Categorías
El debate público

Orgullo y prejuicio

Rolando Cordera Campos

La Jornada

15/11/2015

Atinada y oportuna la comunicación del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas publicada en La Jornada del jueves. La designación del empresario Raúl Baillères como recipiendario de la Medalla Belisario Domínguez es un despropósito del Senado y, en efecto, puede leerse como un premio a la desigualdad que, como pocos, encarna el ejecutivo. Ahora, distinguido por una mayoría senatorial despojada de cualquier rubor republicano.

En alguna parte leí a un ululante derechista atacar a quienes han criticado la designación, tachándolos de primitivos rehenes de la cultura antiempresarial que priva entre nosotros. No pienso que tal cosa impere sobre nuestros reflejos y sedimentos culturales pero, como bien dijo Cuauhtémoc Cárdenas, no son los méritos de Baillères como empresario amasador de fortunas lo que está en cuestión. Tampoco su peculiar visión ni versión de la historia de México de la que hizo uso en la tribuna para justificar su distinción. Ni siquiera su inaudita ocurrencia de que el otorgamiento de la presea pueda leerse como un reconocimiento a los empresarios.

La calidad y el papel de la tribu empresarial mexicana deberían ser sometidas a un serio y severo escrutinio tanto desde una perspectiva histórica concreta como de la que exige la inclinación, abierta y militante, del gobierno del presidente Peña Nieto por los llamados proyectos público-privados que buscan hacer descansar la indispensable generación de bienes públicos en la disposición del capital privado a invertir en su producción y gestión a largo plazo.

Tal proclividad de los dirigentes del Estado a negar al Estado, desde las cumbres del mismo Estado, no tiene ningún soporte sólido en la experiencia internacional de aplicación de la referida fórmula. Tampoco goza de firmeza analítica, salvo en las catacumbas de la ortodoxia más roma que el empresario distinguido por el Senado ha promovido y, al parecer, financiado por décadas.

Como quiera que sea, la decisión del gobierno es en firme y se desplegará pronto al calor de la austeridad presupuestal ya aprobada por los Diputados y aplaudida por las cúpulas del poder y, digamos, del pensamiento empresarial que se alojan en el espectral Consejo Mexicano de Negocios.

De aquí la necesidad de poner sobre la mesa la energía y catadura, moral y técnica, la solvencia financiera y las destrezas administrativas de quienes se van a hacer cargo de la gestación y administración de unos bienes y servicios cuya naturaleza y uso generalizado exigen que se les vea como parte esencial del servicio público, vinculado con algún concepto legítimo de interés general o bien común.

Nada de esto, por cierto, parece quitarle el sueño a los privatizadores de Hacienda, Energía o, peor, Salud o Educación; mucho menos preocupar a los don dineros que sólo se frotan las manos ante las pingües ganancias de este nuevo, seguro y poco exigente negocio. La empresarial es, pues, cuestión de interés público y de urgente atención por parte del Congreso y de la opinión ciudadana. Pero, desde luego, trasciende la decisión del Senado que aquí se comenta.

Lo que se puso sobre la mesa es elemental a la vez que fundamental y tiene que ver con la congruencia política de los senadores con el sentido histórico de la distinción, su origen y significado para una república sedienta de conductas ejemplares en el servicio público y la defensa del credo republicano, que nunca ha negado ni soslayado el sitial principal que la justicia social ha tenido y debe tener en su desarrollo. Planos en los que el señor Baillères no se ha distinguido, ni tendría por qué hacerlo, puesto que su trayectoria e intereses están en otros lados. Y, en todo caso, reclamarían de otras distinciones que las destinadas a recordar y rendir homenaje a un mártir de la usurpación y la dictadura de Huerta.

El líder de los senadores priístas se dijo orgulloso de la decisión tomada. Es bueno hacer saber, como hizo el ingeniero Cárdenas, que no todos compartimos tal satisfacción y que más bien nos indigna y avergüenza tener que ser testigos de una decisión que, por aberrante, es inaceptable.