Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
22/02/2021
Misoginia y populismo se entrelazan ominosamente. El líder populista se considera encarnación de un pueblo disciplinado y homogéneo. El líder elige las adversidades contra las que ese pueblo ha de inconformarse. La defensa de los derechos de las mujeres le parece un asunto secundario, e incluso estorboso si se contrapone a sus proyectos políticos. En la concepción unívoca que tiene del pueblo y que propaga como eje de su credo populista, el dirigente populista no comprende, y no acepta, la diversidad social que evidencian las demandas feministas.
La batalla por los derechos de las mujeres lacera la creencia en la homogeneidad y la subordinación del pueblo a los designios del líder. La diversidad que es inherente a la sociedad contemporánea no encaja con la noción plana y simplista que el dirigente populista mantiene acerca de sus seguidores y/o gobernados. Cuando ese amasijo que desde su perspectiva es el pueblo se manifiesta multicolor y heterogéneo, con pulsiones, preferencias y convicciones muy variadas —incluso con exigencias que no coinciden con su agenda— el populista reacciona con desconcierto, desplantes y pataletas.
El líder populista está dispuesto a reconocer demandas de las mujeres, siempre y cuando no le estorben. En el ideario populista caben las reivindicaciones retóricas pero las mujeres y sus derechos, igual que los de cada uno de los segmentos de la sociedad, sólo son defendibles como parte del Gran Proyecto encabezado por el dirigente. Desde esa perspectiva, la diferencia se convierte en una forma de disidencia que el líder populista combate primero soslayándola, luego descalificándola.
La doctrina populista no admite condiciones, aspiraciones ni demandas que no apuntalen ese proyecto. La Magna Transformación cambia todas las cosas pero requiere que se posterguen los reclamos específicos. Al cambio político, el populismo lo concibe como una transmutación providencial y plena. Los avances paulatinos, las aburridas reformas, no se encuentran en el itinerario que acaudilla el líder populista.
La misoginia, entendida como aversión a las mujeres y sus derechos, forma parte del discurso del populismo. En los años recientes la oleada de ese signo que ha dislocado a las democracias en muy variadas latitudes ha incluido denuestos misóginos, a veces sumamente burdos, de tristes pero influyentes personajes. Trump y su patológica ordinariez con las mujeres, Duterte y Bolsonaro con sus ultrajes homofóbicos, Maduro y sus burlas sexistas, amalgaman populismo y misoginia. López Obrador ha cultivado un nutrido catálogo de expresiones, pero también decisiones, que agravian a las mujeres.
Sean (o aparenten ser) de derecha o de izquierda, los populismos por lo general relegan los derechos de las mujeres. Al machismo ramplón, lo acompaña la inseguridad personal de muchos líderes populistas. Como asocian el ejercicio del poder a su presencia personal eluden cualquier expresión que, desde su perspectiva conservadora y autoritaria, pudiera expresar fragilidad. La reticencia a usar cubrebocas identifica a los lideres populistas. Mienten sobre las medidas necesarias para detener al virus, inventan pretextos y eluden explicaciones con tal de no cubrirse el rostro. Algo parecido sucede con los derechos de las mujeres. Se trata de un tema que el líder populista no entiende porque rebasa sus marcos de referencia ideológicos y sus creencias conservadoras. El líder populista puede ufanarse hablando de equidad y respeto acerca de las mujeres pero esa retórica se muestra demagógica cuando se enfrenta a la prueba de los hechos.
La misoginia bajo el populismo supone que las mujeres deben supeditarse al líder y a las causas que él prefiere. Meredith L. Pruden, de la Universidad de Georgia, sostiene que en la era del populismo conservador, “la misoginia cumple una función disciplinaria, instando a las mujeres a ‘alinearse’ mientras, al mismo tiempo, eleva al misógino (ya sea un hombre o la legendaria ‘buena’ mujer) a una posición de privilegio jerárquico”. Al expresar su desdén por las mujeres y sus derechos, el misógino populista injuria, intenta engañar y profundiza su pleito con todos aquellos que no lo celebran. “Los populistas conservadores de todo el mundo se destacan por sus estilos retóricos agresivos, por su nacionalismo extremo y sus relaciones cáusticas con los medios de comunicación”, explica Pruden (en Maria M. Marron, ed., Misogyny and Media in the Age of Trump, 2020).
Desbordado y burdo, lenguaraz prácticamente por definición y con frecuencia intolerante, el líder populista arremete contra cualquier postura que no concuerde con las que él ha considerado adecuadas. El pensamiento que sostiene es único, las verdades que acuña como si cada una de sus expresiones fuera paradigma histórico le resultan incontestables. Los historiadores Pablo Picatto y Federico Finchelstein, hace algo más de cuatro años, escribieron este retrato de Trump y otros populistas: “Un líder que es dueño de la verdad, y que sabe mejor que la gente misma lo que ella quiere, incluyendo una visión represiva en materia de género” (Trump y el populismo machista, en Open Democracy, 3 de octubre de 2016).
Allí se encuentra una de las coordenadas autoritarias del populismo. Cualquiera que sostenga que sus posturas son incontrovertibles sufre de megalomanía, pero cuando esa actitud se sostiene desde el poder político estamos ante un síndrome profundamente atentatorio de la democracia y los ciudadanos. La animosidad con las mujeres que defienden sus derechos, y con quienes las respaldan, es derivación de esa inflexibilidad. Picatto y Finchelstein advierten: “Esta perspectiva es perfectamente coherente con las ideologías políticas fascista y populista que identificando a los opositores políticos como enemigos de la nación, convierte a las mujeres en su blanco principal y más visible. Ya que el enemigo del líder es un enemigo del pueblo, las mujeres pueden y deben ser atacadas sin preocupación alguna por sus derechos. Silenciar a las mujeres es el primer peldaño del proyecto autoritario de silenciar la discrepancia. Es un proyecto que ha acabado siempre por fallar, pero no sin antes infligir daños profundos”.
Negar derechos de las mujeres, dar la espalda a sus fundamentales exigencias y, peor aún, avalar de una u otra forma a sus agresores, son actitudes condenadas al fracaso. Ese ha sido el talón de Aquiles más visible, y que más costos políticos les ha significado, para muchos de los autócratas populistas de los tiempos recientes. Con toda razón la escritora turca Ece Temelkuran, en su brillante libro Cómo perder un país, dice que no es casualidad que “en todos los países que actualmente están experimentando el auge del populismo de derechas las mujeres sean las primeras en reaccionar y las que lo hacen con mayor vehemencia. Ellas son las primeras en sentir el pinchazo de la misoginia, que es el compinche inseparable del populismo de derechas”.
Derechas a izquierdas son emplazamientos un tanto arbitrarios, que dependen de acepciones sobre las que nunca hay unanimidad. Hace rato Norberto Bobbio escribió que el campo de las izquierdas es el de la justicia social y la democracia. Por otra parte la lid por la igualdad, la defensa de los derechos, el reconocimiento de la diversidad y el interés para construir un espacio público en donde se respeten las ideas de otros, son antagónicos con las posiciones de derechas.
Una de las claves para caracterizar a derechas e izquierdas es la medida en la que reconocen o evaden los derechos y las exigencias de las mujeres. Resulta claro en dónde, también con ese parámetro, se ubica el populismo actualmente instalado en Palacio Nacional.
ALACENA: Empobrecimiento político
Cuando, hastiado de un asunto que le exaspera y que no quiere ni sabe enfrentar, exclama “¡ya chole!” ante los reclamos contra la candidatura de su correligionario Félix Salgado en Guerrero, el presidente López Obrador ratifica su carencia de argumentos en ese, como en tantos otros temas. El empobrecimiento de nuestra vida pública ha llegado a esa sustitución de las explicaciones (y la rendición de cuentas) por las admoniciones y el desdén a la discrepancia. Esa expresión acompañará a López Obrador durante muchos años.