Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
09/07/2015
Quien compre el número de julio de Vanity Fair encontrará algo mucho más interesante que la historia morbosa de la transición de Bruce Jenner de icono olímpico, ganador del oro en decatlón en los juegos de Montreal de 1976, a Caitlyn, ilustrada por las magníficas fotos de Annie Leibovitz. Inmediatamente después del reportaje que llama la atención en la portada, la revista publica una historia, destacada desde el editorial y extraordinariamente narrada por William Langewiesche, sobre el Buen soldado que denunció un crimen de guerra cometido por su superior y sus más cercanos colaboradores durante la guerra de Iraq en 2007.
Un grupo de hombres iraquíes, con los ojos vendados y esposados fueron asesinados a la orilla de un canal una noche de la primavera de 2007. Habían sido capturados esa misma mañana y pudieron o no haber sido insurgentes. Los detenidos fueron alineados a lo largo del canal y les dispararon uno a uno por el sargento primero John Hatley y dos de sus hombres. Hatley, según uno de sus soldados le explicó más tarde a sus tropas que lo hecho había sido una represalia, mientras pedía la solidaridad de su hermandad, porque todos estaban en la misma página.
Pero no todos estaban en esa misma página, como bien señala el editor de Vanity Fair, Graydon Carter. El buen soldado Jess Cunningham trató varias veces a lo largo del día de evitar la masacre anunciada desde que habían sido detenidos los iraquíes. Avisó a su puesto de mando de la detención, para obligar al superior a entregar a los sospechosos y logró aplazar la represalia, pero finalmente la ejecución se consumó. Pasaron años antes de que se hiciera la luz sobre el caso, pero el crimen de guerra fue conocido, documentado y sancionado.
El sargento norteamericano que ordenó la matanza la justificó como una represalia, aunque los civiles asesinados no habían actuado contra los soldados estadounidenses. El eufemismo para el crimen en ese caso fue represalia. Eran los años de plomo de la guerra de Iraq, hoy casi unánimemente considerada como un error terrible y sangriento del gobierno de George W, Bush, secundado por Tony Blair y con Jose María Aznar como patiño legitimador. Sin duda no es el único crimen de guerra cometido por las fuerzas de intervención en aquel conflicto, pero en la medida en la que se han conocido los detalles, el ejército y la justicia de los Estados Unidos han actuado sin ambages.
Aquí, en cambio, cuando el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez ha dado a conocer documentos que muestran las órdenes recibidas por los soldados que llevaron a cabo la masacre de Tlatlaya, los voceros gubernamentales y los de las fuerzas armadas han salido de inmediato a tratar de justificar a los mandos con una ridícula discusión semántica.
Desde hace años, cuando el gobierno de Felipe Calderón intensificó la guerra contra el narcotráfico, hubo quienes escribimos que los partes militares usaban el verbo abatir incorrectamente como eufemismo de matar. Ahora cuando el informe del Centro ProDH ha exhibido los documentos en los que se ordena a las patrullas del ejército a salir de noche as abatir delincuentes, los voceros oficiosos nos quieren hacer creer que los mandos militares tienen un uso exquisito del lenguaje y que cuando dicen abatir quieren decir realmente derribar, derrocar o echar por tierra, cuando poner tendido lo que estaba vertical y que ese culto lenguaje es comprendido tal cual por los subordinados que reciben la orden.
Una ridiculez, porque sin duda la orden ha sido dejar tendidos a los presuntos delincuentes, pero en charcos de sangre. Sin embargo, han sido todavía más ridículos los gacetilleros que han salido a repetir como urracas los dichos oficiales, cuando sus propios periódicos han usado el eufemismo para dar cuenta de los muertos dejados por las fuerzas de seguridad del Estado durante la última década o, también, para hablar de las bajas fatales del ejército o la policía. Ahora resulta que sí saben español.
Mientras tanto, ha aparecido la segunda entrega del estudio sobre el índica de letalidad de las actuaciones de las fuerzas de seguridad en esta malhadada guerra en el que llevan años trabajando Catalina Pérez Correa, Carlos Silva Forné y Rodrigo Gutiérrez Rivas. Sus conclusiones son devastadoras: “En el pasado estudio concluimos que la inclusión del Ejército en tareas de seguridad pública parecía traer consigo un inevitable uso de la fuerza bajo una lógica de guerra. La conclusión, extensible a otras fuerzas militarizadas, es válida hoy como entonces. Eventos recientes como los de Tlatlaya, Apatzingán y Ecuandureo han llamado la atención de los medios de comunicación y de la sociedad por sus elevados saldos de muertos y por la confirmación —o las dudas— acerca del uso excesivo de la fuerza por parte de las fuerzas federales de seguridad. Los autores de este estudio compartimos esta preocupación. Sin embargo, nuestro interés no sólo está orientado a dichos acontecimientos sino también a visibilizar cada uno de los enfrentamientos donde se ha usado la fuerza con resultados letales. Estos eventos, al ser analizados de forma agregada, muestran un patrón de comportamiento de las fuerzas federales que se aleja de los estándares nacionales e internacionales que exigen que la fuerza se use respetando los principios de excepcionalidad, necesidad y proporcionalidad”.
Lo único que parece haber cambiado respecto a la primera entrega del estudio, es que ha aumentado la opacidad, que en lugar de enfrentar los hechos, como hizo el ejército de los Estados Unidos con la denuncia de Cunningham, el Estado mexicano ha preferido actuar como el felino que echa arena para ocultar sus heces.