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El debate público

Populismo y salario

Salomón Chertorivski Woldenberg

El Universal

11/05/2016

Una de las constantes, repetidas y cada vez más subrayadas en el imaginario de cierta opinión pública y de ciertos círculos empresariales es la preocupación por que el ahora famoso «mal humor social», en las horas electorales por venir (éste y los siguientes años), desemboque en opciones antisistema, disruptivas o llanamente «populistas».

Es una preocupación bizca, porque antes de pensar en el incierto resultado político, habría que averiguar qué es lo que está provocando ese «mal humor» y poner manos a la obra para remediarlo.

Entonces se habla de corrupción, de indignación, de la indefensión cotidiana del ciudadano, de un Estado que falla a la hora de brindar seguridad. No obstante, rara vez hablamos de que la mayor parte de los mexicanos, simplemente, no llega a la quincena, no alcanzan los sueldos, y que esa es una fuente muy real, permanente y reverberante de stress, preocupación, de mal humor social, pues.

Y no es cosa de una coyuntura. Llevamos más de tres décadas con una creación de empleo formal debilitada; un salario medio real que no se ha recuperado desde los años ochenta y su corolario más inquietante: el incremento geométrico del número de jóvenes en edad productiva que no estudian ni trabajan (Samaniego, Norma. En Más allá de la Crisis, compilado por Rolando Cordera, FCE, 2016).

Si no le damos a los ingresos de la gente la centralidad que merecen, no habrá salida de la pobreza, ni mercado interno robusto, ni otro tono en el ánimo social. El dato que cita con frecuencia el Jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, no puede ser más revelador: «Del lado de los ingresos estamos abajo del nivel promedio previo a la crisis del 2009, pero incluso el ingreso corriente per cápita está por debajo de 1992».

Este es el país real que ha podido sobrellevar estas décadas porque la pasión y la elaboración en torno a «la cuestión social» giró siempre en torno a los programas sociales y a la intervención del Estado para paliar las oleadas de empobrecimiento producidas por las sucesivas crisis, especialmente la de los años 80 y la de 1995. Muchos de esos programas merecen ser fortalecidos, mejorados, multiplicados, y debemos seguir con su rigurosa evaluación, por supuesto.

Pero en cierta forma, los programas sociales a cargo de estados y gobiernos quitaron el foco sobre esa otra dimensión, la del mercado y su enfermedad, el hecho de que el mercado formal en México produce pobres, incluso pobres extremos todos los días, a partir de salarios mínimos tan extremadamente bajos.

Las evidencias no cesan de crecer. Cito un brillante trabajo reciente a cargo del INEGI: «…hasta ahora la atención está centrada, en buena medida, en quienes perciben sólo un salario mínimo. Pero las evidencias parecen constatar que dicho salario, en realidad, ejerce su influencia a distintos niveles de percepción salarial, lo cual hace que sea un referente al que se acude tanto en las relaciones laborales informales como formales» (Negrete, Rodrigo y Luna, Lilia G. Revista Internacional de Estadística y Geografía, abril de 2016). O sea: la influencia del salario mínimo es bastante mayor a lo considerado hasta ahora.

No es casual, por ejemplo, que al arrancar este año, 7 de cada 10 empresas paguen 5 mil pesos promedio. Algo de esto, creo, es un nutriente efectivo para nuestro pésimo «humor social».

Hace dos años desde la Ciudad de México se señaló a los salarios, y a los salarios mínimos, como uno de los problemas más graves del país, totalmente desatendido. Ha corrido mucha agua junto a miles de evidencias que respaldan la necesidad de un aumento significativo; el 1 de mayo pasado era una oportunidad para comenzar a corregir, pero no lo hicimos.

Es un lástima que la preocupación (sincera o no) sea tan ciega para no mirar el océano empobrecido del trabajo en México, el verdadero caldo de cultivo de las pulsiones autoritarias como de las «populistas».