festival de la OTI, el Frente Sandinista (que sigue vivo pero como si estuviera muerto), el combate al charrismo, las cámaras de cine con paralaje, las editoras manuales (con pedales), los floppies, los billetes de a peso, Selena y la música tex mex, el Mink sobre Paseo de la Reforma donde cantaba Chavela Vargas, el Ron Huasteco Potosí («para ella y para mí»); Poulantzas y Althusser, Manolín y Shilinsky; desaparecieron el PARM, el PPS, el PST; el Unomásuno (aunque por ahí circula un pasquín que no es ni la sombra del original); los policías de crucero, los informes presidenciales leídos de cuerpo presente, el tapado, el dedazo, las elecciones sin competencia, la goma verde para el cabello de los hombres, los rollos para las cámaras fotográficas, el liquid paper, el balero, los yoyos, los trompos, las canicas, los niños solos en la calle, la estabilidad del peso, las fotografías coloreadas a mano, los padres, los abuelos, algunos queridos amigos, algunas inolvidables amigas, no pocos adversarios y enemigos, las alusiones al Tercer Mundo, Checoeslovaquia, los Expos de Montreal, el Oro de Guadalajara, el sindicalismo universitario que deseaba defender y apuntalar a las universidades públicas, el Muro de Berlín, el esquizoide siglo XX.
Todo eso ya no existe. Desapareció. Se esfumó. Habría que hacer el recuento sistemático, puntual, escrupuloso. Construir -entre todos- una especie de museo de la memoria. Porque es demasiado lo que perdemos año con año. ¿Qué desa-parecerá en este 2016? (Quizá sin que nos demos cuenta). De los artefactos, rutinas, espectáculos, presencias, luces de bengala que hoy nos parecen tan firmes como las Pirámides de Egipto, ¿cuántas sobrevivirán? Cinco años, muchas. En diez, menos y en veinte, menos. En cien casi ninguna. Y en ciento cincuenta todo se habrá evaporado. No quedará nada… O para no exagerar, casi nada.