Pedro Salazar U.
El Universal
26/03/2015
El torbellino de violencia e impunidad de los meses pasados ha dejado tras de sí desazón, indignación y desconcierto, pero también ha generado conciencia. Es difícil generalizar pero podemos afirmar que la ciudadanía está atenta y preocupada por lo que está pasando en el país. Hay susto, indignación y descontento pero también reflexión, debate y propuesta. Las huellas de esta activación social están en las manifestaciones, en los foros universitarios, en las asambleas ciudadanas e incluso en las sobremesas.
Hoy, por ejemplo, habrá marchas en varias ciudades para repudiar los hechos de Ayotzinapa y se verificará un foro organizado en el Museo Memoria y Tolerancia del DF por 27 instituciones sociales y académicas en el que la “sociedad responde” ante la crisis. Son solo dos botones de muestra de un proceso social que ha venido madurando y que busca cauce y sentido. Lo interesante —y también preocupante— es que los actores políticos institucionalizados no han logrado sintonizar con ese clamor ciudadano. Los gobernantes, representantes y líderes partidistas padecen una suerte de autismo ante una realidad que no comprenden.
En este contexto ha resurgido la idea de reconstitucionalizar al país. Se trata de una propuesta que reaparece de tanto en tanto y que tiene una fuerte carga política. En estos meses la idea ha sido planteada desde la sociedad civil, la academia y, ahora, se han sumado Cuauhtémoc Cárdenas y un grupo de políticos de izquierda. También el presidente del PAN —a propósito del centenario de la Constitución de 1917— se ha pronunciado por una nueva carta fundamental. Así que vale la pena pensar el tema. Ello, sobre todo, porque el proceso de reconstitucionalización en sí mismo podría ser el cauce político para procesar el descontento social creciente.
Los procesos constituyentes son mucho más que una reforma normativa y sólo se materializan en contextos excepcionales. Son el producto de revoluciones, siguen a la caída de regímenes políticos autoritarios, se activan a la muerte de los dictadores, etc. En algunos países de América Latina, en los noventa del siglo XX, se aprobaron nuevas constituciones tras la caída de las dictaduras militares. Recientemente, en otros países de la región, se activaron procesos constituyentes como resultado de fuertes crisis políticas en contextos aparentemente democráticos. Ese fue el caso de Ecuador, Bolivia y poco antes incluso de Venezuela. Así que lo primero que debemos preguntarnos en México es si la magnitud de la crisis que enfrentamos puede detonar un proceso de esta índole.
En caso de que las condiciones existieran, resultaría crucial definir el mecanismo para procesar el momento constituyente. No hay que perder de vista que estos procesos siempre son, en cierta medida, revolucionarios. Lo son porque, aunque tengan como asidero a la Constitución que se abandona (como lo están haciendo en Chile), su finalidad es romper con la constitucionalidad vigente y aprobar un nuevo pacto social. Por ello, para evitar el caos o el fracaso y para garantizar un desenlace democrático, el proceso debería ser incluyente, participativo y deliberativo. Algo nada fácil en un contexto como el nuestro pero fundamental para el éxito de la empresa.
El principal obstáculo para detonar un proceso constituyente son los actores políticos institucionalizados. Ello por buenas y por malas razones. En la Constitución vigente están sus salvaguardas, sus fueros y sus pactos. Además, el constituyente pone en vilo acuerdos y equilibrios. Basta con pensar que ese proceso supondría reabrir la discusión —por ejemplo— sobre el tema energético. Y también implicaría colocar sobre la mesa cuestiones como el aborto o el matrimonio entre personas del mismo sexo. Así que es mucho lo que se pondría en juego. Ello no debe desalentar a los promotores pero sí tomarse en cuenta antes de abrir la caja de pandora.