Dentro de un año, el 1 de julio de 2018, México va a celebrar la mayor elección de su historia: se votará por la presidencia, 128 senadores, 500 diputados federales y habrá comicios en 30 de las 32 entidades federativas de la República, dando un total de 3.326 cargos de elección popular.
Pero a ese ejercicio democrático, el cuerpo social mexicano no llega en buenas condiciones de salud: afectado por la anemia del bajo crecimiento económico(apenas 1% per cápita anual desde hace tres décadas), por el cáncer de una extendida corrupción y por una epidemia de violencia que se cobra más de 20.000 vidas al año. Ello se suma al ancestral problema de la desigualdad social—México es uno de los países más desiguales de América Latina, la región con más inequidad en el planeta— y su consecuente pobreza masiva, que afecta a 55 millones de personas, casi la mitad de la población.
En ese contexto se corre el riesgo, como alertó el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo la década pasada, de que el descontento en la democracia se trastoque en descontento con la democracia. Así se constata en el más reciente informe del Latinobarómetro de 2016 que muestra que, en la región, México es el país con menor grado de satisfacción con la democracia (solo 19%) y con alta propensión a renunciar a las libertades democráticas (46%) a cambio de tener Gobiernos con capacidad de resolver problemas, por lo que hay mayor demanda de orden (54%) que de libertad (39%).
A la par, alcanza cotas récord la escasez de apoyo social a los instrumentos indispensables de la democracia representativa, como son los partidos, los parlamentos y los políticos. También se encuentra maltrecha la credibilidad en la limpieza de las elecciones. Frente a ello, sin embargo, hay activos que son capitales: los niveles de participación ciudadana en las urnas no decrecen (participa más del 60% del electorado) y las votaciones están produciendo resultados que sólo elecciones democráticas pueden gestar, como la alternancia en los gobiernos. Baste decir que desde 2015 se han realizado veinticuatro elecciones a gobernador en los estados y, de ellas, en catorce (58%) han triunfado las oposiciones, de tal suerte que ser gobierno hoy no asegura ventajas a la hora de refrendar el apoyo ciudadano en las urnas.
Otro dato relevante es que en México son los ciudadanos de a pie quienes se hacen cargo directamente de las elecciones el día de la jornada de votación y que esa disposición cívica no se retrae. Por cada 750 electores se instala una casilla de votación integrada por ciudadanos seleccionados al azar en cada sección electoral y capacitados para ese fin. En las elecciones locales del pasado 4 de junio en Coahuila, el Estado de México, Nayarit y Veracruz se instalaron 34075 casillas de votación, el 100% de las previstas y para 2018 se estima que se instalen 156 mil mesas, con la participación de un millón 400 mil ciudadanos para permitir que sufraguen más de 87 millones de ciudadanos convocados a las urnas.
Como se ve, la encrucijada económica, social y política de México cuestiona la capacidad del aún joven sistema democrático para ofrecer horizontes más promisorios. Pero no hay atajos. México solo dispone de sus instrumentos democráticos para renovar de forma pacífica los poderes públicos y, así, proponerse avanzar hacia un escenario donde se atienda el profundo déficit de la equidad social sin sacrificar el preciado bien de la libertad.