Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
10/09/2015
El informe del grupo de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha sido contundente y no precisamente porque sea un documento irreprochable de una precisión técnica y jurídica impecable. De hecho, se trata de un texto muy limitado, que deja tantas dudas como las conclusiones de la investigación oficial presentadas en enero por Jesús Murillo Karam. Sin embargo, el efecto del texto sobre la ya de por sí maltrecha credibilidad del Estado mexicano ha sido devastador, sobre todo por el exceso hiperbólico en el que incurrió el entonces Procurador General. La desmesura del intento por cerrar rápido un caso que escuece al gobierno acabó por revertírsele: pocos creyeron entonces la versión oficial, fuera de los plumíferos a sueldo, y ahora, haga lo que haga la Procuraduría por defender sus actuaciones, lo dicho por Murillo cuando calificó lo presentado como “la verdad histórica” sobre lo ocurrido hace un año en Iguala será recordado, más bien, como una patraña histriónica.
No deja de sorprender que el debate de los últimos días se centre en el tema de si hubo o no un incendio lo suficientemente fuerte para reducir a cenizas los cuerpos de los estudiantes en el basurero de Cocula. Pareciera que no existe algo llamado método experimental, por medio del cual se puede someter a prueba las hipótesis planteadas por los expertos. Si en México hubiera llegado la era científica a la investigación policiaca, las conjeturas de tirios y troyanos podrían ser sometidas a un experimento contrastable y verificable que acabara con la especulación pero, por lo visto y leído durante los últimos días, pareciera como si la verdad se pudiera alcanzar por medio de la mera discusión retórica o de manera plebiscitaria.
Detrás de la tormenta desatada por el informe de los expertos de la CIDH está la profunda desconfianza que genera en la sociedad cualquier actuación de las fuerzas de seguridad del Estado mexicano, sólo una pequeña parte de la profunda crisis de legitimidad que carcome al edificio estatal. Como la simulación y la mentira, expresadas en tono críptico y sintaxis confusa, fue una práctica tradicional del antiguo régimen que no ha terminado de morir, hoy todos los dichos del gobierno son sospechosos, aunque puedan ser verdaderos. La incredulidad social sobre los dichos y hechos del Estado tiene consecuencias tremendas sobre la convivencia social y el desempeño económico.
Una de las principales funciones de todo Estado es la de crear certidumbres. Tanto en el intercambio económico, donde la actuación estatal es clave para reducir los costos de transacción, como en la vida cotidiana de las personas, donde la existencia de una organización con ventaja en la violencia que proteja la vida, la libertad y la propiedad es un componente indispensable para garantizar la convivencia civilizada, la credibilidad del Estado resulta fundamental. Si el arbitraje imparcial o la capacidad coactiva del Estado resultan inverosímiles, entonces la incertidumbre limitará la eficiencia del desempeño económico y la seguridad de las personas resultará permanentemente amenazada por quienes tengan la fuerza suficiente para cometer robos, secuestros o asesinatos.
La verdadera fortaleza del Estado moderno no radica en el inventario físico de las armas que posee, ni en el número de soldados y policías que componen sus cuerpos de seguridad, sino en la certeza de que actuará con eficacia e imparcialidad ante las violaciones de los contratos, las desviaciones de las normas legítimas o los actos de violencia ilegal. Un Estado fuerte, legítimo, es aquel que sólo tiene que usar su fuerza de manera limitada, acotada por las leyes, y en casos concretos, pues la mayor parte de las relaciones sociales se desarrollan de manera pacífica, en la medida en la que se pueden dar intercambios mutuamente ventajosos y la ciudadanía pueda vivir en paz, sin miedo ni amenazas constantes.
El Estado mexicano está muy lejos de esa fortaleza simbólica, mientras que su fuerza física es endeble y tradicionalmente ha estado a disposición del mejor postor o al servicio de los grupos que han obtenido alguna protección particular de un agente estatal específico que actúa como su patrón en una relación clientelista. En un arreglo político como el nuestro, sólo sacan tajada los que logran usar a su favor la parcialidad y las contrahechuras del Estado que, si bien no es del todo fallido, sí suele fallar bastante.
La guerra contra el narcotráfico, transmutada en una confrontación abierta con organizaciones que buscan suplantar al Estado ahí donde las grietas de una mala arquitectura institucional van dejado vacíos de poder, tanto reales como simbólicos, ha acabado de descomponer la situación. Los grupos mafiosos medran ahí donde los cimientos del pacto clientelista —que permitió por décadas reducir la violencia gracias a que toleró la apropiación particular de rentas públicas— se hunden.
La respuesta estatal ante el deterioro de los mecanismos tradicionales de negociación que permitían reducir la violencia ha sido el uso descarnado de la fuerza. El Ejército ha salido a las calles y los campos a combatir abiertamente a las organizaciones criminales convertidas en enemigos irreductibles, mientras las policías locales, que tradicionalmente hacían la tarea de negociación de la desobediencia controlada de la ley, se han convertido en sospechosas de colaboración con los enemigos. En lugar de contener su capacidad física de violencia y limitarla con protocolos y leyes, las evidencias de abusos, ejecuciones y violaciones de derechos humanos contribuyen al descrédito y minan aún más la legitimidad de la acción estatal.
El gobierno, aturrullado, no parece tener claro cómo detener el daño a la credibilidad que corroe a los cimientos mismos de la edificación estatal. Es larga la lista reciente de acciones de la PGR que han quedado en entredicho, al tiempo que la sospecha se extiende sobre los modos de actuar de las fuerzas armadas, con sus altos índices de letalidad y sus abusos descarados como los documentados en Tlataya; la Policía federal no se queda atrás con acciones como la de Aptatzingan o la de Tanhuato. El daño es estructural, profundo, y no será con meras declaraciones o gestos simbólicos como se podrá revertir la incredulidad social sobre un Estado que nos ha acostumbrado a la mentira.