Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
24/08/2017
Esta semana, el Instituto Nacional Electoral informó que el próximo año los nueve partidos políticos y los candidatos independientes que lograren juntar las casi 900 mil firmas requeridas para su registro recibirán en conjunto alrededor de 13 mil millones de pesos para hacer campaña. A esto se suma la ingente cantidad de recursos también públicos hundidos en la propaganda que difundirán en tiempos oficiales de radio y televisión hasta saturar a las audiencias.
No se hizo esperar, desde luego, la andanada contra el organismo electoral, ya fuera por ignorancia o con mala fe, de comentaristas, políticos y ciudadanos de a pie; como si el INE fuera el que determinara el monto de tan ingente transferencia de recursos del erario a las organizaciones políticas, ya sean partidos registrados o grupos de apoyo a pretendidos independientes. La maña de pegarle al árbitro para deslegitimar la competencia, aunque al final todos los contendientes acaben escupiendo al cielo y acaben bañados en sus propios salivazos.
La mala baba de los críticos del INE solo contribuye a minar su autoridad con un pretexto falso, pues fueron los propios partidos políticos los que acabaron por establecer, desde 2007, en el artículo 41 constitucional la fórmula de financiamiento de gastos ordinarios y de campaña y la distribución de tiempos de radio y televisión entre los partidos y candidatos, de manera que ese es el único presupuesto que no se negocia anualmente, pues está establecido en el texto mismo de la ley fundamental. Mientras el gasto en salud, educación, seguridad e infraestructuras es objeto del regateo anual y de intercambios de favores entre partidos y entre regiones, los partidos tienen sus recursos plenamente garantizados, intocables. No hay austeridad que los afecte ni devaluación que los trastoque.
El financiamiento de los partidos es mayúsculo, no cabe duda, y se ha convertido en un elemento deformador de las organizaciones políticas. El actual modelo de financiamiento surgió con el pacto de 1996, que puso fin al monopolio político del PRI. Hasta entonces, el partido del régimen se beneficiaba indiscriminadamente de recursos públicos sin ningún tipo de rendición de cuentas, mientras que los partidos opositores vivían en la precariedad, sin posibilidades de competir en condiciones medianamente equitativas con la maquinaria política del Estado.
La reforma constitucional del 96 estableció que el financiamiento de los partidos sería predominantemente público, con u margen para las aportaciones privadas, pero no determinó el monto. Fue en el COFIPE donde se fijó la fórmula de financiación por la que los partidos con registro y con representación obtendrían cantidades ingentes de recursos. La cantidad de dinero que la iniciativa de ley del ejecutivo atribuía a los partidos le pareció exagerada a los partidos de oposición, por lo que rompieron el consenso logrado para la reforma constitucional y las leyes reglamentarias acabaron siendo aprobadas solo con los votos del PRI, que aún contaba con la mayoría suficiente para legislar en solitario. La inconformidad duró hasta que los partidos díscolos recibieron las primeras ministraciones de dineros públicos.
El objetivo del entonces presidente Zedillo para proponer una financiación tan generosa era obtener la aquiescencia del PRI a la reforma. Un partido hasta entonces acostumbrado a disponer de todos los recursos públicos necesarios para sus campañas –vehículos, comisionados, dinero, programas sociales– no iba a renunciar de buena gana a sus privilegios sin una compensación sustantiva, así que se optó por transferirle ahora legalmente al menos parte de lo que antes recibía debajo de la mesa, pero como el pacto era a tres bandas, también los otros involucrados, más los satélites, resultaron beneficiados con la fórmula de distribución de las prerrogativas monetarias –30 por ciento parejo, setenta por ciento de acuerdo al porcentaje de votos obtenido en la elección previa–, mientras que quienes quisieran ingresar por primera vez a la competencia recibirían una suma suficiente para recuperar con creces la inversión inicial necesaria para hacer sus asambleas, pero insuficiente para competir en un mercado donde la mayor parte de los recursos se tenían que destinar a la propaganda de radio y, sobre todo, de televisión.
El financiamiento ingente ha deformado a los partidos políticos hasta convertirlos a todos en maquinarias de reparto clientelista, pero no ha sido esa la única contrahechura provocada por la legislación posterior a la reforma de 1996. Otra, tanto o más grave, la genera las reglas para obtener el registro, esa institución proteccionista que determina quienes sí y quienes no compiten en los comicios mexicanos. Originado en la legislación electoral de 1946, el requisito de hacer asambleas estatales certificadas por jueces de paz o notarios y después reconocidas por la autoridad electoral dependiente del gobierno, fue la manera de proteger al PRI de toda competencia no deseada, sobre todo de sus propias escisiones.
La reforma de 1977 suavizó sustancialmente el proteccionismo y fue la base para el surgimiento del pluripartidismo actual, pero en el momento del nuevo pacto, en 1996, los concertantes rápidamente se pusieron de acuerdo en volver a cerrar la entrada a los grupos de ciudadanos interesados en competir en torno a un programa político y una lista de candidatos, para forzar a la movilización clientelista. El sistema de asambleas distritales o estatales para obtener el acceso a la competencia deforma cualquier proceso organizativo de los proyectos ciudadanos y ha provocado que sólo las redes de clientelas –ya sean en torno a un líder, a un sindicato o a una red de iglesias– puedan obtener la patente.
Así, la ley ha llevado a que todos los partidos mexicanos se construyan a imagen y semejanza del PRI: redes de clientelas especialistas en capturar rentas estatales. Cuando me preguntan por qué en México no ha surgido un fenómeno como el Podemos español suelo responde que es porque no podemos: la ley nos lo prohíbe. Sin embargo, los partidos son, por mandato constitucional, entidades de interés público, por lo que no pueden comportarse como si de un club privado se tratase.
Ya que la ley les otorga la concesión monopólica de presentar candidatos –con el resquicio de las candidaturas independientes, más una tomadura de pelo que otra cosa– no queda más que exigirles que cumplan con sus obligaciones de transparencia y rindan cuentas claras de los recursos que reciben legalmente (aunque también sean receptores de buenas cantidades de recursos ilegales). También es imprescindible exigirles que sus métodos de selección de candidatos cumplan con los requisitos democráticos a los que la ley y sus propios estatutos los obligan. Eso en tanto los forzamos a eliminar las protecciones que han construido para limitar la competencia.