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El debate público

Presentes lejanos, pasados cercanos

Rolando Cordera Campos

El Financiero

16/02/2023

Proclamar que el puerto de llegada está cerca y que habrá estabilidad financiera y de precios, junto con una recuperación del crecimiento perdido hace ya muchas décadas, es un despropósito, pero no un desatino inusual en tiempos recelosos a la verdad, incertidumbres y, en nuestro caso, certezas de una violencia criminal que crece.

No hay recuperación ninguna de una normalidad anhelada porque, para empezar, nunca estuvo con nosotros; no, al menos, por el tiempo necesario para que sus creaturas, aquellas que llevaron a muchos a hablar de avances definitivos, pudieran aclimatarse en nuestras estructuras y reflejos, todavía marcados por el atraso proverbial proveniente de la Colonia.

Sin ser despreciable lo logrado, lejos está de ser motivo de satisfacción. Cierto es que revela la acción sostenida, incluso audaz, del Estado para ampliar los mercados y darle vigor a la formación de capital, pero, sobre todo, para arriesgar(se) a la creación de instituciones pensadas para dar sentido y realidad a lo que las teorías tenían como inconcebibles, cuando no como absurdas, contrarias al conocimiento convencional de la época.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo avanzado, pero abollado que emergía del conflicto y de la Gran Depresión, se abocó a construir esa constelación institucional y político-económica que haría posible lo que la doctrina negaba: un capitalismo con dinamismo y estabilidad; poca inflación y desequilibrios financieros y comerciales menores; ocupación cercana a la plena y concordia política, gracias a la democracia recreada después del desplome político que trajo consigo el ascenso del fascismo. La empresa fue exitosa, si la juzgamos por sus frutos en lo económico, el bienestar y la reproducción de una democracia pluralista y constitucional que, con el tiempo, fue arraigándose en prácticamente toda Europa, Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda.

Regresaba así el capitalismo democrático que había colapsado en los años treinta del siglo XX, hecho que no pocos vieron como definitivo. Frente a ese portento histórico y conceptual, se formaba el mundo del llamado socialismo realmente existente, encabezado por la URSS y su autoritaria visión del comunismo. También, con lenguaje y políticas diferentes, los pueblos convertidos en naciones después del colonialismo, encabezados por las enormes formaciones demográficas y culturales de China e India, buscaban abrirse camino enarbolando el derecho al desarrollo como gran idea-fuerza de una tercera opción dentro de la polaridad peligrosa de la llamada Guerra Fría.

En algunas de las regiones donde se cocía la idea del Tercer Mundo, se vivía una circunstancia postcolonial que llevaba a muchos pueblos a la desesperación que derivaba en violencia y destrucción de Estados que apenas emergían; así lo agudizaron las aventuras guerreristas y crueles de Estados Unidos en Vietnam, en otras latitudes y en buena parte de África, intrusiones que con el mayor descaro eran presentadas como advertencias.

Así caminaba el mundo hasta que a partir de los años setenta del siglo pasado, la inestabilidad llegó y la idea del progreso ininterrumpido junto con una democracia profunda empezó a cuestionarse desde el corazón mismo de aquel capitalismo que no había dejado de festejar sus capacidades. Vinieron las grandes confrontaciones del conflicto estructural con las crisis petroleras, pero también las provenientes del corazón del capitalismo democrático con inflaciones, espectros de estancamiento, movimientos juveniles y contraculturales y la recurrencia a la violencia de los poderes establecidos, siendo las más afectadas las naciones que buscaban emerger para dejar atrás penurias y desolaciones.

La Guerra Fría sirvió como gran pretexto para derruir órdenes políticos que se pretendían democráticos; para ello estaban las fuerzas armadas, supuestamente constitucionales, como ocurrió en Brasil y Chile y luego en modo más que bárbaro en Argentina o Uruguay. La fragilidad de la gran ecuación de la segunda postguerra, de un capitalismo democrático coherente y consistente quedó en evidencia, como lo cantaron miles en Berlín o París en el inolvidable mayo del 68, y lo confirmaron las crisis globales que no querían ser así adjetivadas, desde los años setenta.

La euforia globalista de fin de siglo, alimentada por el desplome de la URSS y el despliegue del mercado que no pocos veían ya como mundial y unificado, fue vista como celebración de un nuevo mundo que irrumpiría gracias a los contextos creados por la innovación tecnológica, la extensión de acuerdos de libre comercio, las nuevas industrializaciones asiáticas, sobre todo en China; finalmente, un mundo libre de “imperfecciones y adiposidades” estatales.

De repente, explotaron las “burbujas” financieras, algunos gigantes de la especulación cayeron y se empezó a hablar de un desplome que podría volverse existencial, histórico. Poco se hizo para corregir abusos y llegó una recuperación lenta y del todo desigual que, al poco caminar, se topó con la peste acompañada por el espectro del estancamiento económico que, ahora sí, podría devenir secular.

Negar estas historias y no querer ver la realidad a que se dan el gobierno y sus corifeos no puede sino enturbiar más un panorama de por sí nublado. Tomar decisiones más allá de 2024, que es lo que debe hacer un Estado nacional e ilustrado digno de tal nombre, no está en el orden del día del grupo gobernante. Al negarse, sofoca lo que le quede de capacidad y voluntad dirigente y se vuelve sospechoso en este mundo tormentoso que no encuentra señales para (re)imaginar salidas de un remolino que no hace sino jalarnos al fondo.

Por lo pronto, hay que aprender a nadar de pecho.