Rolando Cordera Campos
El Financiero
15/10/2020
Muerte, enfermedad y desempleo, así podría resumirse la malhadada circunstancia que nos ha tocado, pero poco parece importar. Nuestra cotidianidad caótica, confusa, lo ejemplifica; ahí están las luchas campales sobre los fideicomisos o, peor, sobre nuestras ‘excelencias’ en la doble campaña contra el virus y los inmediatos efectos de la pandemia sobre la economía.
Todo tiende a banalizarse, pero con todo y sus cifras que van y vienen, lo insoslayable es la cruda dependencia del empleo respecto del nivel de vida, del consumo indispensable o, de plano, del bienestar.
Cada quien buscará acomodo y, desde ahí, emitirá su juicio. Pero lo que resulta indispensable es que el gobierno, que nos representa a todos, adopte una métrica y haga explícitos sus criterios para evaluar sus políticas y la situación en que se encuentra la población toda; los que han podido defenderse y los que no han tenido los recursos; ‘los buenos y los malos’.
Si tuviéramos que dar cuenta de nuestra situación a un colega o amigo extranjero, no dudaríamos en utilizar el inventario numérico que nos facilitan las revistas de ideas o lo que los institutos universitarios nos informan. Quizá, podríamos recurrir a otros panoramas, menos estilizados o sofisticados, pero no menos expresivos de lo que nos pasa como nación o como comunidad organizada, digamos.
No tiene caso volver sobre la numeralia de la pobreza mexicana, aunque no estaría mal apuntar al empobrecimiento masivo que muy probablemente sigue a pesar de la recuperación en curso. Éste, no es una simple expresión de la desventura sino el registro de un fenómeno actual, inmediato y contagioso.
Junto con la incertidumbre, la expectativa no a la baja sino hacia abajo cunde en todo tipo de estratos y la pasividad gubernamental, en los hechos de la política y los recursos, contribuye a ello con especial intensidad.
De problemas estructurales se ha escrito y documentado a lo largo de décadas. Bibliotecas y depósitos dan cuenta de ello y gracias a las Naciones Unidas la reflexión mundial no sólo no cesa sino se enriquece. Para la problemática del desarrollo, a la que ahora debe unirse la relativa a la sostenibilidad, el cambio climático y un indispensable ‘camino verde’ para todo tipo de economías y sociedades, contamos con importantes esfuerzos en UNCTAD y la CEPAL, junto con los de FAO y la OIT.
Las entregas de estos organismos y agencias deben volverse mundiales y visitarse asiduamente por funcionarios y académicos, hasta dar lugar a una cultura global desarrollista, comprometida con la agenda del desarrollo sostenible. Pero algo falla y repercute con estrépito sobre la cosa pública y su gestión por parte de políticos y gobernantes.
A más conocimiento parecen corresponder mayores hierros y peores desencuentros en la política y la factura y gestión de políticas hasta convertir todo el escenario público en un árido campo de desacuerdos que confunden a la población y ofuscan los más claros y agudos entendimientos de la coyuntura y la estructura. Algo anda mal en la Dinamarca planetaria que el salto técnico ha construido. Es en la superestructura donde anida la serpiente del desencanto y el descontento con la cultura, la economía y la democracia. Es en las cabezas que se produce y reproduce el laberinto y no saldremos de ahí con simulacros y teatralizaciones grotescas, como las que hemos presenciado en estos días infaustos de Congreso sin congresistas; de política sin pensamiento; de deliberación sin tesis.
La historiadora Barbara Tuchman sostenía que la locura en la historia es diferente al error. El nuestro, con perdón de Arthur Koestler, es un periodo de obscuridad a medio día.