La relación humana que requiere mayor justificación es cuando alguien ejerce poder sobre otro. La capacidad para imponer la voluntad propia a la voluntad ajena –al menos en las sociedades civilizadas– no sólo debe explicarse, sino que demanda ser justificada. La razón es simple: el poder de uno implica el acotamiento de la libertad del otro. Por eso la relación más extrema entre poder y libertad es la que existe entre el amo y el esclavo.
Cuando trasladamos esta ecuación a la dinámica entre gobernantes y gobernados es sabido que el poder absoluto es –precisamente– el poder ilimitado y, por lo mismo, cuando se materializa se esfuman las libertades. Los reyes de antaño y los déspotas de ahora disponen del buen nombre, la libertad y las pertenencias de sus súbditos que viven atemorizados. Leo en estos días el extraordinario libro de Carrère, intitulado Limónov, e imagino el peso sobre un ciudadano de a pie de la mirada de un Putin amenazante.
La vulnerabilidad ante los actos del poderoso ha sido el resorte para crear estados constitucionales. O, en otras palabras, para limitar con reglas y principios la capacidad del poderoso para vulnerar los derechos de las personas. Indago en la memoria el momento fundacional del Estado constitucional y recupero el artículo 39 de la Carta Magna en el muy lejano 1215: “Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelado o privado de sus derechos o de sus bienes, ni puesto fuera de la ley ni desterrado o privado de su rango de cualquier otra forma, ni usaremos de la fuerza contra él ni enviaremos a otros que lo hagan, sino en virtud de sentencia judicial de sus pares o por ley del reino”.
El núcleo de la norma es nítido: los actos de poder deben ser controlados. De ahí emanan un conjunto de instituciones que emancipan al súbdito del déspota: el principio de presunción de inocencia, el debido proceso, los juicios de tutela o amparo, el control judicial de los actos de autoridad, etc. Todas instituciones libertarias.
El recuento viene al caso por dos eventos que se han verificado en nuestro país en días pasados. Primero, la reforma al artículo 19 constitucional que amplía la prisión preventiva oficiosa a un conjunto de delitos; segundo, el señalamiento del Presidente de la República –y de dos de los altos funcionarios de su gobierno– en contra del presidente de la CRE, Guillermo García Alcocer. En ambas situaciones se ha puesto en vilo al Estado constitucional de derecho (como llaman los teóricos al arreglo institucional que protege a la libertad frente al arbitrio).
Imponer a un juez la obligación de ordenar detener y enviar a prisión “oficiosamente” a quién ha sido acusado de un delito –sin que se le haya probado nada–, en primer lugar viola el principio de separación de los poderes. El poder reformador de la Constitución –que es una instancia legislativa– conculca a los juzgadores la médula de su función. El juez no puede juzgar porque debe actuar de oficio; o sea, debe aplicar la medida sin más.
Pero, además, la prisión preventiva viola la presunción de inocencia. Al acusado del “uso de programas sociales con fines electorales” o “los delitos graves que determine la ley en contra de la seguridad de la nación, el libre desarrollo de la personalidad, y de la salud” –por citar dos supuestos peligrosamente indeterminados– se le encarcela mientras se le juzga sin importar que pueda resultar inocente. Poder absoluto sobre libertad inexistente. Leamos a la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos: “El sistema procesal penal en una sociedad democrática se funda en la primacía de la dignidad de la persona (…) la garantía de la libertad personal, el derecho al debido proceso y la presunción de inocencia, lo que se traduce en el derecho de toda persona a permanecer en libertad durante el proceso penal”.
El Presidente –al menos en el ámbito político– es el hombre más poderoso de México. Sus señalamientos pueden ser demoledores para el buen nombre y la fama pública –que son derechos humanos– de una persona. Sobre todo cuando es un Presidente popular que pasa por un momento de credibilidad indiscutible. Precisamente por eso debe ser muy escrupuloso y contenido en sus juicios y sus dichos. El titular del Ejecutivo puede ordenar y anunciar una investigación, pero no debe imputar “contratos leoninos”, “conflicto de interés” o “actos de corrupción”. Eso debe ser probado ante un juez y sólo este puede dictar una sentencia.