Mauricio Merino.
Presentación de ¿Qué país nos deja Fox? Los claroscuros del gobierno del cambio. Adolfo Sánchez Rebolledo (compilador).
No todos los textos convocados por Adolfo Sánchez Rebolledo para este libro hacen una evaluación de la gestión emprendida por el presidente de la República, como tal. Algunos responden más bien a la pregunta que plantea su título: ¿Qué país nos deja Fox?. Pero ya sea mirando hacia el presidente que se propuso ser y no fue, o hacia el cambio que se prometió y no se cumplió, el resultado es de todas maneras, desalentador. Pongo ejemplos:
Raúl Trejo Delarbre nos dice: “En vez de construir una nueva relación de respeto e interlocución con los medios, el gobierno de Fox admitió con tanta condescendencia los requerimientos de las empresas de comunicación más importantes, que acabó por estar al servicio de ellas”.
Ernesto López Portillo escribe: “Fox se va del cargo tal como llegó: sin un modelo técnico y moderno de interpretación y gestión de la inseguridad, el delito y la violencia. Se va sin haber entendido la complejidad de estos fenómenos y sin haber integrado un modelo precisamente complejo para entenderlos y transformarlos”.
Lorenzo Córdova, más cauto, señala: “Hacer un balance de la situación que guardó el Estado de derecho en el sexenio de Fox sin duda nos obliga a reconocer un escenario de claroscuros. (…) Sin embargo, no puede dejar de reconocerse que las viejas tentaciones de instrumentalizar el derecho a conveniencia de los intereses políticos, cuando no incluso a manosearlo, constituyen un resabio de un arraigado modo de concebir el poder propio de la mentalidad autoritaria”.
Jacqueline Peschard concluye: “De ninguna manera hubo parálisis legislativa, pero prevaleció la imagen de incomprensión del Congreso hacia el Ejecutivo, sustentada tanto en el despliegue comunicativo de la presidencia, como en el acompañamiento de los propios medios de comunicación que sistemáticamente insistieron en desprestigiar al Congreso”.
Ciro Murayama, después de pasar revista a la economía del sexenio, remata diciendo: “En suma, el país que produjo por la vía democrática la alternancia en el gobierno en el 2000, seis años después continúa siendo una tierra de carencia de oportunidades para los más y de oprobiosa desigualdad”.
Federico Novelo afirma, respecto a la evolución del TLC en el sexenio: “La obsesión por preservar un programa económico que sólo arroja estabilidad sin crecimiento resulta del todo contraria a la construcción de aquellos instrumentos que otorgarían viabilidad y visibilidad a la convergencia realmente relevante con los Estados Unidos: en bienestar y productividad”.
Rolando Cordera subraya un dato: “Después de casi un cuarto de siglo de cambio estructural para la globalización (1985-2000), la desigualdad se mantiene como el signo distintivo de nuestra realidad social”. Y después sostiene una tesis: “los retos que la desigualdad le plantea a la democracia no pueden soslayarse con el pretexto de que la fase que hoy se vive es la de una recuperación del crecimiento y de consolidación de la democracia (…). El discurso democrático no se restringe al proceso de conformación y transmisión del poder constituido”.
Por su parte, el relativo optimismo de José Woldenberg (que yo leo como una creencia legítima en la capacidad de las instituciones electorales, avalada por la evidencia incontestable de la pluralidad arraigada ya en México por la vía de los votos), y que lo lleva a decir que en el sexenio de Fox “Las elecciones se desarrollaron de manera normal, fueron competidas, vivimos fenómenos de alternancia y puede afirmarse que se asientan como el método indiscutido a través del cual se pueden y deben ocupar los cargos de elección popular”, forma parte de un fraseo que debe matizarse (creo yo) por el hecho de que ese texto fue escrito antes del 2 de julio del 2006.
Ricardo Becerra, en cambio, tuvo la ventaja de escribir su capítulo después de esa fecha. Y escribe: “…hay un trasfondo que subyace a la aspereza del discurso de López Obrador, un encono y un rencor desencadenado no sólo por los instintos básicos de la izquierda bronca, sino por una historia odiosa que incluyó el intento del desafuero (…), la descarada impertinencia presidencial, la genialidad derechista promotora de las campañas para sembrar el miedo y la intromisión ilegal de la cúpula empresarial”. Sin embargo, el propio Becerra añade que “la izquierda se dispone a emprender un borroso trayecto dentro y fuera de las instituciones para la refundación taumatúrgica de… todo. Esa ruta, ese diagnóstico, representa la vuelta a la transición democrática” y es, agrego yo para resumir, un error lamentable, tomando en cuenta el enorme avance que tuvo esa izquierda, hoy agraviada, en las elecciones del 2006.
En suma: ninguno de los capítulos de este libro y en ninguno de los terrenos que toca (con excepción del escrito por Woldenberg) leemos buenas noticias. ¿Qué país, entonces, nos deja Fox? Este libro diría: en materia de medios, un oligopolio consolidado y consentido por el poder; en seguridad pública y justicia penal, un problema mucho mayor que el de hace seis años, sin diagnóstico y sin política pública definida; en cuanto al estado de derecho, algunos avances (las leyes de transparencia, la de combate a la discriminación y la del servicio profesional de carrera, quizás), algunos cambios menores en otras leyes puntuales, muchos pendientes y varias lecciones, tan lamentables como inocultables, de un mal uso de la legalidad ya negociada o ya puesta al servicio de los intereses políticos del gobierno; en la relación entre Congreso y Ejecutivo, la producción de muchas y nuevas leyes (eso sí), pero también el fracaso de las reformas más importantes (las que más hacían falta) y un uso perverso de los medios y la propaganda oficial en contra de la legitimidad del Congreso; además, y quizás sobre todo, una economía estancada, una relación más desequilibrada y tensa con los Estados Unidos, una sociedad más desigual y más pobre, un modelo de estabilidad sin destino y la ausencia de una verdadera agenda social del Estado. Y todo eso, tras un proceso electoral que distó mucho de la imagen ideal que teníamos hasta hace muy poco tiempo (esa imagen de las elecciones suecas del año 2000, como diría Becerra, parafraseando a Felipe González). Ese es, sin matices innecesarios, el país que, según este libro, nos deja Fox.
Sin embargo, este libro es también más, mucho más que una mera descripción o una crítica dura al gobierno que está por salir. Y esto es lo que más me interesa destacar en esta presentación. El conjunto ofrece datos de sobra para tener un diagnóstico, a un tiempo breve y bien escrito, de los problemas más importantes de México en este momento. Y es también, en buena medida, una reflexión compartida sobre las reformas que están urgiendo, en casi todos los frentes fundamentales de nuestra convivencia, para volver a tener instituciones que se precien de serlo: que sean reglas del juego respetables y respetadas, que generen certidumbre y que ofrezcan en realidad lo que nos prometen.
Puesto en positivo, el libro propone que el espacio público (ese que hoy está secuestrado por medios oligopólicos, partidos políticos y poderes fácticos), vuelva a ser realmente de todos. Propone el diseño de políticas públicas que de veras lo sean para enfrentar a la delincuencia, organizada e informal; propone reconstruir el derecho, no sólo como fuente de legitimidad sino como medio para obtener resultados que de otro modo serían imposibles; propone aprender de la experiencia de la pluralidad democrática, para que la convivencia y la relación entre poderes no sea una competencia de imágenes y bloqueos mutuos; propone recuperar el crecimiento económico de manera deliberada, convertir a la equidad social en la mayor prioridad económica (y aun política y ética) en los años que vienen; repensar nuestra relación con los Estados Unidos y afianzar en serio las instituciones políticas que nos hemos dado para dotar de sentido a la democracia, más allá de las disputas electorales. Y tras cada una de esas propuestas, el libro ofrece datos precisos, evidencias duras, análisis serios y bien fundados.
De modo que no es una revisión ligera, ni mucho menos agria, del sexenio de Fox. Bien visto, el título es más bien un pretexto para volver a pensar al país, aprovechando la coyuntura de fin de sexenio. Un buen pretexto, bien intencionado, honesto y sinceramente comprometido con la democracia que hoy parece estar sometida al jaque de un nuevo ciclo de dudas y desencantos.
Como apunta Sánchez Rebolledo, el coordinador de esta obra, en su introducción “hay en el conjunto de los ensayos algunos elementos comunes: la convicción de que el país requiere una profunda reforma política y moral, un cambio en la economía y un nuevo y decisivo impulso a la cuestión social, una visión no oligárquica de los medios y la libertad de expresión, nuevas ideas para combatir el delito, un Estado fundado en la legalidad y el reconocimiento del otro”.
Termino ya, con una última reflexión, muy breve: es ya evidente que el presidente Fox no fue el articulador del gran cambio que prometió. No supo o no quiso o no pudo leer el entorno político que le rodeó y fue claramente incapaz de cumplir las promesas que sin embargo le hicieron ganar los votos necesarios para llegar al poder. Pero yo me pregunto si esa incapacidad debe atribuirse al presidente, o si fuimos nosotros (todos nosotros) quienes leímos mal, creyendo todavía que la presidencia era lo que ya no es. Que tenía los medios, el poder, la legitimidad para impulsar todos los cambios, cuando en realidad ya no los tiene ni los tendrá más. Que, para ser francos, quizás no fue Fox (aunque también haya sido él) quien cometió los errores y calculó un capital político mucho mayor del que realmente tenía.
Quizás ya va siendo tiempo de que nos demos cuenta de que ningún presidente puede hacer mucho más de lo que hizo Fox. Que el cambio está en otra parte y que es mucho más complejo de lo que nos gustaría admitir: no sólo es una cuestión de personas; no es una modificación a estas leyes o a estas otras; una reforma aquí o allá a la Constitución; algunos acuerdos entre políticos. Es mucho más que eso: es en realidad el final de un ciclo completo de nuestra historia política y con él, de nuestras concepciones sobre el país y sobre las formas a las que nos habíamos acostumbrado. Creo que eso es lo que está en el fondo de todo esto: creer que podemos cambiar sin tocar raíz; que podemos reformar para hacer un poco mejor lo de siempre; y que desde el margen se puede hacer todo, es quizás el error más notable que revela este libro. Y ese no puede atribuirse solamente al sexenio que acaba en diciembre. Quizás ya va siendo tiempo de que nos demos cuenta del final de ese ciclo grande, mucho más grande, que rebasa con creces el periodo de seis años. Desde este punto de vista, Fox no sería una causa sino un síntoma. Y tal vez, le habría pasado lo mismo a cualquiera, incapaz de advertir que el Estado mexicano ya no puede seguir siendo el mismo.
Todo eso hay en esta obra de apenas 192 páginas, que se dejan leer muy bien y que, sin duda, vale la pena leer.
José Woldenberg
Adolfo Sánchez Rebolledo (compilador). ¿Qué país nos deja FOX? Los claroscuros del gobierno del cambio. Norma. IETD. México. 2006. 192 Págs.
¿Qué encontrará el lector en el libro que hoy presentamos? Así lo dice con precisión Adolfo Sánchez Rebolledo en la nota introductoria: ”Más que el recuento puntual o exhaustivo del sexenio de la alternancia, algo así como el listado de aciertos y errores presidenciales acumulados en estos años, ¿Qué país nos deja Fox? Los claroscuros del gobierno del cambio pretende ser una mirada crítica, plural, sobre la actuación del primer Presidente de la alternancia ante algunas cuestiones especialmente significativas, como son el vínculo entre los medios y la política; la actitud del Estado ante el crecimiento exponencial del delito; las disonancias registradas en la difícil relación entre el Congreso y el Ejecutivo; la valoración del Estado de Derecho en un contexto de cambio democrático y los procesos electorales que marcaron la distribución del poder hasta los comicios de 2006. Se aborda, además, la situación general de la economía, cuyos logros en todo caso no se corresponden con la experiencia cotidiana de millones de ciudadanos, así como el análisis riguroso del Tratado de Libre Comercio, cuyo agotamiento se olvida al definir el rumbo de México en la globalización. Por último, incluimos una revisión de la cuestión social, generalmente subestimada en el balance del cambio político y sus perspectivas inmediatas. De más está decir que en este volumen se analiza sólo una parte de los muchos asuntos que Fox deja, pendientes o no, al país. Reservamos el capítulo final al debate sobre la sucesión presidencial, luego que el Tribunal Electoral (Trife) emitiera la última palabra en el largo litigio postelectoral. Se trata, por supuesto, de un tema que admite muchas voces y una reflexión serena”.
Se trata de una revisión analítica del sexenio del Presidente Fox a varias voces, que por supuesto suponen diferentes énfasis y formas de abordar los distintos temas. No obstante, tienen algo en común: rigor, conocimiento, vocación explicativa.
El IETD, que hoy dirige Luis Emilio Giménez Cacho, nació en 1989, como su nombre lo indica para estudiar e impulsar un proceso de tránsito democratizador que pusiera al día las instituciones de la política con las nuevas realidades que cruzaban al país. Luego de las traumáticas elecciones de 1988, dos pulsiones y diagnósticos debían ser atajados para construir una vía incluyente de la diversidad política. Por un lado, la de aquellos que suponían que el episodio comicial era solo un mal momento para el hasta entonces partido hegemónico que podía ser revertido con las artes de la política; y quienes por el contrario apostaban a una especie de desplome institucional. Quienes entonces fundamos el IETD planteamos que la única salida venturosa era la de un tránsito democratizador pactado, que reformando normas e instituciones, abriera paso franco a lo que ya era una realidad política irrecusable: la coexistencia de la pluralidad. Esa diversidad política que se expresaba en agrupaciones y movimientos, en la prensa y las revistas, en el mundo agrario y el urbano, y por supuesto en una diversidad de partidos políticos, reclamaba un espacio institucional capaz de darle cabida. Era necesario emprender una serie de reformas para que al final la pluralidad política que cruzaba y cruza al país pudiese expresarse, recrearse, convivir y competir de manera pacífica, institucional y ordenada.
Y los resultados están a la vista. México pasó de un sistema de partido “casi único” a otro plural y equilibrado; de elecciones sin competencia (donde ganadores y perdedores se encontraban predeterminados), a comicios altamente competidos; y ello significó que el mundo de la representación política (antes monocolor) se convirtiera en plural, y por ello cargado de pesos y contrapesos. El añejo presidencialismo todopoderoso cedió paso a una presidencia acotada por otros poderes constitucionales y extra constitucionales; los congresos monocolores y subordinados desaparecieron hasta convertirse en espacios donde convive, lucha y pacta la diversidad política; el poder judicial se autonomiza; y los gobiernos estatales viven en una tensión-colaboración con el gobierno federal hasta hace algunos años desconocida.
Pero, la democracia, no es ni puede ser sinónimo de paraíso terrenal. La democracia, una fórmula de gobierno que posibilita la coexistencia de la diversidad política e ideológica y que permite que los gobernados elijan a los gobernantes, no es una pócima mágica que todo lo resuelve. Menos aún en un país –el nuestro- marcado por la pobreza y una oceánica desigualdad social, con un Estado de derecho contrahecho; con un déficit de ciudadanía que impide a amplias capas de la población ejercer sus derechos; con unos partidos políticos y unos medios de comunicación masivos incapaces de hacer inteligible lo que se juega en la política; y con un sistema de gobierno –el presidencial- que no parece funcional a las nuevas realidades que marcan la dinámica política del país.
Por ello, el libro que hoy presentamos no podía ser más pertinente. Se revisan muy diversas esferas del quehacer social y se detectan insuficiencias.
Raúl Trejo Delarbre ilustra y analiza la actitud permisiva y condescendiente del gobierno federal en relación a los grandes medios de comunicación masiva. En particular recrea el comportamiento del gobierno en relación al canal 40, el llamado “decretazo” del 2002 por medio del cual se redujo al 10% el tiempo del cual dispone el Estado en las estaciones concesionadas y se reglamentó la Ley Federal de Radio y Televisión, así como el significado de las reformas a las leyes federales de Telecomunicaciones y de Radio y Televisión –conocidas como Ley Televisa-.
Ernesto López Portillo analiza una de las zonas más sensibles de la vida social: la seguridad pública y la justicia penal. Y a decir del autor: “Fox se va del cargo tal como llegó: sin un modelo técnico y moderno de interpretación y gestión de la inseguridad, el delito y la violencia”. Las cifras que presenta resultan escalofriantes: “En 2005 supimos que de cada 8.3 delitos del fuero común… nuestras autoridades se enteraron de uno; que más de la mitad de la gente se siente insegura…”, que en diez años la cifra de delitos denunciados se ha duplicado.
Lorenzo Córdova Vianello explora un terreno fundamental si es que se aspira a construir una democracia de calidad: el estado del Estado de derecho, o de cómo lograr que el poder se encuentre subordinado al derecho y se puedan garantizar para todos los ciudadanos el ejercicio de sus derechos. Córdova recuerda los primeros tropiezos en esa materia (la reforma constitucional en materia indígena y el caso Atenco), “los grandes aciertos” (la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información y la creación del IFAI y la materialización de la Ley Federal para prevenir y Eliminar la Discriminación y el establecimiento del Conapred), “los grandes pendientes” (la reforma al Poder Judicial y el combate a la corrupción) y “los grandes errores” (el desafuero de Andrés Manuel López Obrador). De lo cual se concluye que estamos muy lejos todavía de un auténtico y consolidado Estado de derecho.
Jacqueline Peschard incursiona en un tema fundamental de la nueva política mexicana: las tensas y difíciles relaciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo. Dada la inédita (y bienvenida) dispersión del poder, que acabó con la subordinación del segundo en relación al primero, se impone la negociación como la única fórmula capaz de hacer prosperar las más diversas iniciativas. Si bien –nos dice- no se puede hablar de una parálisis legislativa, si existe una percepción generalizada de una no colaboración entre ambos poderes.
Ciro Murayama, por su parte, encuentra una economía estancada. Documenta un famélico crecimiento del Producto Interno Bruto y peor aún si ese “crecimiento” se mide per cápita. Si bien reconoce que se han mantenido estables las variables macroeconómicas (inflación, tasas de interés, tipo de cambio, déficit público y proporción de la deuda pública como porcentaje del PIB), el desempeño de la economía no dejo de ser “precario”. Y por ello, analiza el comportamiento de los diversos sectores de la economía, la evolución de los presupuestos de egresos, los flujos de la inversión extranjera y la debilidad de nuestro sistema de recaudación fiscal. Todo ello, para al final aplicar las que llama las pruebas del ácido de la economía, es decir medir como se comporta la productividad, el empleo y la pobreza. Y en ninguna de las tres zonas pueden darse buenas noticias. Estamos estancados.
Federico Novelo, analiza el impacto del Tratado de Libre Comercio que nació –nos dice- generando ambiciosas expectativas que difícilmente podía cumplir. Del TLC “se podía esperar una mejora sensible en la posición de México en el comercio mundial y un considerable incremento en la captación de liquidez internacional a través de la inversión extranjera, directa y especulativa, tal y como sucedió en los primeros años”. No obstante, al parecer, esos efectos son declinantes, por lo que Novelo llama entonces a discutir una política económica alternativa que genere “capitales social, humano, físico e institucional” para el crecimiento económico.
Rolando Cordera Campos pone el acento en el tema más corrosivo para la reproducción del sistema democrático: la desigualdad y la pobreza. Si bien se pueden constatar algunos avances entre quienes viven en pobreza extrema, “México sigue siendo uno de los países más desiguales de la región latinoamericana” (que como sabemos, además, es la más desigual del mundo). La desigualdad es por supuesto en el ingreso, pero también en el acceso a la educación y en las condiciones en las que transcurre la vida de los niños. Y por supuesto esa desigualdad extrema tiene un impacto sobre la democracia. La desigualdad impacta la cohesión social y puede corroerla. Y dado que “la equidad social no es un fruto obligado de la democracia”, es necesario un esfuerzo multiplicado y políticas públicas específicas para edificarla. Crecimiento, expansión y fortalecimiento del mercado interno, generación de empleos, redistribución, reforma social, son algunas de las nociones claves que pone sobre la mesa Cordera para pensar en un modelo de desarrollo capaz de “reducir la desigualdad social e ir construyendo una sólida cohesión social”.
Al final, en el único texto escrito luego de los comicios del 2 de julio, Ricardo Becerra, hace un balance de esa experiencia. El avance electoral del polo de izquierda (integrado por el PRD, PT y Convergencia), la persistencia del PAN y la caída del PRI. Los votos diferenciados como un fenómeno relativamente nuevo entre nosotros. Para llegar al análisis de la difícil situación que cristaliza en las instituciones representativas: un Congreso donde de nuevo ninguna fuerza política tiene la mayoría absoluta de los votos y una Presidencia de la República que en principio no cuenta con un apoyo mayoritario en el Congreso. Lo cual pone en el centro de la agenda política la necesidad de construir esa mayoría, una vez que de las urnas no emergió. Becerra también discute y critica la estrategia que luego de los comicios puso en marcha la Coalición por el Bien de Todos. (Bueno, también hay un texto mío sobre las elecciones durante la administración del Presidente Fox).
El conjunto coordinado y auspiciado por Adolfo Sánchez Rebolledo tiene, a pesar o gracias a los muy distintos subrayados, una enorme pertinencia: nuestro país fue capaz de desmontar un régimen autoritario y de construir otro democrático (germinal, incipiente, débil, si se quiere). No obstante, la agenda de problemas que agobian al país y su naciente democracia son muchos: más vale atenderlos, si no queremos que la vida social y política se descomponga en una espiral de degradación y conflictos sin fin.
¿Qué encontrará el lector en el libro que hoy presentamos? Así lo dice con precisión Adolfo Sánchez Rebolledo en la nota introductoria: ”Más que el recuento puntual o exhaustivo del sexenio de la alternancia, algo así como el listado de aciertos y errores presidenciales acumulados en estos años, ¿Qué país nos deja Fox? Los claroscuros del gobierno del cambio pretende ser una mirada crítica, plural, sobre la actuación del primer Presidente de la alternancia ante algunas cuestiones especialmente significativas, como son el vínculo entre los medios y la política; la actitud del Estado ante el crecimiento exponencial del delito; las disonancias registradas en la difícil relación entre el Congreso y el Ejecutivo; la valoración del Estado de Derecho en un contexto de cambio democrático y los procesos electorales que marcaron la distribución del poder hasta los comicios de 2006. Se aborda, además, la situación general de la economía, cuyos logros en todo caso no se corresponden con la experiencia cotidiana de millones de ciudadanos, así como el análisis riguroso del Tratado de Libre Comercio, cuyo agotamiento se olvida al definir el rumbo de México en la globalización. Por último, incluimos una revisión de la cuestión social, generalmente subestimada en el balance del cambio político y sus perspectivas inmediatas. De más está decir que en este volumen se analiza sólo una parte de los muchos asuntos que Fox deja, pendientes o no, al país. Reservamos el capítulo final al debate sobre la sucesión presidencial, luego que el Tribunal Electoral (Trife) emitiera la última palabra en el largo litigio postelectoral. Se trata, por supuesto, de un tema que admite muchas voces y una reflexión serena”.
Se trata de una revisión analítica del sexenio del Presidente Fox a varias voces, que por supuesto suponen diferentes énfasis y formas de abordar los distintos temas. No obstante, tienen algo en común: rigor, conocimiento, vocación explicativa.
El IETD, que hoy dirige Luis Emilio Giménez Cacho, nació en 1989, como su nombre lo indica para estudiar e impulsar un proceso de tránsito democratizador que pusiera al día las instituciones de la política con las nuevas realidades que cruzaban al país. Luego de las traumáticas elecciones de 1988, dos pulsiones y diagnósticos debían ser atajados para construir una vía incluyente de la diversidad política. Por un lado, la de aquellos que suponían que el episodio comicial era solo un mal momento para el hasta entonces partido hegemónico que podía ser revertido con las artes de la política; y quienes por el contrario apostaban a una especie de desplome institucional. Quienes entonces fundamos el IETD planteamos que la única salida venturosa era la de un tránsito democratizador pactado, que reformando normas e instituciones, abriera paso franco a lo que ya era una realidad política irrecusable: la coexistencia de la pluralidad. Esa diversidad política que se expresaba en agrupaciones y movimientos, en la prensa y las revistas, en el mundo agrario y el urbano, y por supuesto en una diversidad de partidos políticos, reclamaba un espacio institucional capaz de darle cabida. Era necesario emprender una serie de reformas para que al final la pluralidad política que cruzaba y cruza al país pudiese expresarse, recrearse, convivir y competir de manera pacífica, institucional y ordenada.
Y los resultados están a la vista. México pasó de un sistema de partido “casi único” a otro plural y equilibrado; de elecciones sin competencia (donde ganadores y perdedores se encontraban predeterminados), a comicios altamente competidos; y ello significó que el mundo de la representación política (antes monocolor) se convirtiera en plural, y por ello cargado de pesos y contrapesos. El añejo presidencialismo todopoderoso cedió paso a una presidencia acotada por otros poderes constitucionales y extra constitucionales; los congresos monocolores y subordinados desaparecieron hasta convertirse en espacios donde convive, lucha y pacta la diversidad política; el poder judicial se autonomiza; y los gobiernos estatales viven en una tensión-colaboración con el gobierno federal hasta hace algunos años desconocida.
Pero, la democracia, no es ni puede ser sinónimo de paraíso terrenal. La democracia, una fórmula de gobierno que posibilita la coexistencia de la diversidad política e ideológica y que permite que los gobernados elijan a los gobernantes, no es una pócima mágica que todo lo resuelve. Menos aún en un país –el nuestro- marcado por la pobreza y una oceánica desigualdad social, con un Estado de derecho contrahecho; con un déficit de ciudadanía que impide a amplias capas de la población ejercer sus derechos; con unos partidos políticos y unos medios de comunicación masivos incapaces de hacer inteligible lo que se juega en la política; y con un sistema de gobierno –el presidencial- que no parece funcional a las nuevas realidades que marcan la dinámica política del país.
Por ello, el libro que hoy presentamos no podía ser más pertinente. Se revisan muy diversas esferas del quehacer social y se detectan insuficiencias.
Raúl Trejo Delarbre ilustra y analiza la actitud permisiva y condescendiente del gobierno federal en relación a los grandes medios de comunicación masiva. En particular recrea el comportamiento del gobierno en relación al canal 40, el llamado “decretazo” del 2002 por medio del cual se redujo al 10% el tiempo del cual dispone el Estado en las estaciones concesionadas y se reglamentó la Ley Federal de Radio y Televisión, así como el significado de las reformas a las leyes federales de Telecomunicaciones y de Radio y Televisión –conocidas como Ley Televisa-.
Ernesto López Portillo analiza una de las zonas más sensibles de la vida social: la seguridad pública y la justicia penal. Y a decir del autor: “Fox se va del cargo tal como llegó: sin un modelo técnico y moderno de interpretación y gestión de la inseguridad, el delito y la violencia”. Las cifras que presenta resultan escalofriantes: “En 2005 supimos que de cada 8.3 delitos del fuero común… nuestras autoridades se enteraron de uno; que más de la mitad de la gente se siente insegura…”, que en diez años la cifra de delitos denunciados se ha duplicado.
Lorenzo Córdova Vianello explora un terreno fundamental si es que se aspira a construir una democracia de calidad: el estado del Estado de derecho, o de cómo lograr que el poder se encuentre subordinado al derecho y se puedan garantizar para todos los ciudadanos el ejercicio de sus derechos. Córdova recuerda los primeros tropiezos en esa materia (la reforma constitucional en materia indígena y el caso Atenco), “los grandes aciertos” (la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información y la creación del IFAI y la materialización de la Ley Federal para prevenir y Eliminar la Discriminación y el establecimiento del Conapred), “los grandes pendientes” (la reforma al Poder Judicial y el combate a la corrupción) y “los grandes errores” (el desafuero de Andrés Manuel López Obrador). De lo cual se concluye que estamos muy lejos todavía de un auténtico y consolidado Estado de derecho.
Jacqueline Peschard incursiona en un tema fundamental de la nueva política mexicana: las tensas y difíciles relaciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo. Dada la inédita (y bienvenida) dispersión del poder, que acabó con la subordinación del segundo en relación al primero, se impone la negociación como la única fórmula capaz de hacer prosperar las más diversas iniciativas. Si bien –nos dice- no se puede hablar de una parálisis legislativa, si existe una percepción generalizada de una no colaboración entre ambos poderes.
Ciro Murayama, por su parte, encuentra una economía estancada. Documenta un famélico crecimiento del Producto Interno Bruto y peor aún si ese “crecimiento” se mide per cápita. Si bien reconoce que se han mantenido estables las variables macroeconómicas (inflación, tasas de interés, tipo de cambio, déficit público y proporción de la deuda pública como porcentaje del PIB), el desempeño de la economía no dejo de ser “precario”. Y por ello, analiza el comportamiento de los diversos sectores de la economía, la evolución de los presupuestos de egresos, los flujos de la inversión extranjera y la debilidad de nuestro sistema de recaudación fiscal. Todo ello, para al final aplicar las que llama las pruebas del ácido de la economía, es decir medir como se comporta la productividad, el empleo y la pobreza. Y en ninguna de las tres zonas pueden darse buenas noticias. Estamos estancados.
Federico Novelo, analiza el impacto del Tratado de Libre Comercio que nació –nos dice- generando ambiciosas expectativas que difícilmente podía cumplir. Del TLC “se podía esperar una mejora sensible en la posición de México en el comercio mundial y un considerable incremento en la captación de liquidez internacional a través de la inversión extranjera, directa y especulativa, tal y como sucedió en los primeros años”. No obstante, al parecer, esos efectos son declinantes, por lo que Novelo llama entonces a discutir una política económica alternativa que genere “capitales social, humano, físico e institucional” para el crecimiento económico.
Rolando Cordera Campos pone el acento en el tema más corrosivo para la reproducción del sistema democrático: la desigualdad y la pobreza. Si bien se pueden constatar algunos avances entre quienes viven en pobreza extrema, “México sigue siendo uno de los países más desiguales de la región latinoamericana” (que como sabemos, además, es la más desigual del mundo). La desigualdad es por supuesto en el ingreso, pero también en el acceso a la educación y en las condiciones en las que transcurre la vida de los niños. Y por supuesto esa desigualdad extrema tiene un impacto sobre la democracia. La desigualdad impacta la cohesión social y puede corroerla. Y dado que “la equidad social no es un fruto obligado de la democracia”, es necesario un esfuerzo multiplicado y políticas públicas específicas para edificarla. Crecimiento, expansión y fortalecimiento del mercado interno, generación de empleos, redistribución, reforma social, son algunas de las nociones claves que pone sobre la mesa Cordera para pensar en un modelo de desarrollo capaz de “reducir la desigualdad social e ir construyendo una sólida cohesión social”.
Al final, en el único texto escrito luego de los comicios del 2 de julio, Ricardo Becerra, hace un balance de esa experiencia. El avance electoral del polo de izquierda (integrado por el PRD, PT y Convergencia), la persistencia del PAN y la caída del PRI. Los votos diferenciados como un fenómeno relativamente nuevo entre nosotros. Para llegar al análisis de la difícil situación que cristaliza en las instituciones representativas: un Congreso donde de nuevo ninguna fuerza política tiene la mayoría absoluta de los votos y una Presidencia de la República que en principio no cuenta con un apoyo mayoritario en el Congreso. Lo cual pone en el centro de la agenda política la necesidad de construir esa mayoría, una vez que de las urnas no emergió. Becerra también discute y critica la estrategia que luego de los comicios puso en marcha la Coalición por el Bien de Todos. (Bueno, también hay un texto mío sobre las elecciones durante la administración del Presidente Fox).
El conjunto coordinado y auspiciado por Adolfo Sánchez Rebolledo tiene, a pesar o gracias a los muy distintos subrayados, una enorme pertinencia: nuestro país fue capaz de desmontar un régimen autoritario y de construir otro democrático (germinal, incipiente, débil, si se quiere). No obstante, la agenda de problemas que agobian al país y su naciente democracia son muchos: más vale atenderlos, si no queremos que la vida social y política se descomponga en una espiral de degradación y conflictos sin fin.
Un balance informado y necesario
Por Denise Dresser
Adolfo Sánchez Rebolledo (comp.): ¿Qué país nos deja Fox?
Los claroscuros del gobierno del cambio, Norma Editorial, México, 2006, 192 pp.
Llegó el fin oficial del sexenio de Vicente Fox. Ha caído el telón y la función terminó. El presidente se va de regreso al rancho pensando que hizo lo mejor posible dadas las circunstancias. Pero los ciudadanos se quedan aquí. Algunos complacidos. Los más, quizás, decepcionados. Preguntándose –cómo lo hacen los autores de ¿Qué país nos deja Fox? Los claroscuros del gobierno del cambio– qué pasó, qué salió mal, donde se tropezó Vicente Fox y cuando le metieron el pie. Empeñados en entender por qué deja un sexenio de claroscuros y también un país dividido tras de sí. Empeñados en averiguar qué en ámbito tras ámbito, el candidato del cambio con frecuencia no pudo aprovechar una oportunidad histórica que el país le dio.
El propio presidente Fox se acostumbró a exaltar sus éxitos negativos. El país en el que no hay censura, ni devaluación; donde no hay crisis macroeconómica ni represión. El lugar donde el gobierno se evalúa en función de los fracasos evitados en vez de los éxitos conquistados. Vicente Fox celebra los obstáculos contra los cuales no ha chocado y no los que ha logrado desmantelar. Mide su gestión con la vara comparativa del pasado e invita a los ciudadanos a hacerlo también. Ya no habla del “oro y el moro” que prometió, sino del que no se ha robado. Repite una y otra vez que las cosas no han salido tan mal. Al menos no ha habido una crisis económica, al menos hay un Seguro Popular, al menos no soy un rey o un dictador. Al menos he salido más o menos ileso, se dice por las noches antes de acostarse.
Eso diría. Pero el magnífico libro que lo evalúa presenta un retrato más complejo y seguramente más fiel. Artículo tras artículo, la colección compilada por Adolfo Sánchez Rebolledo, revela quién es en realidad Vicente Fox. Un hombre decente pero limitado; un presidente con buenas intenciones pero malos instintos políticos. Detrás de una candidatura eficaz hay un hombre que quiere ser presidente de México pero no está preparado para ello. Que sabe cómo vender pero no sabe cabalmente cómo gobernar. Que ingresa a la política pero que en algún momento confesó que en realidad “no es lo suyo”. Que convierte a la popularidad en termómetro de su gobierno pero no la arriesga para tomar decisiones difíciles. Quiere llegar a Los Pinos pero no tiene ni el temperamento ni la vocación ni la habilidad necesaria para estar allí. No le gusta la confrontación, no le gusta la negociación, no le gusta el lado oscuro del poder y lo que exige.
A él lo que le gusta es viajar, saludar, hablar, sonreír, promover. A él lo que le gusta es la parte pública y ceremonial de la presidencia, más no la toma de decisiones duras que entraña. A él lo que le gusta grabar “spots” promocionales pero no tomar medidas confrontacionales. Quiere gobernar a México con una sonrisa y eso no basta. La transición necesita y exige más que el presidente habite el país imaginario que sólo existe en su cabeza. Y esa especie de autismo presidencial explica la paradoja a la que se refiere Adolfo Sánchez Rebolledo en el prólogo: el conservadurismo del gobierno del cambio. La pretensión presidencial de que México es ya “una democracia común y corriente”, en la cual se encuentra asegurada la continuidad y el rumbo de la economía está bien y definitivamente trazado. A raíz de ese diagnóstico, Fox ni transforma lo que queda del viejo régimen ni inicia la renovación que el país espera.
Y sin duda Fox tiene logros que el libro documenta. El IFAI y el Seguro Popular y el Programa Oportunidades y la Ley Para Prevenir y Eliminar la Discriminación, y la alternancia electoral a lo largo del sexenio que tan bien describe José Woldenberg en su texto. Pero esos logros van acompañados de los errores y vacíos que determinan su presidencia. Los “headhunters” y el gabinete de extraños que arman; los 15 minutos que quiere dedicarle a las paz en Chiapas y el año entero que desperdicia centrando su atención allí; el activismo incontrolable de su esposa y el daño que le hace; la apuesta a la popularidad presidencial y lo políticamente irrelevante que es en un sistema donde no hay reelección legislativa; el desafuero y todas las secuelas negativas que el país aún padece por su instrumentación. Todo eso reduce sus márgenes de acción; todo eso encoge las fronteras de lo posible en su presidencia; todo eso lleva a que sus logros palidezcan frente a lo que pudo haber sido.
Para lidiar con las demandas del gobierno dividido, como lo sugiere Jacqueline Peschard, Vicente Fox intenta gobernar mediante la estrategia de “ir al público” (“going public”); brincando por encima de las élites políticas para convencer a la población en general, usando su personalidad para generar popularidad. En vez de encerrarse a negociar con interlocutores necesarios en el Congreso, el presidente delega esa responsabilidad. En vez de fomentar la movilización vía los partidos políticos, el Presidente apela a los medios. En vez de trabajar dentro de las instituciones, el Presidente salta por encima de ella. Su presidencia es mediática y pública; hace uso de la imagen y la comunicación para hablar directamente con el círculo verde en vez de tratar de convencer a sus representantes en el Congreso.
Vicente Fox inaugura una nueva manera de hacer política en México, basado en las técnicas que utilizó durante su campana presidencial, incluyendo el uso de encuestas, el procesamiento de datos, el manejo de imagen y la mercadotecnia. Cree que la promoción exitosa de su figura y de sus políticas producirá victorias legislativas. Pero la ausencia de ellas revela que el uso de las relaciones públicas para determinar el éxito presidencial es fundamentalmente incompatible con la negociación, y sin ella, el Congreso no responde a las demandas del presidente. Finalmente, ese estilo peripatético y público que le permite a Vicente Fox ganar la presidencia se vuelve contraproducente para la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo. Un Congreso resentido y relacitrante obstaculiza la agenda reformista del presidente a cada paso.
“Going públic” es una estrategia de liderazgo presidencial que funciona exitosamente dentro de las democracias consolidadas, sin embargo no es tan efectiva en sus contrapartes incipientes. Brincar por encima de las cabezas de los partidos –para influir directamente en la opinión pública– funciona de manera eficaz en países donde los representantes electos responden a las demandas de quienes habitan sus distritos electorales. Pero en México, donde los congresistas no pueden ser reelegidos, y sus destinos dependen menos en la voluntad del electorado y más del Comité Ejecutivo de su partido, “going públic” exacerba problemas en vez de resolverlos.
“Ir al público” no logra resolver el problema estructural al que el gobierno de Vicente Fox se enfrenta durante la primera mitad de su sexenio: México tiene un sistema presidencial de gobierno en el que los poderes del presidente están acotados cada vez más por un gobierno dividido. Esta combinación crea retos sin precedentes en el ámbito político y económico, y lleva a la postergación de reformas pendientes. Un presidente popular pero débil, enfrentado a un Congreso recalcitrante y dividido, resulta ser una receta para la parálisis gubernamental.
Parálisis que predomina no sólo en el Congreso. El sexenio dibuja, y así lo sugiere el libro, “un claro predominio de decisiones coyunturales montadas en reacción a presiones sociales”. Como explica Ernesto López Portillo, Fox se va del cargo tal y como llegó: sin un modelo de interpretación y gestión de la inseguridad, el delito y la violencia. Como escribe Lorenzo Córdova, la impericia política del gobierno en el caso de Atenco provoca que se legitime el argumento de que la ley no sirve pero la violencia sí, mientras que el desafuero demuestra que bajo las vestiduras del Estado de Derecho, prevalecen los intereses políticos.
Y el resultado de esta administración de la inercia es Andrés Manuel López Obrador. El movimiento contestatario y confrontacional que AMLO ha logrado armar existe –en alguna medida– por todo aquello que Vicente Fox tendría que haber hecho y no hizo. Por todo lo que tendría que haber atendido e ignoró. Por todo lo que tendría que haber empujado y postergó. La necesidad de renovar el andamiaje institucional, en vez de sólo aplaudirlo. La necesidad de reformas que permitieran la construcción de mayorías legislativas estables, en vez de la apuesta a la colaboración ad hoc con el PRI. La necesidad de reformas que fomentaran la competencia en sectores cruciales, en vez de obstaculizarla como ocurrió con la ley Televisa cuya historia cuenta tan bien Raúl Trejo Delarbre. La necesidad de enfrentar a actores atrincherados en el mundo sindical, en vez de fomentar acuerdos subrepticios con ellos y después pagar el precio por ello. La necesidad de comportarse como el presidente de todos, en vez de actuar a lo largo de la campaña, como el principal porrista del PAN. Vicente Fox odia a Andrés Manuel López Obrador pero ha contribuido a su existencia.
López Obrador es un síntoma de los esfuerzos fallidos de México por modernizar de manera profunda su sistema político y las reglas del juego económico. Esfuerzos llevados a cabo de manera equívoca, que desembocan en las privatizaciones que transfieren monopolios públicos a manos privadas. Esfuerzos que concentran los beneficios de las reformas económicas en un manojo de empresarios en vez de empoderar a los consumidores. Una modernización a medias con malos resultados que Ciro Murayama describe en su capítulo: una economía que no crece lo suficiente, una élite empresarial que no compite lo suficiente, un modelo económico que concentra la riqueza y no distribuye bien la que hay. Como resultado, 40 millones de mexicanos viven con 40 pesos al día o menos. Allí está esa desigualdad desgarradora de la cual se ocupa Rolando Cordera en su colaboración.
No sorprende entonces que López Obrador haya recibido el apoyo que recibió en la elección del 2006. Es un político providencial creado por un sistema político disfuncional. Existe por todo lo que la clase política y empresarial tendría que haber hecho durante el sexenio de Vicente Fox: crear oportunidades reales para mexicanos comunes y corrientes mediante la reforma de lo que el Premio Nobel de Economía Jospeh Stiglitz ha denominado “crony capitalism” –el capitalismo de secuaces. No lo hicieron y la persistencia de los privilegios en múltiples sectores explica por qué el mensaje de López Obrador tuvo resonancia entre 14 millones de votantes. Es como si hubiera confrontado al país con un espejo enterrado en el cual México miró su propio reflejo: la imagen de la desigualdad, el perfil de la pobreza profunda. Y esa brecha constituye el verdadero peligro para México. Quizás por ello, más que criticar al hombre –cosa que hace y con razón Ricardo Becerra en su capítulo– el país debería criticar las condiciones que lo crearon. Hay demasiados mexicanos para quienes el statu quo no funciona. Hay demasiadas personas que buscan la transformación profunda de un país que históricamente los ha excluido, o los ha obligado a cruzar la frontera en busca de la movilidad social que no encuentran en su propio país.
La remodelación institucional será crucial para resolver estos y otros problemas pendientes que Fox deja en Los Pinos. Porque lo que deja claro el libro –a través de múltiples miradas críticas– es que el adelgazamiento del Estado en los años ochenta y noventa no ha sido acompañado por un proceso paralelo de reconstrucción institucional, más allá del ámbito electoral. Que la privatización no ha traído consigo la tan proclamada transparencia en las transacciones económicas. Que el viraje hacia la liberalización económica no ha remediado las disparidades dramáticas en el ingreso ni la desigualdad social. Que el debilitamiento del control estatal sobre las fuerzas de seguridad le ha abierto el campo al crimen y a la corrupción. Al final del gobierno de Vicente Fox, México es sin duda un país más plural, una sociedad más informada, una economía más abierta. Pero no es un lugar más justo ni más seguro. De hecho, es una casa dividida.
Reconciliarla consigo misma requerirá cambios que incluyan el tránsito a un sistema semi-parlamentario o algún otro arreglo institucional que permita la construcción de mayorías legislativas estables. Requerirá una nueva ronda de reformas electorales para reducir el tiempo de las campañas y lo que se gasta en ellas. Requerirá confrontar a los sectores privilegiados y a los intereses enquistados en sectores clave de la economía. Requerirá instrumentar políticas sociales innovadoras y agresivas. Y requerirá convencer a una población cada vez más escéptica en torno a las reformas estructurales pendientes y su necesidad.
Para romper ese ciclo histórico que mantiene a México maniatado –más allá de lo que ha hecho o no ha hecho Vicente Fox- harán falta reformas. Reformas que eduquen ciudadanos y les provean de mayores vías para la movilidad social, que creen procesos eficaces de toma de decisiones en un gobierno dividido, que desmantelen los cuellos de botellas en la economía que inhiben la competitividad, la innovación y el crecimiento. Si esas reformas no ocurren pronto, México estará condenado a cojear de lado en vez de correr de frente. Estará cada vez cada vez más marginado de los mercados globales por países como India y China. Y seguirá siendo un país gobernado por presidentes –malos o peores, con más oscuros que claros– que le dan cosas a la gente en vez de empoderarla; que venden una imagen en vez de una realidad. Si esas reformas no son instrumentadas por quien remplaza a Vicente Fox, México estará condenado a vitorear a su siguiente presidente para, seis años después, terminar desilusionado con él.
Un texto aleccionador
David Ibarra
18 /10/2006
El libro que nos ofrece Adolfo Sánchez Rebolledo y los autores de los nueve excelentes ensayos que lo integran, enjuician con rigor la herencia de claroscuros del Presidente Fox y en más de un sentido el legado del neoliberalismo en México.
En el año 2000 se elogió incansablemente un hecho inédito en setenta años, la alternancia política, como puerta ancha a la democracia, como la respuesta a los anhelos ciudadanos de participación política sin cortapisas y como medio de formar una sociedad menos desigual e inequitativa y de alcanzar por añadidura el desarrollo sostenido. Al poco andar muchas de las ilusiones se desvanecen casi del todo.
Con acierto, el neoliberalismo mundial tomó prestados los ideales de la libertad y la dignidad individuales para imprimirles un nuevo giro. En su visión, esos valores no sólo están amenazados por dictaduras o gobiernos autoritarios, sino por todo intervencionismo estatal que desplaza el privilegio individual de escoger por decisiones colectivas impuestas. En el dominio económico, el neoliberalismo supone que el bienestar de la población depende de la liberación plena del nombre económico, inmerso en un marco institucional de derechos de propiedad indisputados, mercados y comercio exterior sin restricciones; entorno que, de ser necesario, han de crearse, imponerse y defenderse como la función primordial del Estado.
La implantación del neoliberalismo en México causó devastación institucional. Mucho se destruyó, poco nuevo se erigió. No sólo destruyó para bien el presidencialismo hegemónico e instauró un sistema electoral más transparente y democrático ‑‑como afirma con razón Woldenberg‑‑, sino también se amplió el ámbito de las libertades políticas y de su expresión pública. Pero, acaso para mal, llevó a ceder gratuitamente buena parte de la soberanía económica, a suprimir, sin reemplazo, casi todos los instrumentos de la política estatal de fomento, a destruir empresas industriales y agrícolas al someterlas sin preparación a la competencia de los mejores productores mundiales; a abandonar los objetivos del empleo y, en consecuencia, el meollo de políticas públicas de carácter social. Además, según Jacqueline Peschard, la dispersión del poder en los cuerpos legislativos, que ya se percibía desde el gobierno de Ernesto Zedillo, emponzoñó las relaciones entre poderes y partidos políticos. No se llegó a registrar parálisis legislativa, pero los despliegues comunicativos y de otra naturaleza de la presidencia, estorbaron la formación de los acuerdos necesarios y, en cambio, lograron desprestigiar al congreso y a sus integrantes.
Las consecuencias económicas y sociales están a la vista. El crecimiento económico se ha diluido y se ha tornado errático, el mercado de trabajo padece la peor debacle histórica, como destaca con verdad Murayama. Los efectos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte podrían agotarse paulatinamente al no tomar ventaja del redespliegue productivo a escala universal ‑‑que explican buena parte del auge de los tigres asiáticos, China y la India‑‑, ni de los enormes superávit comerciales de México con los Estados Unidos (casi 65 mil millones de dólares). Entonces, lo que va quedando del TLCAN son los costos, las limitaciones a la autonomía de nuestra política económica, subrayados por Federico Novelo Urdanivia.
En el terreno social, México sigue siendo un país de pobres que envejecen, un país de ingresos altamente concentrados, problemas a los que sólo se aplican paliativos. Y sin embargo, ambos fenómenos, y el de la informalidad, critica Cordera en un magnífico ensayo, “no forman parte de las preocupaciones centrales de la sociedad, de los partidos y del mismo Estado”. Las políticas sociales son residuales, tienen por función mitigar los efectos nocivos de las acciones económicas sobre los ciudadanos.
Frente a la debacle económica y la social, habría resultado verdaderamente milagroso que la lucha contra las lacras sociales de la inseguridad, del crimen y del narcotráfico, hubiese resultado exitosa. Desde hace tiempo, como ha ocurrido en otras latitudes latinoamericanas, las bandas delictivas vienen creando un estado, dentro de otro estado. La impunidad toma carta de naturalización, afirma Ernesto López Portillo, cuando “nueve de cada diez delitos quedan sin castigo”. Por eso, pese a “avances en brindar a los ciudadanos mecanismos de garantía de sus derechos y de control de los órganos del Estado”, no han desaparecido, en opinión de Lorenzo Córdova, “las tentaciones de instrumentalizar el derecho a conveniencia de los intereses políticos, dejando pendiente la consolidación del Estado de Derecho”.
El desafío evadido por el gobierno foxista, en palabras de Sánchez Rebolledo, consistió en no imprimir “contenidos democráticos a la relación entre política y derecho, entre economía y desarrollo social, entre cultura política y participación ciudadana… se hizo mucha mercadotecnia, pero poca política”. Se “Gobernó pensando en los círculos del poder para no enfrentar los problemas más álgidos”. Por eso, Trejo Delarbre, señala que “Fox vio con tanta condescendencia los requerimientos de las empresas de comunicación más importantes que acabó por estar al servicio de ellas”. De ahí la Ley de Radio y Televisión.
Parafraseando a Becerra, no sólo el PRI, también Fox, fue despojado de la oferta de seguridad con estabilidad por Calderón. Y López Obrador le arrebató la conexión esencial con el mundo empobrecido y popular de México. Ambos, López Obrador y Calderón quizás procuren la invención de realidades, sin embargo, en los hechos, más parecen exhibidores de lacras sociales desatendidas secularmente pero vistas desde distintas perspectivas.
La idea del cambio que tanto sirviera a Fox en su campaña presidencial para deslindarse de la ideología y procedimientos priístas, pronto fue abandonada en el diseño de las políticas públicas. En efecto, se persistió en abandonar el crecimiento para suscribir a cualquier costo la meta de abolir la inflación, sin importar sus consecuencias distributivas y en el empleo. La austeridad monetaria y fiscal se hizo permanente, sin importar la fase del ciclo económico en que se encontrase el país. En vez de alentar la reforma al sindicalismo corporativista a fin de convertirlo en fuerza equilibradora del poder empresarial, se buscó simplemente debilitarlo por los más diversos medios, incluso el de dejar se ahondasen los desequilibrios del mercado de trabajo.
En términos generales cabe añadir que el ensayo neoliberal en el mundo y en nuestro país, se ha enderezado a restablecer el poder de las elites económicas, poder erosionando por las estrategias keynesianas o desarrollistas, los impuestos progresivos y la intervención estatal en la producción y en la distribución. En el fondo su prédica ideológica se dirige a restar fuerza política tanto a los trabajadores, como al Estado, a fin de que el imperio del mercado devuelva autoridad e influencia a los grandes actores económicos. Ahí están para probarlo, la batalla de retaguardia que libran los Estados Benefactores Europeos, frente a la globalización; la erosión del empleo permanente, de por vida, eje de la política social del Japón; la polarización concentradora del ingreso en los Estados Unidos, Inglaterra, Nueva Zelanda y China o el desmantelamiento de las coberturas de protección social en América Latina.
En nuestro caso, hay, sin embargo, una paradoja. El régimen neoliberal propicia no el renacimiento, sino el desvanecimiento de las elites económicas vernáculas. El proceso de privatizaciones casi terminan con la elite económica gubernamental; el avance de la extranjerización de empresas privadas líderes, diezma sistemáticamente a la elite empresarial; los grandes dirigentes obreros y del corporativismo pierden influencia, fuerza, no sólo frente al gobierno, sino frente a la explosión del trabajo informal que le cercena representatividad; aún las clases medias se adelgazan ante el enrarecimiento de las oportunidades de empleo, los despidos racionalizadores de gastos de empresas y gobierno o la reducción de la capilaridad social, asociada al menor ritmo de desarrollo.
Entonces, ocurren y pasan inadvertidos, sobre todo al Presidente Fox, fenómenos de primera importancia: que las clases dirigentes al desaparecer o tornarse rentistas, dejan el campo al predominio de intereses y visiones foráneas; que la democracia formal no basta para hacer crecer al país ni abrir puertas a la participación ciudadana efectiva; que economía, sociedad y política no son compartimientos estanco, sino complejos institucionales interdependientes en el buen diseño de las políticas públicas; que el país necesita no sólo de los pesos y contrapesos entre poderes, sino de pesos y contrapesos que reconcilien eficiencia con igualdad, ciudadanía con elites propias o extrañas.
En suma, el pensamiento reflejado en el pequeño y valioso libro organizado por Sánchez Rebolledo muestra un espíritu crítico indeclinable y plural. Más aún, desde el prólogo se hace un llamado inteligente, heterodoxo que va desde el replanteamiento del debate político, hasta señalar errores u omisiones en la orientación del rumbo ideológico, social y económico del país. Habrá que recomenzar, equilibrar, la tarea que quedó inconclusa.