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El debate público

Oportunidades y peligros

José Woldenberg

20/01/2015

Nexos

Momento cargado de promesas e incertidumbre

Vivimos un momento plástico. Uno de esos relámpagos en los que se alimenta la esperanza anudada a la incertidumbre. Los momentos plásticos son aquellos en los cuales, dependiendo de las decisiones de los diferentes actores (por acción u omisión), dependerá el futuro inmediato. Son coyunturas cargadas de promesas y expectativas pero también de tensiones y preocupación. Se trata de auténticas rupturas de la cotidianidad, de la apatía, de la “normalidad” que abren un haz de posibilidades, todas ellas inciertas. Nadie puede conocer el desenlace y al mismo tiempo muchos intentan que la solución se ordene con sus propias visiones del mundo e intereses. Ningún período plástico es similar al reino de la libertad absoluta. Las fuerzas contendientes y en movimiento tienen limitaciones anímicas, institucionales, normativas e incluso de comprensión (cada una de ellas tiene su propio código de entendimiento y pueden estar viviendo experiencias más que distintas, contradictorias), pero de lo que hagan o dejen de hacer dependerá el desenlace de los acontecimientos. No hay nada prefijado, nadie puede asegurar cómo estaremos dentro de dos semanas o dos meses, por ello es necesario que las fuerzas políticas y sociales en movimiento (o no) construyan un horizonte y los eslabones para hacerlo realidad. La otra apuesta, indeterminada, azarosa, es dejar que la inercia –el no tan libre juego de las corrientes- acabe por modelar lo que pueda modelar.

Ya lo he citado y lo vuelvo a hacer. En un revelador ensayo, “Los momentos perdidos de la historia”, el historiador inglés H.R. Trevor-Roper, ilustraba con un buen número de casos en los que sí se hubiera hecho “A” en lugar de “B” el desenlace hubiese sido radicalmente distintos. No lo hacía en un afán academicista ni especulativo sino (creo) para llamar la atención sobre una idea que debería ser sentido común pero que por desgracia no lo es: casi siempre en el “escenario” hay “alternativas que compiten entre sí”, por lo cual invariablemente hay dilemas que atender y superar. No existe nada que se parezca a una salida única e inescapable, aunque un historiador luego de muchos años opine que lo que fue no tenía otra opción más que ser tal y como aconteció. (Vuelta Nº 153, agosto de 1989).

La movilización, la violencia, la antipolítica

Por lo pronto, la indignación y el rechazo. El malestar. La rabia. El hartazgo. Todo ello está presente en las multitudinarias y pacíficas manifestaciones que han desatado los crímenes de los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa. Son producto de un resorte que no soporta constatar pasivamente la complicidad criminal entre autoridades y grupos delincuenciales que llegó al extremo de liquidar a decenas de jóvenes. Son por ello una esperanza, una corriente de aire fresco. Esas marchas pueden y deben ser el combustible para cambios importantes. Esa emoción que ha puesto en acto a miles y miles, que los cohesiona en un estremecimiento contra la barbarie, la ilegalidad y el abuso, que los ha llevado a llenar calles y plazas, a cerrar centros de educación superior, a hacer de las redes sociales circuitos por donde fluye un clamor de justicia, tiene –creo- necesidad de trascender la más que entendible conmoción por los infames hechos y delinear un horizonte que no puede (¿debe?) petrificarse en el comprensible reclamo de que los estudiantes aparezcan con vida. Sobre todo a la luz del informe del Procurador en el que se afirma que fueron liquidados.
Esas esperanzadoras manifestaciones pacíficas también pueden diluir su impacto bajo el influjo de dos fenómenos que están presentes: la violencia y la antipolítica. No es lo mismo el movimiento pacífico que explota sus derechos y ejerce sus libertades que las expresiones violentas. Pueden o no tener motivaciones similares pero sus derivaciones nunca serán las mismas. Las manifestaciones pacíficas deben servir para que crímenes como los de Ayotzinapa o Tlatlaya no vuelvan a repetirse, para acicatear reformas en todos los eslabones -hoy contrahechos- de la cadena institucional que persigue y juzga a los delitos y a los delincuentes, para engrosar el compromiso con la vigencia plena de los derechos humanos; pero la violencia, por lo pronto tiene tres claros efectos: a) genera pérdidas materiales que pueden ser y son el anuncio de agresiones a personas (bastaría recordar los injustificados y arteros ataques al Ingeniero Cárdenas y a Adolfo Gilly en una marcha, a Jesús Zambrano en la UNAM y a Alejandro Encinas en Xalapa), b) al ampararse o confundirse en las movilizaciones cívicas y pacíficas erosiona el enorme aprecio que éstas últimas han suscitado y c) incrementan la espiral de violencia y pueden acabar legitimando la intervención de la fuerza pública. Como lo señalaron los voceros de la marcha 43 x 43 “la lucha es pacífica”. (La Jornada 10-11-14).
La violencia puede ser una expresión nihilista como la de los autollamados anarquistas o pensarse como una palanca de transformación revolucionaria como, al parecer, creen quienes la han desatado en Guerrero. Pero en ambos casos –sea que porte o no una promesa de futuro- es sinónimo de destrucción, intimidación y eventualmente muerte.

La antipolítica puede o no conjugarse con la violencia. Flota en el sentido común y es fácil alimentarla. Apoyada en un malestar real, extendido y profundo, no es privativa de México. El discurso antipolítico, como dice Andreas Schedler, no supone darle la espalda a la política, sino irrumpir en ella con una arenga simplificadora que construye dos bandos escindidos e irreconciliables: los políticos y los ciudadanos. Los primeros no serían más que una banda indiferenciada de ineptos, corrutos, insensibles; mientras los segundos son el manantial de todas las virtudes: solidaridad, rectitud, eficacia. No extraña que quien emite ese discurso se piense como el representante del polo bueno que debe combatir al polo malvado. Como si los políticos y los ciudadanos fueran dos universos diferentes y escindidos, como si los primeros fueran extraterrestres. El orador antipolítico dice lo que muchos quieren escuchar: descalificaciones de bulto, injurias a los supuestos o reales responsables de todos los males.

El discurso antipolítico siempre tiene leña para mantener la hoguera viva. Cada acto de corrupción, cada declaración estúpida, cada fallo en un programa público –que nunca faltan- hasta las tragedias que hoy sacuden a la sociedad son prueban irrefutables de la incapacidad y degradación de ese bloque indistinto al que se llama “clase política”. Contra él se apuntan todas las baterías, se ensueña en la refundación de todo de manera adánica, lo que conduce a un callejón sin salida. Si triunfa –poco probable- tendría que volver a inventar el mundo. Si es derrotado lo único que recoge es una desilusión ampliada. La irrupción civil debe llevar a reformar lo que se deba reformar. Que, por cierto, es mucho.

La necesidad de una agenda

Por todo ello, en un intento por ofrecer un horizonte tentativo a la crisis actual, desde el Instituto de Estudios para La Transición Democrática que preside Ricardo Becerra, propusimos siete grandes líneas de trabajo y eventuales compromisos, no como una receta cerrada e infalible, sino como un aporte para fortalecer la imprescindible conversación pública: 1) colocar a los derechos humanos en el centro, 2) fortalecer las políticas encaminadas a la atención a las víctimas, 3) discutir para rehabilitar el poder municipal, 4) debatir para reformar el Poder Judicial, 5) abrir el campo de visión y reconocer que la pobreza y desigualdad son un caldo de cultivo para muy diversas patologías sociales, 6) diseñar una ruta para la construcción de un Estado de derecho digno de tal nombre y 7) fórmulas para atender las crisis simultáneas de representatividad, administrativa y de gobierno.

Porque vale la pena repetirlo: también puede ser un momento perdido o un escalón hacia algo peor.

Ahora bien, en estos días aciagos, como los llamó Raúl Trejo Delarbre, es necesario abrir el campo de visión. Es hora de pensar como imaginamos que debe ser nuestra convivencia. Se trata precisamente de un “deber ser” que puede orientar los esfuerzos para reconstruir no solo el entramado estatal sino el tejido social. El tema aparece y desaparece de la agenda pública y no logra adquirir centralidad. En los momentos dramáticos que vive el país parece inexcusable. Existe un contexto de exigencia, un contexto de legítima preocupación por el futuro que debería fomentar un debate más allá de la coyuntura.

Hay tres dimensiones que deben conjugarse para hacer habitable -para todos- la vida en común: a) el ejercicio más amplio posible de las libertades, b) un basamento de satisfactores materiales y culturales que posibilite la cohesión social y c) un Estado de derecho digno de tal nombre que regule la conflictividad inherente a toda convivencia.

En relación al punto “A” mucho hemos avanzado, pero en los otros dos nada o casi nada. De tal suerte que el trípode que sostiene nuestras relaciones se encuentra desequilibrado e impide cualquier coexistencia medianamente armónica. Por el contrario, ese notable desbalance genera y seguirá generando conflictos sin fin y espirales de desencuentro cada vez más profundas. Trato de explicarme.

El ejercicio de las libertades se ha expandido como acicate y correlato de un prometedor proceso democratizador que vivió el país. No me canso de repetirlo: México pasó de un sistema de partido hegemónico a otro plural y competitivo, de elecciones rituales y sin competencia a comicios altamente disputados y con ello el mundo de la representación fue habitado por una diversidad de corrientes políticas. Ello transformó a una Presidencia casi omnipotente en una presidencia acotada por otros poderes constitucionales y fácticos, a un Congreso subordinado a la voluntad presidencial en un Congreso vivo, tenso, equilibrado, en el cual ninguna fuerza puede hacer y deshacer a voluntad; a una Corte que en materia política era similar a un cero a la izquierda en una Corte que resuelve controversias entre poderes, y sígale usted. Y en ese transcurso las libertades se afianzaron y extendieron. Bastaría comparar la prensa, el ejercicio de la libertad de manifestación, la visibilidad pública de los conflictos, antes y ahora.

No obstante, las otras dos dimensiones se mantienen prácticamente inalteradas. Somos un país marcadamente desigual, de tal suerte que cuesta trabajo hablar de un México. Gonzalo Hernández Licona nos recuerda que en el 2010 el 10 por ciento de los hogares más pobres recibían solo el 1.8 por ciento del ingreso total del país, mientras el 10 por ciento de las familias más ricas concentraban el 33.9. En 1992 los porcentajes respectivos eran 1.6 y 38. Hay una ligera mejoría pero se requiere de una lupa para observarla. El mismo autor nos informa que somos un país más desigual que “Ucrania, Etiopía, Vietnam, Nigeria, Kenia o Burkina Faso”. (“Crecimiento económico, desigualdad y pobreza en México” en Aguilar y Alatorre (coordinadores). El futuro del Estado social. MAPorrúa. 2014). Esa marcada desigualdad genera todo tipo de patologías sociales y tapona las posibilidades de cohesión social. Es difícil –quizá imposible- sentirse parte de una comunidad nacional en un mar de desigualdades económicas, sociales, educativas, de salud, alimenticias, de vivienda. Y todo ello no lo resolverá el libre fluir del mercado. Estamos obligados a voltear los ojos a las experiencias que fueron capaces de construir Estados de bienestar, asegurando un piso de satisfactores universales.

En relación al Estado de derecho los déficits están a la vista. No es la ley y las instituciones encargadas de aplicarla las que regulan –en muchos casos- la relación y los conflictos entre las personas y entre éstas y los aparatos públicos. Por el contrario, la ley del más fuerte, la ley de la selva es la que se impone una y otra vez. La ola de violencia y la creciente inseguridad, aunadas a los ancestrales fenómenos de corrupción, impunidad, arbitrariedad, carcomen la imagen de las instituciones y la confianza en ellas, haciendo que la convivencia se vuelva tensa, cargada de agravios y rencores. Por desgracia, el Estado de derecho no se decreta, no aparece de la noche a la mañana; es una construcción compleja y dilatada que reclama diagnósticos especializados, políticas específicas, pasos firmes.
En suma: avanzamos en la democratización del país. Faltan los pilares que hagan posible su sustentabilidad y una vida en común menos tensionada.

27 de noviembre 2014

Artículo que apareció en la revista El Punto sobre la I. Año 4, número 16. Enero-febrero 2015