Categorías
El debate público

¿Nueva época?

José Woldenberg

Reforma

10/12/2015

¿Fueron las elecciones de 2015 el anuncio de una nueva época en materia partidista? Así como México pasó de un sistema de partido hegemónico a uno multipartidista con tres ejes ordenadores básicos, ¿estaremos transitando hacia un régimen de partidos mucho más disperso? Las preguntas no son anodinas, porque de suceder, las derivaciones políticas no serán menores.

De 1988 a 2012 nuestro sistema de partidos fue multipartidista, pero con tres referentes fundamentales que ordenaron -para bien y para mal- la mecánica política. Esos tres polos -PRI, PAN y PRD (ya sé que en el 88 no existía el PRD, pero el FDN puede, sin forzar demasiado las cosas, considerarse su antecedente directo)- concentraron lo fundamental de las votaciones y por ello de la representación: en 1988 el 98.6 por ciento de los votos para Presidente y el 98.3 para diputados. En 1991 el 83.8 para diputados. En 1994 el 91.2 por ciento para Presidente y 89.8 para diputados. En 1997 el 88.9. En el 2000 aparecen las coaliciones lideradas por alguno de esos partidos y como no se puede conocer cuántos votos aportó cada partido tomo la votación de la coalición respectiva: para Presidente 95.2, para diputados 93.9. En 2003, 89.1. En 2006, 93.4 y 90.6 respectivamente. En 2009 -aunque continuaron las coaliciones, al estar separados los partidos en la boleta, podemos conocer cuántos votos recibió cada uno- 77.1. En 2012, para Presidente 95.2 y para diputados 76.2. Y en 2015, 61.1.

A lo largo de ese cuarto de siglo fueron tres los partidos que imprimieron su sello a la dinámica política del país, lo que incluye, por supuesto, a las coaliciones que giraron sobre sus respectivos ejes. No obstante, las elecciones de 2015 expresan un potencial quiebre de esa realidad. En conjunto los tres partidos perdieron buena parte de su votación, aunque la escisión del PRD y el surgimiento de Morena explican lo fundamental de ese cambio. No obstante, hay una transferencia de votos de «los tres grandes» hacia formaciones políticas menores, lo que si se sostiene en el tiempo podría estar prefigurando un sistema de partidos mucho más fragmentado y por ello mismo con grados mayores de dificultad para generar gobernabilidad (en el sentido estrecho del término: la capacidad de un gobierno para hacer prosperar sus iniciativas en el circuito legislativo). Si a ello le sumamos la irrupción de los candidatos independientes, las posibilidades de una mayor dispersión de los votos se multiplica.

No faltarán las voces que intenten revertir la situación con fórmulas tendientes a adelgazar la pluralidad y la representación: «que si inyectamos una cláusula de gobernabilidad», «que si volvemos a subir el umbral de votos necesarios para que un partido mantenga el registro» u otras. Pero la solución no es cercenar la diversidad de ofertas políticas, sino ofrecerles un mejor marco institucional para su competencia y coexistencia.

En cuanto a la fórmula de gobierno sigo pensando que lo óptimo sería un régimen parlamentario, que podría traducir de manera exacta los votos en escaños, y que obligaría, si ningún partido obtiene la mayoría absoluta de asientos, a gobiernos de coalición. Pero por lo pronto esa es más una discusión académica (bueno, ni en ese circuito se discute mucho) que política. No obstante, una reforma reciente a la Constitución intentó hacerse cargo del problema al establecer como una facultad del Presidente optar, en cualquier momento, «por un gobierno de coalición, con uno o varios de los partidos políticos representados en el Congreso» (art. 89, inciso XVII). Y para 2018 podría ser un buen recurso del nuevo titular del Ejecutivo, si él y su partido no tuvieran los escaños suficientes.

No obstante, en relación a la regla para la elección del Presidente nuestra Constitución sigue estableciendo que el candidato que obtenga la mayoría relativa de votos será el ganador. Esa disposición, en la dilatada época del partido hegemónico, resultaba inocua. En la época del tripartidismo funcionó, ¿pero en un sistema con cuatro candidatos de partidos fuertes y uno o dos independientes con arraigo, qué sucederá? ¿Tendremos un Presidente con el 25 por ciento de los votos? ¿Eso conviene? En el periodo del tripartidismo, la segunda vuelta electoral no me parecía necesaria, pero ahora creo que no estaría de más evaluarla, para alcanzar dos objetivos: a) un mínimo respaldo de inicio al Presidente y b) que no se convierta en el titular del Ejecutivo alguien que genere más rechazo que aceptación.