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El debate público

Pactar no es claudicar

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

03/08/2015

El acuerdo con los grandes partidos de oposición permitía avances para todos, incluyendo a la sociedad. Las instituciones políticas quedaban reforzadas con esa eficacia de los acuerdos y la política. La imagen que Peña Nieto se estaba construyendo como buen negociador, capaz de reconocer puntos de vista de sus interlocutores, fue desplazada por el político medroso.

Al promover el Pacto por México, los partidos se comportaron con madurez: pudieron identificar y ensanchar coincidencias en asuntos fundamentales, crearon espacios para procesar acuerdos, hicieron política. Por desgracia, el PAN y el PRD no supieron —porque no quisieron— reivindicar como propios los beneficios de esos acuerdos. Mientras ejercitaban la razón para lograr decisiones conjuntas con el gobierno, mantenían el corazón anclado en la discrepancia contestataria. No acertaron a mantener su perfil de oposiciones que, como en toda democracia civilizada, perseveran para alcanzar compromisos sin por ello dejar de manifestar diferencias.

En el gobierno se comprendió, con perspicacia, que a todos les convenía esa construcción de acuerdos en asuntos clave como educación, transparencia, reforma política, política fiscal, competencia económica y telecomunicaciones. Enrique Peña Nieto y sus operadores hicieron política con visión de Estado al aceptar reformas que debilitaban sus arreglos con poderes fácticos como el cacicazgo sindical en la educación o las empresas de telefonía y televisión.

El acuerdo con los grandes partidos de oposición permitía avances para todos, incluyendo a la sociedad. Las instituciones políticas quedaban reforzadas con esa eficacia de los acuerdos y la política. Sin embargo, muy pronto el gobierno estuvo acicateado por necesidades menos históricas. La imagen que Peña Nieto se estaba construyendo como buen negociador, capaz de reconocer puntos de vista de sus interlocutores, fue desplazada por el político medroso, que no toma decisiones o que ignora voces de la sociedad, como se pudo apreciar en las primeras semanas después de la tragedia de Ayotzinapa o en la inacción ante las denuncias acerca de la Casa Blanca.

La primavera reformista del Pacto por México tuvo frutos de innegable importancia. Pero duró tan breve tiempo que no han existido distancia ni reflexión suficientes para evaluarla. A ese proceso de acuerdos se le ha mitificado y se le culpa de los desaciertos de los partidos.

Está de moda descalificar el Pacto. Como recurso de propaganda política es entendible que lo cuestionen quienes no quieren una política de reformas, sino de ruptura. Morena y su propietario han dejado perfectamente claro que apuestan a reemplazar, no a reorientar las instituciones políticas. No están comprometidos con las reformas, sino con el afán para colocarse en el gobierno, como si la sustitución de unos individuos por otros bastase para reorientar el país.

Los dirigentes de Morena son congruentes en sus acometidas contra el Pacto. Pero los actos de contrición para exorcizar las secuelas de ese acuerdo, así como los cuestionamientos de quienes le atribuyen el fracaso electoral de las oposiciones, coinciden en descalificar la construcción de compromisos, es decir, el ejercicio pleno de la política.

Para Gustavo Madero, las derrotas del PAN en las elecciones de junio sucedieron “sobre todo, por la mala imagen que le generó el Pacto por México” (Milenio, 12 de junio). A su vez, desde el PRD Jesús Zambrano considera que “pensar en reeditar el Pacto por México en 2015 en San Lázaro no es sino deseo de tontos o ganas de descalificar a alguien de antemano”.

En ambos partidos, los dirigentes se volvieron rehenes del discurso de sus antagonistas. Era natural que, por ejemplo, los rivales de dirigentes como Jesús Zambrano y Carlos Navarrete dentro de su propio partido quisieran descalificarlos diciendo que se entregaron al gobierno cuando suscribieron el Pacto. No pocos de quienes propalaron esa versión se marcharon a Morena o lo harán en algún momento. Pero en vez de afianzarse como una opción competente para propiciar reformas y, al mismo tiempo, seguir siendo opositora, esos dirigentes se abstuvieron de reclamar el capital político que les correspondía por tales cambios. Lo mismo sucedió entre los líderes de Acción Nacional.

Condicionados por esa actitud culposa, los dirigentes de tales partidos dejaron el campo libre para que el gobierno de Peña cosechara las ventajas de haber promovido la evaluación de los maestros o las nuevas reglas para las telecomunicaciones, entre otros asuntos. Más aún: al dar la espalda a esas y otras reformas, los partidos de oposición contribuyeron a restarles base social. En vez de convertirse en defensores de tales cambios, PRD y PAN se comportaron como si fueran ajenos a ellas.

En una sociedad habituada a las confrontaciones maniqueas y con un contexto mediático que favorece la polarización, no es sencillo construir una oposición reformadora y a la vez rigurosa delante del poder. Pero PAN y PRD ya se encontraban en esa ruta; fue gracias a esa actitud que tuvieron sensibilidad para desarrollar el Pacto. Luego, les ganó la propensión al enfrentamiento.

La descalificación del Pacto es compartida por voces sensatas que, en este caso, se equivocan. El investigador Alberto Aziz Nassif ha escrito, sobre esos partidos en las elecciones recientes: “Parte de los malos resultados apuntan a su mimetismo con el gobierno, prácticamente perdieron el carácter de oposición y de contrapeso. Ésa fue una de las consecuencias de haberse montado en la estrategia del Pacto por México, en condiciones de socio subalterno del gobierno” (El Universal, 23 de junio).

En la misma línea Denise Maerker, una de las periodistas más serias en el actual escenario mediático, explica así porque no hay opciones de oposición rumbo a 2018: “De un lado, la oposición domesticada (PRD y PAN) no se reencuentra todavía en su tarea de contrapeso. Los tiempos del Pacto, por definición, no dejaron que creciera ninguna figura opositora, hombre o mujer, panista o perredista, que en su momento se volviera una clara alternativa frente al presidente en funciones” (El Universal, 28 de julio).

La idea de que acordar es claudicar forma parte de esa concepción imperante que identifica a la política sólo con la confrontación. Estamos tan acostumbrados al avasallamiento de unas fuerzas políticas por parte de otras, al carro completo, que no comprendemos la relevancia de la negociación, que no es supeditación ni mimetización. Estamos tan habituados a escenarios en donde hay quienes ganan todo en tanto que otros lo pierden todo, que no hemos construido contextos analíticos suficientemente sólidos para comprender que si no es con acuerdos, seguimos al garete del autoritarismo.

La oposición, para realmente ser contrapeso y no únicamente lastre en la vida política, tiene que proponer constantemente regatear una y otra vez, concertar tanto como sea posible. Eso fue el Pacto. Fue un proceso inicialmente discreto porque de otra manera no hubiera fructificado. De allí resultaron acuerdos que los partidos llevaron al Congreso, donde fueron discutidos y en muchos casos modificados. Las reformas así aprobadas no eran las que Peña y el gobierno inicialmente querían promover. En cada una de ellas hubo logros de las oposiciones y, claro, temas que no tuvieron consenso.

Los dirigentes panistas y perredistas pudieron haberse prestigiado con tales reformas. Si no lo hicieron no fue por doblegarse a la agenda del gobierno, sino porque no quisieron, o no pudieron, solidificar un perfil de oposiciones que reforman a la vez que cuestionan. Uno de sus grandes tropiezos fue el silencio, aquiescente casi, frente a la “Casa Blanca” de la familia presidencial.
Acordar no es someterse. Pero mientras se mantenga la especie de que quien pacta se domestica, será muy difícil que tengamos oposiciones capaces de hacer política sin arrepentirse de ello.

ALACENA: Morir en Narvarte
Es difícil defender a la política institucional y a los acuerdos frente a crímenes tan indignantes como los que sufrieron el periodista gráfico Rubén Espinosa Becerril y cuatro mujeres, una de ellas la joven activista social Nadia Vera. Espinosa estaba refugiado en la ciudad de México después de ser perseguido por el gobierno de Veracruz. La suma de periodistas veracruzanos recientemente asesinados es intolerable. El descrédito del gobernador Javier Duarte tendría que movilizar a la sociedad veracruzana y al país. En este caso, además, el gobierno de la ciudad de México tiene la ineludible obligación de investigar el asesinato sin rodeos ni subterfugios.