Fuente: El Universal
Los estudiantes no tienen la culpa y sin embargo son ellos quienes están pagando los costos más elevados. Después de casi 50 días, más de 300 mil alumnos no han podido comenzar clases en el estado de Morelos. Veinte mil maestros sostienen un paro de labores y han clausurado las actividades en alrededor de mil 200 instalaciones.
No se trata de un conflicto aislado. El movimiento magisterial contiene pólvora suficiente para extenderse, por lo pronto, hacia los estados de Guerrero, Oaxaca, Chiapas, Baja California, Michoacán, el Distrito Federal y el valle de México.
La escuela no tendría por qué ser el escenario de las pugnas políticas entre las distintas facciones de maestros, ni los menores que asisten a ellas, las víctimas más vulnerables de su consecuencia.
La escuela, espacio que requiere neutralidad política para poder ofrecer conocimiento y formación cívica, se ha convertido en el centro de todas las disputas.
En una lectura simplista de la situación, se asegura que esta crisis social es el producto de la defensa que un grupo de insensatos ha hecho para perpetuar privilegios.
Se acusa a los disidentes de oponerse a la Alianza por la Educación, que quiere transparentar los mecanismos para el acceso a los puestos de maestro. ¿Quién en pleno siglo XXI puede atreverse a exigir que los cargos públicos se sigan heredando de padres a hijos?
La demanda es ridícula y por tanto todo el movimiento debe ser ridiculizado. Con esta consigna repitiéndose incesantemente en los medios de comunicación, se justifica entonces la inflexibilidad de las autoridades educativas y se explica también la innecesaria negociación con los disidentes.
El propósito moral de la cruzada gubernamental contra los revoltosos es devolver a los niños sus aulas y la pronta recuperación de las horas perdidas de clase. Se quiere, pues, rescatar a la escuela de las garras y la rapacidad de los disidentes.
En esa misión se ha invertido el gobierno federal, los gobernantes estatales y, de manera estelar, la líder vitalicia del magisterio, la profesora Elba Esther Gordillo. Todos cuentan con el apoyo de voces y plumas que han supuesto como muy virtuosa a la Alianza por la Educación.
Con todo, tengo para mí que —entre las razones que animan a este movimiento magisterial— no es tema principal el examen de oposición. Basta con extraer de entre el ruido mediático las declaraciones más importantes de los líderes opositores para concluir que esta grave crisis social tiene que ver, sobre todo, con reclamos relativos a la representación sindical.
En Morelos y otras entidades, los maestros se lanzaron al paro porque sus líderes de sección se adhirieron automáticamente a la Alianza sin haber explicado antes sus bondades, ni haber convencido de sus beneficios. Se trató de una imposición vertical y autoritaria idéntica a tantas otras imposiciones verticales y autoritarias que han experimentado desde siempre.
Y fue precisamente con Elba Esther Gordillo y sus socios con quien la Federación decidió firmar la Alianza. ¿Cómo esperar reciprocidad comprometida o adhesión entusiasta de la base magisterial en tales circunstancias carentes de legitimidad?
Frente a los maestros, la catadura democrática de Felipe Calderón Hinojosa está en tela de juicio porque ha hecho un acuerdo político —electoral y de gobierno— con el liderazgo sindical más antidemocrático de nuestro país.
Fue él, al asociarse con la profesora Gordillo Morales, quien convirtió a la escuela en un campo de batalla para la politiquería. Es esta perversa conjura, en primerísima instancia, la que ha transformado a la escuela en un lugar propicio para la ferocidad y la pugna entre facciones, un espacio donde los alumnos y sus padres tienen todo que perder.
Analista político