Con el arribo de Mijail Gorbachev a la Secretaría General del Partido Comunista, la vida soviética comenzó a cambiar a pasos agigantados. La glasnot permitió algo que parecía increíble: la apertura de un gran debate en la prensa sobre todos los temas imaginables, pero la atención de fondo estaba puesta en la economía y la historia. Explicarse el pasado inmediato era la condición de posibilidad para salir del estancamiento. ¿Cómo se había llegado al extremo de ineficacia y decadencia visibles en el sistema? ¿Cuándo se perdió la supuesta “superioridad” del socialismo frente al capitalismo, con su “impetuoso e incesante desarrollo de las fuerzas productivas” que aseguraba el creciente bienestar de las masas? ¿Cuál debía ser el vínculo entre la democratización y el bienestar social?, se preguntaban los lectores.
Se respiraban aires de libertad, pero también hartazgo, oportunismo y conservadurismo arraigado.
En rigor, la perestroijka agrupaba bajo tal denominación a un variado conjunto de reformas que el Estado debía asumir para alcanzar un doble objetivo: “Más democracia; más socialismo”, pero el intento reformador no pudo superar a las fuerzas que puso en movimiento. El socialismo real resultó ser irreformable y pronto todo se vino abajo. La alternativa pro capitalista se impuso en toda la línea y la Unión Soviética pronto desaparecería a manos de los nacionalismos. A ese periodo corresponde la publicación de estos apuntes de viaje escritos en 1985 y en parte publicados antes del derrumbe de la URSS.
RUSIA CONTRA LENIN
Adolfo Sánchez Rebolledo
I
Desde 1924, lo sabe casi todo el mundo, el cadáver momificado de Lenin se conserva y exhibe entre cristales en un pequeño Mausoleo construido en fino mármol rojo, justo al frente de la muralla del Kremlin que destaca y agranda las chatas proporciones del edificio. El Mausoleo es el monumento cumbre erigido por los sucesores de Lenin en el poder para consagrar en la conciencia de las generaciones el recuerdo del fundador del Estado soviético. Cuando se observa de cerca, la vista reproduce con exactitud una imagen conocida y desgastada que opaca cualquier otra visión de la Revolución de 1917: Al centro de la Plaza Roja, próxima a la puerta principal del Kremlin, una guardia de cadetes de todas las armas custodia las entradas a la cripta; los espadines brillan en los cambios de turno entre la penumbra, apenas rota por el fuego eterno que arde en honor del fundador del partido obrero socialdemócrata ruso. La fachada exterior oculta una especie de plataforma que sirve como tribuna durante los desfiles militares y otros grandes actos públicos de masas. Ese pequeño corredor cumple, además, con otra singular función específica, relacionada con la naturaleza peculiar del poder soviético y su liturgia, pues cada centímetro del espacio ocupable corresponde a un lugar fijo en el orden riguroso dispuesto por la nomenklatura y su cosmografía del poder absoluto. Siempre fue así, desde los días del culto a Stalin, cuya última (y a la postre fallida) decisión testamentaria fue la de acompañar, bajo las mismas bóvedas, en el sueño eterno al camarada Vladimir Ilich.
El Mausoleo, por todo ello, viene a ser como el corazón asiático de la Rusia soviética, el puente monumental que une la espiritualidad religiosa de la antigua Ortodoxia rusa con el moderno despotismo oriental. Es por tanto el lugar sagrado, el sitio reverencial al que sin falta acuden como a una Meca roja, al menos una vez en su vida, los devotos y simples visitantes de las repúblicas; millones de peregrinos, turistas, gente sin oficio ni beneficio que no dudan en formar kilométricas colas para mirar, por unos segundos y sin detenerse, el rostro cerúleo del viejo bolchevique.
II
El referente -odiosa palabreja- del Partido me comunica que debido a la repentina enfermedad de mi colega y camarada debo permanecer dos días más en la URRS para alcanzar el vuelo directo a México. ¿Qué quiere hacer en Moscú?, indaga cordial. Pienso la respuesta unos cuantos segundos y le propongo tres actividades sencillas: «Ir al Museo Pushkin; asistir a una función del circo ruso y visitar el departamento que Lenin ocupó en el Kremlin», le respondo. Tal vez cometí un error al no solicitar pases para el Bolshoi, pero lo cierto es que el camarada Vladimir me cuestiona con la mirada, sorprendido, como preguntado a su vez: «¿Y qué significan esos absurdos tres buenos deseos». Al fin razona en voz alta: «Para el Museo y el circo, no hay problema. Visitar el despacho de Lenin es otra cosa; lleva tiempo, pues se requiere un permiso especial del Comité Central». No me preocupo por la evasiva e insisto en que para él no será demasiado difícil lograr el permiso para un reformista mexicano, sobre todo ahora cuando ningún comunista modernizador tiene demasiado interés por las reliquias, así sean estas las sagradas pertenencias de Ulianov.
A la mañana siguiente, Vladimir trae consigo el permiso especial. «Ya está lo de Lenin», me comunica sin ocultar una sonrisa burlona y complaciente. Poco después, en el trayecto hacia la Plaza Roja hace la pregunta esperada: «¿Por qué demonios quieres visitar la oficina de Lenin si ya fuiste al Mausoleo? En verdad no tenía mucho que explicarle, de modo que sólo alcance a responder sin mucha fuerza: «Prefiero imaginarme a Lenin vivo». Luego, absorto ante la deslumbrante modestia de las habitaciones del matrimonio Lenin-Krupskaia, me figuré verlos allí entre las interminables librerías, justo en el mismo ambiente donde una mañana de invierno expidió el decreto para reducirse el sueldo que recibía como jefe de gobierno. Imagino a ese hombre agobiado de problemas, ante la catástrofe que nos amenaza y la guerra civil, bajando trabajosamente hasta la plaza donde cada día toma el sol y discute con los obreros. Allí dona al Comité contra el Hambre la única propiedad personal que aún conserva: la medalla de oro otorgada por la Universidad al final de sus estudios. Pero de eso hace mucho tiempo.
III
Hoy, bajo Yeltsin, el Mausoleo está en peligro de perder a su huésped solitario. Las autoridades moscovitas estudian qué hacer con los restos. No solamente se aducen razones políticas para cancelar ese símbolo del pasado: mantener la exhibición, además, implica gastos que el erario no puede efectuar. Eso es lo que dicen. Pero en éste como en otros asuntos rusos, la rectificación es tardía y dificultosa. Ante los buenos argumentos esgrimidos para proceder de inmediato sin darle rienda suelta al deseo de revancha, también subsiste la inercia de raíz religiosa que, al hacer de ese culto funerario mucho más que propaganda oficial, impide frivolizar el asunto.
Pasaron años antes de que se entendiera el culto a Lenin como una pieza del engranaje creado para mantener la cohesión monolítica de una ideología y un poder colocados por encima de la sociedad, con lo cual , en sustancia, también se falsificaba el pensamiento racional y materialista del propio Lenin.
En rigor, ni siquiera el carácter personal, el modo de vida frugal y austero, su estilo eficaz de abordar los problemas, tan ajeno a la tradición del martirologio revolucionario ruso, permitían dichas manifestaciones de religiosidad. Pero los tiempos han cambiado y el fin del comunismo obliga a deshacerse rápido de los símbolos malignos del ancién regimen, entre ellos el fiambre de Lenin.
No siempre fue tan fácil como ahora admitir que tal mistificación de la figura histórica de jefe bolchevique no era el fruto de la estupidez, la simple ignorancia o la corrupción manipuladora sino que dicha deformación se anclaba en la misma naturaleza despótica del sistema socialista creado en Rusia, con Lenin a la cabeza, bajo circunstancias culturales y sociales especialmente críticas y desfavorables para el programa emancipador que se pretendía erigir.
Si bien la democracia , efectivamente, no puede crecer sin desembarazarse del pasado que la agobia, tomar una medida correcta en este sentido es una necesidad para salvaguardar el futuro democrático y la salud del pueblo ruso.
Sería ideal que la figura de Lenin y su obra dejaran de ser el mero objeto de la adoración mística o del odio indiscriminado, para convertirse en tema de reflexión sobre este siglo de revoluciones traicionadas, fallidas, interrumpidas o inacabadas que quisieron cambiar al mundo antes de hundirse en el abismo. Solo así podríamos dilucidar cuál es el verdadero significado de eso que se denomina «el leninismo», cuyo último sentido práctico desapareció junto con la actualidad de la Revolución, la gran premisa ausente en un siglo cuyo balance aún espera mejores tiempos.
No obstante hoy, cuando el nombre de Lenin se borra de su ciudad natal y la historia oficial comienza a expulsarlo de la memoria los vencedores están a punto de repetir el mismo error de soberbia cometido ayer por la naciente burocracia estaliniana. Igual que los revolucionarios rusos, los demócratas y nacionalistas creen posible una nueva civilización sin puntos de encuentro con ese pasado que la conciencia denosta aunque la memoria no consiga evitarlo. Pero el asunto no es ni será sencillo.
MOSCU CONTRA LENIN
Adolfo Sánchez Rebolledo
Los representantes de los partidos europeos y asiáticos que estaban en Moscú para el aniversario de Pravda se marcharon a casa al día siguiente o en el primer vuelo disponible de Aeroflot, una vez concluida la ceremonia. Entre los latinoamericanos, en cambio, pocos entendían la prisa de los soviéticos para que abandonaran Moscú lo más pronto posible. Pero en ese entonces, durante los primeros días de la agradable primavera de 1985, casi ninguno de ellos aprobaba nada de lo que pensaban los moradores del Kremlin; tampoco lo veían en las mismas calles moscovitas o leían en la prensa soviética. No obstante, amigos y enemigos de la URRS coincidían en una premisa mayor: a unos años del siglo XXI con todo y la crisis inocultable del modelo, el socialismo es un hecho histórico irreversible. A favor de la evolución positiva del sistema trabajan los acontecimientos propiciados por Mijaíl Gorbachov, el joven Secretario General del Partido Comunista, cuya popularidad crece meteóricamente.
Los jefes de la prensa comunista y «obrera» que celebran el aniversario del periódico fundado por Lenin, descubren en el acto inaugural, bajo el ronroneo burocrático del convincente Dobrynin, la voz en off de Shavarnadze susurrando la nueva letanía sobre el cambio de mentalidad, la necesidad de construir una «casa común» junto con Europa unida y otras novedades del discurso internacional soviético. Cuando el ponente aclara el significado neohumanista de la propuesta soviética para la paz y trata de explicar por qué la lucha de clase ya no rige ni orienta las relaciones internacionales en asuntos que ponen en riesgo al género humano, los delegados ya no aplauden con la misma fuerza de convicción conque tiempo atrás aclamaron las iniciativas irreponsables de Brehznev sobre la «soberanía limitada», repetidas por igual n París que en Managua, mientras la URSS literalmente se desangraba en Afganistán y las últimas energías económicas se agotaban en el intento de contrarrestar la «guerra de las Galaxias». Hoy todo se pone en tela de juicio.
Ni siquiera Pravda -órgano oficial del PCUS— escapa al gran debate en curso sobre la historia, la economía y los derechos humanos, con el cual se inaugura la gigantesca ruptura ideológica a cargo de un amplio grupo renovador de la intelligentzia soviética.
En actitud desusada, los anfitriones plantean a los invitados discutir y opinar sobre la renovación del socialismo, los derechos humanos, la crisis ecológica y el desarrollo social, pero la mayoría prefiere dirigirse al auditorio sin apartarse un letra del consabido código insustancial con que se redactan los «saludos» fraternales: «¡Salud al Partido de Lenin!» .
Con la excepción de uno o dos «delegados», entre ellos los italianos, que aceptan el desafío de matizar en público el duro pero exacto juicio de Berlinguer sobre el ciclo de Octubre, la mayoría de los ortodoxos y fieles latinoamericanos -argentinos que no rompieron con la dictadura militar; ticos que no representan ni a su familia o brasileños que aún denuncian a Lula como agente de la Cía- y sus colegas periodistas del tercer Mundo están más que confundidos, verdaderamente furiosos por las tantas e inusitadas «descortesías de los camaradas soviéticos». Molesta el trato no privilegiado -sin vodka ni obsequios-, pero importaba más lo otro, es decir, la línea oficial que a esas alturas sigue sin ser «explicada» en corto a los partidos hermanos. Algunos creen que se trata de una simple táctica «inteligente», o sea diversionismo destinado al consumo externo. La perestroika, con sus temas recurrentes sobre la paz, el fin de los bloques militares y el reconocimiento de los intereses del Otro, junto a la propuesta de más socialismo «con mercado» y democracia, resulta ser, en efecto, una estrategia global (con riesgos enormes) que no todos están dispuestos a aceptar.
Para muchos de los comunistas invitados a Moscú en mayo de 1985, la hipótesis gorbachiana resulta tan inadmisible como la revisión a fondo de los principios básicos marxistas-leninistas que se tenían como intocables. Hay que acreditar, sin embargo, que el escepticismo anti-reformista de los “partidos hermanos” era una realidad firme en los cuarteles generales prosoviéticos del viejo «movimiento» comunista internacional. El propio Fidel se había mostrado escéptico y distante con respecto a las nuevas orientaciones soviéticas. Presente en el Congreso del PCUS no dejó pasar la oportunidad para expresar, aun sin abrir la boca, su profundo malestar por el giro de la política soviética. Más el cambio ya estaba en curso. Lo que se podía ver y escuchar en esos días moscovitas rebasaba las informaciones que hasta entonces sólo se atrevían a publicar el Times o el Newsweek. «Valga una apertura en la aburrida TV soviética», –escucho decir- pero pasar sin censura previa los últimos discursos de Ronald Reagan «eso ya es otra cosa»; que se transmitan conciertos en vivo de Rock es un «mal necesario», pero «¿por qué envenenar la mente de los soviéticos publicando sin comentarios las últimas declaraciones de la Tatcher?», me interroga airado un compañero de mesa en el comedor del Hotel del Comité Central, donde nos hospedan.
Es la glasnot, la indispensable transparencia sin la cual la democracia es punto menos que imposible. Gracias a esos vasos comunicantes, las calles de Moscú son otras. Los aires resultan respirables, a pesar de que ya se advierte la escasez de algunos productos y corre el temor de que el pueblo llano rechace una modernización difícil de comprender y practicar. En esa Revolución contra el centralismo burocrático, son los intelectuales «desde arriba», más que los sindicatos «desde abajo», la «correa de transmisión» del cambio democrático. «Los estudiantes, me dicen unos jóvenes becarios mexicanos , apoyan a Gorbachov», pero la burocracia teme por lo que pueda venir.
El cine, el teatro, la novela o la crítica literaria renacen, abren espacios y sacuden las conciencias. Los disidentes regresan al país o salen sin temor a la calle. El mismo Zajarov será muy pronto reconocido y aclamado como un héroe moral por los dirigentes soviéticos tras el injusto destierro al que fuera condenado. Hoy se benefician de la presencia del físico disidente cuyo prestigio está por las nubes. Sin duda hay riesgos. Aquí y allá, nacionalistas olvidados desempolvan las antiguas y oxidadas banderas chauvinistas anunciando violencia, mientras los Popes reclaman la apertura de los templos para darle cauce a la religiosidad renovada de la ciudadanía formada por el estado «ateo».
Moscú es, a principios de mayo de 1985, una ciudad viviente, inesperada.
La discusión teórica sobre el socialismo, su historia y su futuro no cesa. Trostky se menciona por primera vez sin arrebatos paranoicos, aunque provoca reacciones previsibles entre los científicos marxistas-leninistas de la Academia de Ciencias y otras venerables instituciones parapartidistas. Los medios divulgan imágenes desconocidas de Lenin y Bujarin. Todo parece nuevo, sin serlo realmente. El debate no es, por supuesto, una invención de última hora, pues sorprende el rigor de los análisis económicos, la pluralidad de los puntos de vista y la información que poseen los cuadros a cuyo cargo esta el diseño de las líneas maestras de la reforma. También se dejan ver los oportunistas o conversos de siempre. Algunos provienen de la disidencia pero son casos contados. Los más son aparatnichkis, gente del mandarinato rojo, como no podía ser de otro modo. Ya es un hecho notable que la crítica sobreviviera bajo las catacumbas del partido de Estado o en los intersticios secretos de alta burocracia que dice gobernar con las inútiles recetas del catecismo marxista-leninista. Explicarse la decadencia de las fuerzas productivas allí donde se debía desplegar su “más incesante” crecimiento es una cuestión crucial, pero no hay una defensa a ultranza del capitalismo.
El historiador Afanasiev, por ejemplo, publica por esas fechas un texto revelador y punzante que ubica el «estancamiento» más allá de la doble década de la era brezneviana, considerada oficialmente como el punto de inicio del mecanismo de freno del desarrollo social soviético. Afanasiev discrepa del punto de vista oficial y retrocede hasta los treinta, justo en el mismo periodo cuando, los Procesos de Moscú liquidan a la vieja guardia crítica y consolidan el régimen despótico de Stalin.
Sin embargo, el entusiasmo por la teoría y la historia tropieza con la lentitud obligada de la renovación que también paraliza y desordena la vida «normal». La prensa celebra, por ejemplo, el cierre de fábricas improductivas, que ya eran obsoletas antes de nacer. No obstante, es imposible llenar con palabras el vacío que dejan en la economía general los cambios que están en curso. La aceptación del mercado o la propiedad privada no tendrá lugar si no se demuestra con hechos comprobables la urgencia de efectuar profundos cambios tecnológicos, laborales y administrativos. En 1985 cunde la resistencia a desechar hábitos laborales y tradiciones igualitaristas. Cada vez resulta mas obvio que la centralización absoluta del poder conlleva la remisión de la iniciativa y otras funciones vitales. La paradoja estriba en el descubrimiento súbito del miedo a cambiar. El conservadurismo se revela como la dimensión desconocida de esa inexplicable cotidianeidad «revolucionaria».
Pero la falta de claridad sobre los costos sociales del cambio democrático tampoco permiten evaluar el precio que se paga por saber que ocurrió en el pasado. La verdad histórica de la Revolución de Octubre se restablece con dificultad, mediante un pase demoníaco que se volverá más tarde en contra de ciertos aprendices de brujo. Millares de víctimas del socialismo realmente existente son «rehabilitados» por los últimos herederos legítimos del régimen que anuló vidas y memoria, como en la pesadilla de Kundera. A los fantasmas se les condecora, devolviéndoles «el honor», pero el desencanto corre mas rápido y más lejos que la oferta de otorgar «más democracia; más socialismo». No pasará mucho tiempo antes de que el nacionalismo arremeta también contra los fantasmas y sus efigies de bronce y cemento.
La izquierda está viva
Adolfo Sánchez Rebolledo
Si bien es absolutamente impensable una vuelta atrás, como sueñan sectarios nostálgicos, románticos o delirantes, es una ley de la vida que los sobrevivientes del cataclismo del fin del siglo XX puedan cambiar, adaptarse, evolucionar, replantearse objetivos racionales y nuevas utopías en consonancia con esta fase de la sociedad y de la cultura humana.
A pesar de que el socialismo abandona la escena antes que la fe de sus devotos, quienes siguen aferrados al pasado representan solamente a una parte marginal que no logra teñir al conjunto. En cambio, es un hecho que un amplio sector de la izquierda — erróneamente considerada sin particularizar como “políticamente muerta”–, no solamente sigue ahí sino que en determinados casos se fortaleció aprovechando el impulso democratizador, como ocurrió en Latinoamérica. Surgieron inesperadas alianzas, así como formas de coordinación horizontal entre partidos con orientaciones antes excluyentes, cuya viabilidad parecía incierta. “No somos más solo una reunión de partidos minúsculos de izquierda sino una alternativa de poder en varios países de América Latina”, expresó optimista Luiz Inacio da Silva “Lula”, al inaugurar el Foro de Sao Paulo en Managua, hace ya varios años, cuando fuera de Brasil nadie creía posible la hora de ver a la izquierda en el gobierno.
La misma izquierda mexicana, aún sin realizar el corte autocrítico con su pasado, consigue remontar las inercias de la crisis y logra crecer, con todos los errores que se quiera, a partir de 1988, ampliando los márgenes de la democracia, hasta convertirse en una fuerza nacional a la que se intenta atajar con todas las armas, incluso las ilícitas. Sus tareas han cambiado notoriamente: ahora tiene que desplegar un programa capaz de poner el tema de la desigualdad en el centro de atención, sin olvidar que es necesario reconstruir el todo el andamiaje institucional, económico y cultural que haga posible nuevas y mejores formas de convivencia, en una palabra, sin descuidar la actividad política, legislativa y electoral, manteniendo vivo el contacto directo con las necesidades de la gente. Sin embargo, a los avances constatables, aún no sigue –ni en México ni en América Latina– una reflexión capaz de elaborar una teoría “de izquierda” a la que no le sea indiferente la dimensión global. No se trata de aplicar un “modelo” a la realidad sino de realizar los cambios que ésta exige o anuncia de muchas maneras, así se trate (desde el espacio público) de encasillar la lucha política a la virtual defensa del orden establecido. El respeto al pluralismo y, en general, a la democracia, la exigencia de un marco ético sustentado en el interés general, el énfasis en la deliberación pública y el diálogo sobre la violencia, no presuponen identidades inamovibles, sino que son el punto de partida para una profunda renovación de la sociedad y el Estado elaborada bajo una perspectiva social que asume la diversidad y, simultáneamente, le confiere pleno valor a los derechos individuales. Si el término “izquierda” sólo se definiera contextualmente como piden algunos liberales, sería del todo imposible conocer su contenido, pero (el multicitado) Bobbio afirma, además, que izquierda y derecha pueden ser entendidos a partir de “la distinta posición que los hombres, que viven en sociedad, asumen frente al ideal de la igualdad”. Así introduce un elemento vivificante en la discusión, pues no reduce el tema a una cuestión nominal o de topología política sino a los elementos sustantivos de la definición (la lucha por la igualdad). Y eso nos lleva a los temas del desarrollo y el crecimiento, a pensar otra vez en la relación necesaria entre Estado y sociedad, en la alternativa que hoy se rechaza sin ver.
La tesis según la cual mercado y democracia forman un matrimonio indisoluble no resiste el análisis. “Para la izquierda, escribe el eurodiputado J. Borrell, los mercados no son instituciones espontáneas, o producto de la «naturaleza», cuyo funcionamiento empeora indefectiblemente con la intervención de los poderes públicos, como se tienden a caracterizar por la ideología liberal que reclama su completa desregulación. Son sistemas sociales creados por el hombre, cuya justificación no radica solo en la defensa del derecho individual a la propiedad privada, sino en su mayor o menor adecuación al logro de otros fines sociales que van más allá de la búsqueda a ultranza de la rentabilidad del capital”. En definitiva, apunta el mismo autor, cuando hablamos de izquierda no estamos ante un asunto resuelto de una vez y para siempre, pero queda claro que la izquierda reivindica que el acceso al trabajo y la seguridad frente a la enfermedad y la vejez son derechos, igual que lo es la libertad de expresión, y que su garantía exige sustraerlos a la lógica del beneficio.
No es igual Bolivia que Brasil o México, más allá del estilo de gobierno, pero en todos los casos se aspira a saldar las cuentas de la desigualdad. Y eso exige un cambio en la relación actual de los grupos y clases sociales, la sustitución de la vieja élite política en el poder cuyo fracaso es evidente. Requiere de la elaboración de una política con visión de futuro y un renovado compromiso ético.
Alemania, veinte años después
Por Ignacio Sotelo
El País. 19/09/2009
Tras la caída del Muro de Berlin, Kohl pactó con Gorbachov una rápida reunificación alemana. El oeste absorbió al este. Aquello impulsó en todo el mundo el tránsito del capitalismo productivo al especulativo.
Se renunció a la aspiración de dotarse de una Constitución al recobrar la soberanía
La privatización de los bienes públicos de la RDA generó una corrupción desconocida en el país
Pocas semanas después de las elecciones generales del 27 de septiembre, se conmemora, seguro que con gran boato, el vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín, acontecimiento que en 1990 transformó la República de Bonn en la que se ha dado en llamar República de Berlín. ¿Qué cambios, políticos, sociales, culturales, ha traído consigo la nueva República Federal de Alemania?
Todo el mundo pensaba que, recuperada la democracia en la Alemania Oriental, ambos Estados negociarían el camino de la unificación. A los 20 días de la caída del Muro, el canciller Kohl presentó un plan de 10 puntos, en el que, pese a ser muy consciente del riesgo que corría en un contexto internacional marcado por la crisis interna de la Unión Soviética, daba por descontado que el proceso duraría varios años. La unificación llegaría, pero nadie sabía cómo ni cuándo.
Empero, muy pronto se esfumó el modelo de unificación que se había manejado durante decenios, como si sólo hubiera sido la vana ilusión de una izquierda que apostaba por una «tercera vía» que, en una Alemania unida, reuniese lo mejor del capitalismo y del socialismo.
Tres factores cambiaron en pocas semanas la dirección del proceso. 1.- En cuanto se abrió la frontera, se inició un éxodo hacia occidente -medio millón de personas hasta las elecciones de marzo de 1990- que, dada la dependencia económica de la RDA de un COMECON (1949-1991) a punto de desmoronarse, se suponía que iría en rápido aumento. 2.- La victoria de la democracia cristiana en las primeras y únicas elecciones libres de la RDA mostró la voluntad mayoritaria de integrarse lo antes posible y sin condiciones en la República Federal. 3.- A la renuencia de los aliados europeos a convivir en un futuro próximo con una Alemania unida -sobre todo la Francia de Mitterrand y el Reino Unido de Thatcher- hay que añadir que Estados Unidos apoyaba el proceso únicamente si Alemania permanecía en la OTAN y en la Comunidad Europea, dos condiciones a las que la Unión Soviética siempre se había opuesto.
La unificación fue posible en un tiempo récord gracias a que Kohl negoció sólo con Gorbachov, llegando a un acuerdo por el que la Unión Soviética reconocía la soberanía plena de la Alemania unida para mantener las alianzas que considerase oportunas, y Alemania aceptaba las condiciones de la Unión Soviética, concernientes a la prohibición de armas nucleares, biológicas y químicas, a una reducción de sus Ejércitos a un máximo de 370.000 soldados -los de los dos Estados sumaban 530.000-, y a que, además, corriese con los costos que ocasionase la salida de los 400.000 efectivos soviéticos de Alemania Oriental.
Desde un primer momento Alemania supo que la unificación iba a costar mucho, aunque luego el precio resultase muchísimo más alto de lo calculado. La primera consecuencia de la unificación fue económica. Aunque se ampliase el mercado interno, un enorme gasto público ralentizó el crecimiento durante muchos años. Lo más llamativo es que muy pocos se opusieron por los costos que se preveían, pero estos explican que la euforia en el oeste fuese mucho menor que en el este. A pesar de la crítica aniquiladora del nacionalismo que trajo consigo la derrota en la II Guerra Mundial, el sentimiento de constituir una nación estaba lo bastante arraigado para que un altísimo gasto público no fuese un impedimento.
Hay que recalcar que la unificación se llevó a cabo tratando de reducir a un mínimo las mudanzas en la vieja República Federal. Si hubo disposición a pagar lo que fuese necesario, no la hubo, en cambio, a modificar ni un ápice las estructuras económicas, sociales y políticas existentes, aunque ello implicase forzar a la antigua RDA a encajar en el modelo occidental. En vez de una negociación entre los dos Estados para configurar uno nuevo, se recurrió al artículo 23 de la Ley Fundamental de Bonn que permitía anexionar cada uno de los cinco Estados Federados en los que la república unitaria del este se había autodisuelto.
Se renunciaba con ello a la que había sido la más traída y llevada aspiración del pueblo alemán: recobrada la soberanía, darse por fin una Constitución. A la Ley Fundamental vigente no se la considera tal porque en su elaboración no participaron representantes de todo el pueblo alemán, ni los aliados occidentales permitieron que fuese ratificada en referéndum. La Constitución alemana de facto carece de legitimidad en el sentido más estricto, pero soportar esta deficiencia era imprescindible para garantizar que nada cambiase.
Aún así, en estos últimos veinte años los cambios ocurridos han sido muchos y significativos. Entre los de mayor alcance, hay que mencionar la catástrofe demográfica de los nuevos Estados federados. La rápida unificación no evitó que la población menor de 50 años, mejor preparada, siguiese emigrando. A pesar de las cantidades ingentes gastadas en modernizar las infraestructuras, la emigración y una reducción a la mitad del que ya era el índice de natalidad más bajo del mundo han supuesto dos decenios más tarde una pérdida de 2 millones de habitantes de los 16 millones que tenía la RDA. El hundimiento forzado de la economía oriental ha vaciado algunas ciudades hasta el punto de que hubo que poner en marcha un programa para sufragar parte de los costos de demolición de más de un millón de viviendas desocupadas. Una disminución tan drástica de la población no ha impedido, sin embargo, que los nuevos Estados den las cifras más altas de desempleo y población jubilada.
La unificación por la vía rápida empezó por cambiar un marco oriental supervalorado para alegría inmediata de la población del este que veía salvados sus pequeños ahorros, pero con la consecuencia querida de desmantelar de un plumazo toda la economía de la antigua RDA. En un primer momento una buena parte de la población se quedó sin puesto de trabajo, pero la «economía de mercado» pronto los iría creando. Empero, enormes inversiones públicas no han podido hacer realidad las promesas y falsas expectativas de entonces. Ello porque los nuevos Estados han tenido que competir en un mundo globalizado con la Alemania Occidental, cuya capacidad productiva bastaba, y sigue bastando, para abastecer a todo el país, y estar además entre los primeros exportadores del mundo.
El 17 de junio de 1990, todavía en la RDA, se creó una institución estatal (Treuhandanstalt) encargada de privatizar las empresas y propiedades estatales que, considerablemente ampliada después de la unificación, pasó a depender del Ministerio de Hacienda. Las empresas fueron vendidas en su mayor parte a empresas alemanas -se justificó diciendo que había que evitar que cayesen en manos japonesas- pero los nuevos propietarios se apresuraron a cerrarlas, para evitar que un día pudieran competir con las occidentales, o simplemente para luego vender el suelo o los edificios.
Los muchos procesos de fraude y estafa que han emergido en estos años -la punta del iceberg- confirman la que ha sido experiencia universal: la privatización de los bienes públicos constituye el mayor negocio para los amigos de los gobernantes. Pero cuando lo que está en venta es un país entero, la corrupción sobrepasa con mucho los contactos personales. El entonces embajador de Argentina me decía: «Algunos llevamos la fama, pero el latrocinio en la privatización supera con mucho lo que cabía esperar de una sociedad como la alemana».
La moral pública y la moral empresarial se amodorran en un proceso de privatización que en el tiempo coincide con la transformación del capitalismo productivo en uno especulativo a partir de los 80. Haber contribuido a la desaparición de los antiguos valores que infundieron un día al capitalismo es la consecuencia de la unificación de que menos se habla, pero probablemente la de mayor calado.
El muro y algo más
José Woldenberg
Reforma. 12/11/2009
A 20 años de «la caída» del Muro de Berlín el suceso es ya un ícono expresivo del fin de los regímenes totalitarios en Europa central y oriental. Lo que inició como un proyecto emancipador y justiciero, que concitó las esperanzas de millones de personas en todo el mundo, terminó con el derrumbe de unos aparatos estatales verticales, dogmáticos y represivos. Ello llevó a Ralf Dahrendorf (La libertad a prueba) a escribir que los sucesos de 1989 eran «el final del totalitarismo, que había dado su rostro asesino al siglo XX» (la otra pinza, el nazi-fascismo, había sido derrotada en 1945).
Con el muro se desplomó una serie de realidades opresivas, pero también un abanico grande de ideas o nociones. Ya se sabe, realidades e ideas suelen vivir confundidas, alimentándose mutuamente o en tensión, pero nunca son una y la misma cosa. Muchas de las situaciones que marcaron la vida de las sociedades de Europa central y oriental desaparecieron, y buen número de las nociones que las acompañaron se derrumbaron, pero las ideas no mueren… o por lo menos no lo hacen súbitamente. Caen en las «preferencias del público», aumentan o disminuyen sus seguidores, se incrementa o se reduce su poder de atracción. Pero no desaparecen.
Hago un recuento mínimo de esas realidades-ideas subrayando que las segundas suelen ser más persistentes que las primeras.
1. La presunción de que la búsqueda de la equidad social reclamaba la abolición de las libertades. La cancelación de la libertad de expresión a nombre de la verdad única, oficial, incontrovertible; la abolición de la libertad de organización porque tendía a disolver la unidad del pueblo, un monolito sin fisuras que ya tenía representantes auténticos; la anulación de la libertad de tránsito porque era un privilegio inaceptable, una fuga del paraíso de aquellos que se habían beneficiado de la inversión estatal en ellos, en fin, la supresión de las libertades como presunta condición para la construcción de una sociedad igualitaria.
2. La fusión (confusión) entre el Estado y el partido, lo que impedía la formación de cualquier opción distinta a la oficial. Si la clase «portadora del futuro» ya había construido su partido y éste había logrado apoderarse del aparato estatal, cualquier otra expresión organizativa no podía ser más que la cristalización de intereses contrarios al pueblo, los trabajadores, la mayoría.
3. La noción de que existe una concepción omniabarcante correcta enfrentada a ideologías que no eran más que expresión de intereses ilegítimos. Si una forma de ver y evaluar «las cosas» es la verídica, la científica, la correcta, las otras no pueden ser más que fórmulas mentirosas, supersticiosas, falsas, al servicio de intereses inconfesables y por ello punibles.
4. La idea de una subordinación absoluta del individuo -una pieza minúscula y prescindible- al Estado, que representa las pulsiones progresistas de la sociedad. De esa forma los derechos individuales -auténticas edificaciones civilizatorias- fueron suprimidos de facto o invalidados de jure. El Todo -el Estado- era lo relevante y los ciudadanos fueron convertidos en súbditos.
5. El mundo organizado de manera bipolar, la «Guerra Fría», con una potencia que encarnaba el Bien y la otra el Mal y que por supuesto resultaban intercambiables dependiendo del alineamiento por el que se optaba. Esa lógica, que buscó y logró formar a buena parte de los países en dos grandes bloques, veía en cada ensanchamiento del bando respectivo un triunfo y en el del contrario, una derrota.
6. La planificación central de la economía sin espacios para la innovación y la improvisación. La forja de un aparato burocrático omniabarcante que pretendió abolir el mercado derivó en una esclerosis de las «fuerzas productivas» que se estancaron hasta edificar una potencia militar con «pies de barro», un imperio rezagado en materia de generación y distribución de bienes de consumo cotidiano.
7. La idea de una vanguardia iluminada que podía y debía imponer su visión al resto, para lo cual todos los medios eran legítimos. Y si todas las fórmulas de la acción política se encuentran justificadas por los objetivos que se persiguen, entonces nada está prohibido, y todo es según «del color del cristal con que se mira». Por fin, la política independizada del derecho y por supuesto de la ética (una rémora a la que son adictos los pusilánimes, dirían).
Sin embargo, no es con los antónimos de esas nociones como se pueden construir sociedades habitables. La conjunción virtuosa de libertad y equidad, pluralismo y política de Estado, planificación e innovación, Estado y mercado, derechos individuales y redes de protección social, fuerte discusión y capacidad de acuerdos de mediano y largo plazos, parecen ser requisitos para no crear infiernos en la tierra. No obstante, esa articulación de valores positivos en tensión siempre resulta mucho más fácil de enunciar que de alcanzar. De ahí la complejidad de la política… y de la vida.
Berlín, ciudad abierta
Raúl Trejo Delarbre
Sociedad y Poder. 09/11/2009
Estuve en Berlín a fines de septiembre de 1989. La crisis política en Alemania del Este no parecía resistir mucho más y era parte del desmoronamiento del llamado bloque socialista. A pocos días de mi regreso a México ocurrió la apertura del Muro. El 10 de noviembre escribí para El Nacional el artículo del cual extraigo los siguientes párrafos.
Treparon curiosos y exaltados, saludaron con una furia acumulada quizá durante toda su vida y conocieron el otro lado del muro; ya lo sabían colorido y antiautoritario, como lo han dejado, lleno de sarcasmos y dibujos, otros jóvenes, compatriotas suyos: fueron, por centenares, acaso miles, los muchachos y muchachas que la noche del jueves corrieron para brincar la valla de concreto que los había mantenido separados del resto de la ciudad. El Muro de Berlín, para efectos prácticos, dejó de existir este 9 de noviembre.
La decisión del nuevo gobierno de la República Democrática Alemana para, en un forzado pero al fin sensato sentido del realismo, abrir las puertas del muro, termina con toda una era. E inicia otra. Los habitantes de Berlín Oriental que acudieron la noche del jueves y sobre todo, a la mañana siguiente para, a la luz del día, celebrar y manifestar su estupor mostraron, con esa sola actitud, que el muro separaba a Berlín pero no había segregado a los alemanes. Rápido, al comienzo no sin miedo, varios centenares de berlineses se las arreglaron para trepar el muro como quizá nunca pensaron hacerlo: masiva, entusiasmadamente, sin la vigilancia de los vopos –muchos de los cuales, también, habrán querido compartir esa experiencia–; durante 28 años, rumbo al Occidente no han tenido más horizonte que la muralla de 45 kilómetros que divide a su ciudad (además de otros 120 kilómetros que separan a los sectores occidentales de Berlín del resto de la RDA). Muchos de los residentes de Berlín Oriental crecieron con el muro, no conocían más realidad que esa. Hace poco, un funcionario cuya familia había vivido hasta entonces en el lado oriental, nos contaba cómo una niña de diez años, que pudo viajar a Frankfurt, se asombraba ante una ciudad tan abierta y preguntaba “¿y aquí, dónde está el muro?”: pensaba que en todas las ciudades tenía que haber una barrera como la berlinesa, porque así era como ella había crecido.
Millares de jóvenes de Alemania Oriental, así crecieron. Pero a través del muro de concreto y enrejados, poco a poco, pudieron acceder, como visitantes, los alemanes de Occidente y sobre el muro mismo, de manera incontenible, volaron las señales de la radio y la televisión del lado Federal. Esos millares de jóvenes, muchos de los cuales acudieron, aunque fuera por elemental curiosidad, a ver el otro lado del muro que toda la vida han tenido delante suyo, ahora comenzarán a habitar en una ciudad abierta.
Por eso este jueves y este viernes en Berlín, la siempre intensa actividad nocturna del lado Occidental ha sido especialmente novedosa. Los azorados habitantes de Berlín Este han traspuesto la Puerta de Brandemburgo y han caminado por la Avenida del 17 de junio que recuerda el levantamiento civil de sus padres, o sus abuelos, en 1953 (cuando una huelga general constituyó una de las primeras demostraciones de las dificultades que comenzaban a resultar de las tensiones entre economía y sociedad en la RDA). Deben haber pasado ante la seguramente sorprendida guardia soviética, que se ha mantenido a unos metros del muro, pero del lado occidental, como recordatorio del estatuto de ocupación según el cual Berlín se encuentra bajo la supervisión de la URSS, Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos. Luego se internaron en el mullido Tiergarten, el laberíntico parque del que, acaso, solo avistaban, a distancia, las copas de los árboles.
Los jóvenes de Berlín Oriental que este fin de semana están reconociendo la otra mitad de su ciudad habrán pasado, así, frente a los enormes pórticos de inspiración chinesca que resguardan el Parque Zoológico y se habrán encontrado con la Iglesia Conmemorativa, la antigua Iglesia del Káiser Guillermo la cual, con su mitad destruida, recuerda las consecuencias de una Guerra Mundial que nadie, nunca, debiera olvidar. Habrán llegado entonces al principio de la vistosa Kurfürstendamm, la avenida de los escaparates millonarios y los cafés callejeros, repleta de luces y tentaciones, abundante en desórdenes y perversiones. Quizá entonces, algunos de sus compatriotas del lado Oeste les hayan convidado una cerveza a presión en alguno de los bares que por docenas o centenares, nadie ha podido llevar la cuenta, proliferan en el centro de Berlín Occidental.
Si la otra parte de su ciudad les ha resultado tan atractiva, ha sido por tan largamente prohibida. El gobierno, ahora renovado, de la RDA, cultivó una extensa, añeja inquietud entre sus conciudadanos que ante la prohibición, querían conocer las calles luminosas, las ofertas mercantiles, las posibilidades de disipación, en todos los sentidos, que prosperaban del inquieto y también contradictorio lado occidental. Por eso este jueves, apenas se conoció el lacónico e histórico anuncio de Günter Schabowski a nombre del buró político del Partido Comunista, revelando que las puertas del muro serían abiertas, una multitud de berlineses –significativa, mayoritariamente jóvenes– se precipitó sobre la valla de concreto.
En realidad los berlineses del Este han tenido hermosos panoramas urbanos para recrear su vocación estética. En el reparto de la ciudad, los soviéticos se quedaron con la zona histórica, que no sólo resulta de mayor majestuosidad, sino también de mayor significado. Apenas tras la puerta de Brandemburgo, por la Unter den Linden, se encuentran la Antigua Biblioteca de Prusia, la Universidad de Humboldt, los viejos edificios de la Ópera, el Museo del Arsenal y el de Pérgamo, hasta que se llega a la Plaza Marx y Engels, flanqueada por la majestuosa Catedral berlinesa y el adusto edificio del Consejo de Estado.
Tiene lo suyo, y mucho, el centro de Berlín Oriental, por donde con algo de voluntarismo es posible imaginar los tiempos en que, por esas calles, Georg W. Hegel discurría sus construcciones filosóficas o Karl Marx encontraba motivos para profetizar etapas que nunca llegaron; casi se escuchan los cascos de los caballos conduciendo carrozas militares y repiqueteando sobre el adoquín, en años de rigidez y ambición germana como los de Otto von Bismarck, el Canciller de Hierro… Pero la imagen de una ciudad más lenta que reposada, más hueca que respetada, acaba con las fantasías. Llena, rebosante de historia, la parte oriental de Berlín es, sin embargo, una ciudad vacía. Sus calles están colmadas de monumentalidad pero casi no hay gente en ellas. El Berlín histórico es para los funcionarios y para los turistas, pero los alemanes del Este prefirieron hacerse de un nuevo entorno en las enormes unidades habitacionales que hay en la periferia. Y ese es el contraste que ha llevado a muchos de ellos a incursionar, quizá por unas cuantas horas, en la otra mitad, que les había sido vedada, de su propia ciudad: la mitad occidental definida por la sociedad de consumo, por los letreros de neón, por las ofertas de relajo y abundancia.
Están viviendo un sueño, este fin de semana, los berlineses orientales que han cruzado el muro. Luego, en la nueva vigilia, habrán de tener tiempo para meditar sobre su nueva condición y sobre los nuevos retos de las dos Alemanias. La apertura del muro, que parecía inevitable, no se avizoraba tan pronto. La remoción de Eric Honecker fue precedida de un malestar inocultable en la RDA y la decisión de permitir el tránsito al área occidental estuvo precedida por movilizaciones hasta ahora, en varias décadas, desconocidas en esa Alemania. Dos funcionarios del Partido Comunista se suicidaron, antes de que se hiciera público el anuncio de este jueves. Muchos cambios más habrán de presenciarse, porque la apertura del muro, después de todo, no es más que una decisión simbólica, con todo y lo simbólico y ominoso que fue siempre ese valladar que cruza por todo Berlín.
El significado (triste) de Mijaíl Gorbachov
Ricardo Becerra
Hace veinte años, yo era joven y comunista. No pertenecía al PC mexicano pero militaba en las catacumbas de grupos marginales, muy alucinados, de veras entregados a la venidera revolución social. Estábamos seguros de Cuba, nos perturbaba la URSS, nos fascinaba China y nos preguntábamos que rayos era la vía italiana de Togliatti. Luego, los noticiarios: moría el Secretario General del Partido Comunista de la URSS, K. Chernenko y en su lugar, llegaba un dinámico y curioso Mijaíl Gorbachov.
Aunque las noticias siempre aterrizaban de segunda mano, todo lo que provenía de aquella Unión Soviética era bueno y sorprendente, desde las audaces jugadas geoestratégicas (la suspensión unilateral de pruebas nucleares) hasta los inimaginables empujones democratizadores con la apertura a la libertad de crítica (la primera vez que yo escuché el término “transparencia” no fue en un manual moderno de administración pública sino, precisamente, de Gorbachov “sin información clara y abierta al pueblo, no hay democracia ni socialismo que valga”-, decía).
Pero lo que hacía más atractivo al jefe de la Perestroika no sólo eran su diagnóstico y sus propuestas, sino también su tono y su estilo. Había un sentido de urgencia “ya perdimos años y decenios”, un lenguaje singularmente directo y una forma descarnada de señalar problemas, fracasos, responsabilidades no cumplidas. Esas formas, claras, concisas, entendibles por cualquiera estaban en lo profundo del espíritu de la Perestroika.
A veinte años de iniciado ese esperanzador (y fracasado) proceso, hoy, los propios rusos empiezan a reconocer su enorme importancia. Según el Instituto de Investigaciones Sociales de ese país, un 46% de los rusos cree que Gorbachov hizo bien en haberse arriesgado por su Perestroika. ¿Y que es lo que más valoran? La retirada de Afganistán, el fin de la guerra fría, de la carrera armamentista, el enfrentamiento con Occidente y la rehabilitación de las víctimas del terror estalinista. Los mayores logros son la libertad para viajar, expresarse, el fin de las persecuciones por razones religiosas, la apertura informativa (glasnost) y unas elecciones parlamentarias que fueron ya parcialmente libres en 1989 (Véase el artículo de Pilar Bonet, El País, 11/03/05). En resumen: los méritos que más importan a los rusos, al paso de dos décadas, son su libertad y pérdida del miedo frente al anquilosado poder gerontocrático soviético.
Pero el desenlace fue infeliz: la Perestroika puso en tensión todos los factores políticos y la intentona de golpe de 1991 acabó con Gorbachov y puso el destino de la URSS en manos de un comunista convertido a liberal, Boris Yeltsin. El país se desintegró en muchos pedazos y desde entonces se precipita en un hoyo económico que la rezaga en toda la línea: lo mismo en competitividad, productividad, demografía, seguridad y bienestar social. Stiglitz ha denunciado que la “vía rusa al mercado” es en realidad “una devastación… la pérdida del PIB de 1989 a 2000 es superior al retroceso que sufrió Rusia durante la II Guerra Mundial” (El malestar de la globalización, Taurus 2002).
Y lo peor no es el retroceso drástico de un enorme país, sino el hecho de que la URSS dejó de ser el fiel de la balanza universal, la amenaza latente que amortiguaba la desigualdad en el mundo porque obligaba al capitalismo y a los capitalistas, a negociar mejoras sociales. Eric Hobsbawn ha visto mejor que nadie ese efecto de escala planetaria: “El miedo a la URSS, a su inspiración ideal, a la revolución social, fue el acicate más poderoso que permitió avanzar a los partidos socialdemócratas en Europa y en los E.U.; precisamente, para evitar la expansión de la influencia soviética había que mejorar el rostro del capitalismo local y las condiciones globales de la sociedad occidental” (“El día después del fin de siglo”, La Ciudad Futura, abril de 1991).
Más que cualquier otro individuo, Gorbachov es el responsable de la destrucción de un mundo, no sólo de la URSS. Fue el arquitecto inexperto de una transformación a gran escala que fracasó dejando al planeta a la intemperie de las ideologías del libre mercado, del nacionalismo recargado y de los fundamentalismos desbocados. Pero también fue, el único responsable de acabar con medio siglo de pesadilla de guerra mundial nuclear, y en la Europa del Este, de liberar a los países satélites de la URSS y de arrojar al basurero de la historia la grotesca idea soviética de “soberanía limitada”. Y el fue quien, de hecho, derrumbó el Muro de Berlín.
Por eso, frente a tantos rat-chocie contemporáneos que miden la estatura de los políticos por sus ascensos personales o por los raiting en las encuestas, yo me quedo con la figura de Gorbachov: por que tomó las decisiones que nadie quiso tomar por décadas, por su arrojo, por su claridad y como otros más seguiré pensando en él con admiración, con infinita gratitud y un profundo sentimiento de aprobación moral, todavía hoy, a veinte años de la Perestroika.