Categorías
El debate público

Polarización y vulgaridad del populismo

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

16/11/2020

La negativa de López Obrador a reconocer y saludar el triunfo de Joe Biden ha servido para que no queden dudas sobre el carácter político de nuestro gobierno. The Guardian, al que es imposible calificar como prensa conservadora, subraya el populismo de derechas que define a muchos de los dirigentes políticos que no han querido reconocer la decisión electoral en Estados Unidos. El presidente brasileño Jair Bolsonaro, el primer ministro de Hungría Viktor Orbán, Mateo Salvini que dirige el derechista partido italiano La Liga, Marine Le Pen que encabeza el Frente Nacional en Francia y Andrés Manuel López Obrador, se encuentran entre los simpatizantes de Trump que no han admitido ese resultado.

López Obrador forma parte de una galería de autócratas y demagogos. El populismo difumina ideologías aunque en los casos mencionados se trata de dirigentes que, más allá de su discurso, despliegan decisiones conservadoras. El abandono del Estado en sectores clave como la salud pública, el auspicio a grupos religiosos cuya participación política desafía al laicismo, el enfrentamiento con la ciencia y la cultura e inclusive desplantes bobos pero socialmente costosos como el rechazo al cubrebocas en la actual pandemia, señalan el conservadurismo de López Obrador y su gobierno y lo emparentan ideológicamente con líderes autoritarios como los antes mencionados.

Estamos ante un viraje global que, en variadas latitudes, ha propiciado la consolidación del populismo —por fortuna no siempre por largos periodos como se puede advertir en Estados Unidos—. Ese giro ha sido propiciado por el descrédito de la política convencional. Las ineficiencias y sobre todo la corrupción de los gobernantes son documentados como nunca antes gracias al periodismo de investigación, los mecanismos de transparencia y los recursos en línea para exhibir y propagar evidencias de manejos ilícitos. Ante los defectos de las instituciones políticas, amplios segmentos de ciudadanos desarrollan una suspicacia que en ocasiones los conduce a simpatizar con expresiones antipolíticas. Los partidos ya conocidos han sido incapaces para encauzar y representar el malestar de la gente. Los medios de comunicación y especialmente las redes sociodigitales exhiben todas las versiones y posiciones pero, en tales espacios, destacan las actitudes más estridentes. Las posibilidades de discusión argumentada se dificultan cuando en el ambiente público proliferan la gritería y las simplificaciones.

Nos encontramos en El siglo del populismo, como dice el historiador francés Pierre Rosanvallon en su libro más reciente. Ese profesor del Colegio de Francia hace un esfuerzo analítico para entender al populismo como algo más que una moda o una respuesta contra la política establecida. El populismo, indica, no se explicaría sin el afán de muchas sociedades para resolver sus crisis de representación. Rosanvallon es cuidadoso en su apreciación del populismo cuando resume su desarrollo desde fines del siglo XIX pero resulta demoledor en el apartado destinado a la crítica de ese síndrome político.

El populismo se nutre de la polarización, así como del desdibujamiento de las instituciones. Hay procesos de “brutalización directa” de las instituciones del Estado, dice Rosanvallon, como el que ocurrió en Venezuela bajo el gobierno de Hugo Chávez cuando el Congreso fue desplazado por una ilegal Asamblea Constituyente que forzó la desaparición de la Corte Suprema. Otra posibilidad es la “desvitalización progresiva” de las instituciones políticas como la que se registró en Hungría por disposición de Viktor Orbán que redujo atribuciones esenciales de la Corte.

Tales procesos van acompañados de la politización, que en realidad es una captura a favor del partido gobernante, de las instituciones del Estado. “Los funcionarios recalcitrantes —escribe ese autor— fueron excluidos de diversas maneras y sustituidos por fieles. Así pues, politización de sus funciones y polarización de las instituciones se aunaron para que todos los poderes quedaran en manos de un ejecutivo que tuviera, por otra parte, al poder legislativo a sus órdenes. En este caso se puede hablar de una verdadera privatización del Estado que vacía de su sustancia la noción misma del servicio público”.

Junto a la polarización del Estado, los gobiernos populistas buscan dominar a los medios de comunicación. Lo hacen reduciendo los ingresos publicitarios de la prensa de oposición y presionando a las empresas privadas como le ha sucedido en Polonia a Gazeta Wyborcza. Cuando algunas de ellas entran en crisis financiera, “sectores de negocios amigos del poder compraban a menudo esos medios, sabiendo que su ‘inversión’ sería recompensada con la obtención de ventajas diversas. Esta prensa se ve privada también de informaciones, al no tener acceso a todo un conjunto de fuentes. Sin haber censura en el sentido jurídico del término, los medios al servicio del poder terminan así por colonizar el espacio público y pesar de manera decisiva sobre la opinión pública”.

La civilidad, que es indispensable en un régimen auténticamente democrático, es socavada por la polarización que provocan los gobiernos populistas. Donald Trump ejemplifica ese afán. “Su lenguaje, teñido de eructos, insultos y ataques personales, no impacta sólo por su vulgaridad (apreciada por sus adeptos). Incita sobre todo de manera sistemática e inédita a las divisiones partidarias, al repetir que el país se divide en norteamericanos buenos y malos… Trump actúa instintivamente como si el país se dividiera entre hombres e infrahombres, amigos y enemigos que conforman mundos extraños, mensaje con el que no se cansa de machacar. Se ven así negadas, barridas las nociones de tolerancia, comunidad política y civilidad democrática”, señala el pensador francés.

El todavía presidente de Estados Unidos ejemplifica las desmesuras, las intolerancias y la zafiedad de los gobernantes populistas. Las instituciones sólo les interesan cuando están a su servicio. Decisiones discrecionales, pobreza de argumentos y abusos frecuentes, deben ser admitidos sin chistar por los funcionarios de esos gobiernos. La verdad y los hechos son sometidos a un ideologizado proceso de adulteración convenenciera. Nos apoyamos de nuevo en Rosanvallon:

“Los conflictos de intereses se ven así encastrados en lo que se describe como el combate verdaderamente decisivo, el de la verdad y la mentira, que traza una línea divisoria en la opinión pública. Los hechos y los argumentos tienden entonces a borrarse tras lo que es del orden de una creencia organizadora de los razonamientos, dificultando el menor intercambio racional. En la era de los populismos, de este modo progresivamente se radicaliza la polarización de los enfrentamientos” (El siglo del populismo. Historia, teoría, crítica, Manantial, Buenos Aires, 2020, 292 pp.)

   El populismo se autolegitima en un discurso oficial que falsea la historia y la realidad, o que solamente ofrece versiones parciales de ellas, y que se alimenta en constantes contraverdades con las que satura el espacio público. Tan sólo en su primer año de gobierno Trump dijo más de 2 mil mentiras o afirmaciones engañosas. Explica Rosanvallon: “Al introducir una confusión cada vez mayor sobre la índole de los problemas que es preciso encarar en un país, esas practicas envenenan el debate político y lo desestructuran profundamente. Asociadas a un odio, estimado saludable, a los medios de comunicación, esas mentiras contribuyen, para decirlo con otras palabras, a una auténtica ‘corrupción cognitiva’ del debate democrático. En efecto, no hay vida democrática posible sin que existan elementos de lenguaje comunes así como la idea de que es posible oponer argumentos basados en una descripción compartida de los hechos”.

Para los gobernantes populistas, puesto que consideran que personifican al pueblo, lo que dicen y hacen está amparado por el interés del pueblo. Sus opositores son calificados como “personas inmorales y corruptas, a sueldo de intereses apátridas”, explica Rosanvallon. La legitimidad que los gobernantes populistas se construyen “es excluyente, uniendo indisociablemente política y moral”. A eso se debe, añadimos nosotros, que el populismo desdeñe la legitimidad democrática. El populismo puede llegar al poder gracias a las instituciones democráticas pero, ya allí, las erosiona porque no pretende representar a toda la sociedad, no reconoce ni respeta la diversidad y porque es incapaz de participar en la deliberación que nutre a todo sistema democrático. Por eso al populismo se le enfrenta con hechos, con la verdad, impulsando —a pesar de la estridencia, las intolerancias y las falsedades que la dificultan— la deliberación pública.

ALACENA. Insolidaria campaña en TV Azteca

La gran mayoría de los ciudadanos en Chihuahua ha respetado las medidas de emergencia para enfrentar la epidemia que tiene a esa entidad en semáforo rojo y con hospitales saturados para la atención de Covid. El Congreso local aprobó el uso obligatorio de cubrebocas en espacios públicos y de uso común y el gobierno del estado dispuso restricciones de horarios para los establecimientos comerciales. Varias sucursales de las tiendas Elektra y del Banco Azteca han infringido esa medida. El propietario de esos negocios es Ricardo Salinas Pliego, dueño de Televisión Azteca, que nuevamente desdeña el interés de la sociedad y lo subordina a sus intereses de negocios. Los noticieros de ese consorcio han desatado una insolidaria campaña contra las medidas de emergencia en Chihuahua. Salinas Pliego es parte del Consejo Asesor Empresarial del presidente López Obrador.