Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
14/09/2015
Hubo poco espacio para las lágrimas y mucho para el miedo en las reacciones iniciales por el terremoto del jueves 19 de septiembre de 1985. Tampoco hubo tiempo para el pasmo. La movilización social que resultó intensa y conmovedora, aunque duró poco y después sería un tanto mitificada, se desplegó para atender las urgencias mayores después del sismo. Las primeras tareas de rescate fueron improvisadas y de un heroísmo ejemplar. Sobreponiéndose al temor, millares de personas ejercieron la más noble vertiente de la ciudadanía al arriesgar sus vidas para salvar las de otros.
Tardamos un rato para advertir los alcances del terremoto. La señal de Televisa se cayó junto con las torres en avenida Chapultepec y durante medio día la única imagen disponible en televisión nacional era la del canal 13 manejado por el gobierno. La radio enlazó a las personas que enviaron mensajes y buscaron familiares por ese medio. En las redacciones de los diarios, varios de ellos ubicados en zonas muy afectadas por el terremoto, se hacían esfuerzos para darle alguna coherencia a episodios, cifras y llamados que desde un principio fueron contradictorios.
Las fotografías daban cuenta de lo que había sucedido de manera más contundente que cualquier texto. La mañana del viernes 20 de septiembre El Heraldo publicó 110 fotos de la tragedia; La Jornada 64 además de numerosos cartones; El Universal también 64; La Prensa 56; El Día 40. Ese viernes, la palabra solidaridad apareció en las primeras planas de Unomásuno, El Día, La Prensa y El Universal. En Excélsior la intención de tranquilizar a los aterrados capitalinos condujo a asegurar en primera plana: “No se repetirá el sismo”. La noche de ese viernes el segundo sismo desbarató cualquier parsimonia.
Aquel jueves 19 escribí, para El Universal del día siguiente, un artículo en donde la retórica era expresión del desasosiego:
“En la tragedia adquirimos dimensión exacta de nuestras flaquezas, nuestra fragilidad, de nuestra indiscutible inermidad. Azorados ante fuerzas que no podemos controlar, algunos rezan, otros sencillamente se involucran en una impavidez como de hielo, a otros más se les ocurre pensar en la temporalidad de todas las cosas. Pero en la tragedia, sobre todo, hay ocasiones numerosas para la fraternidad, para pasar del susto al abrazo, de la lamentación a la acción concreta en ayuda de los demás…
“Las escenas, terribles y dolorosas, que platican quienes vivieron en el centro de la ciudad y en otras zonas de las más afectadas esos minutos de incertidumbre, de irremediable desesperación, tal vez sólo fueron superadas por la pasión de los que permanecieron atrapados, o sin atención suficiente, durante las horas siguientes…
“De la impresión inicial a la acción ciudadana, sólo mediaron pocos minutos. Antes del mediodía, ya se organizaban redes para conseguir medicinas, cobijas y para preparar centros de reunión de los damnificados. Las todavía tartamudeantes y dañadas líneas telefónicas alcanzaban a registrar no sólo quejas, sino noticias de esfuerzos organizados para sobreponerse a la tragedia…
“La tragedia, al conmover igual a todos, de alguna manera nos iguala, nos vuelve parejos. Y esa forzada aunque pasajera democratización, que hace a un lado diferencias por asuntos particulares y sobrepone lo que de común tenemos todos, que es nuestra cercanía al reciente desastre y nuestra vecindad en esta ciudad, constituye el mejor recurso para que dejemos atrás la tragedia. Esa extendida solidaridad social… es nuevamente aliciente y ejemplo, reacción de unidad en la desgracia…”.
Luego podríamos documentar la ineficacia inicial del gobierno, el caos en la organización de las tareas urgentes, la politización inevitable ante yerros de unos y otros. Lo que se nos imponía entonces era el paisaje de desolación junto a los esfuerzos para superar la confusión. Aquella tarde caminé desde la colonia Del Valle, donde trabajaba en el semanario Punto, de Benjamín Wong Castañeda, a El Universal, que dirigía el mismo Wong acompañado de José Carreño Carlón y en donde yo cada noche escribía los editoriales del periódico. En aquel recorrido de Insurgentes para cruzar por la Roma, alcanzar Reforma y finalmente avenida Juárez y Balderas, entendí la magnitud del terremoto. En donde antes se levantaban edificios que solamente quedarían en la memoria, había amasijos de cemento y hierro.
Los gritos que se escuchaban eran de quienes urgían por una grúa, un médico, manos para acarrear escombros. Algunos solamente miraban, pero eran más los centenares, millares, que ayudaban o trataban de hacerlo.
Cada noche, después de cerrar la edición, salíamos a mirar las tareas de rescate: las ruinas del Regis y el Hotel del Prado, los varios pisos apelmazados de lo que fue el Conalep en Humboldt. Cada noche, de regreso a casa, observaba la enorme morgue en que fue convertido el parque de beisbol del Seguro Social. Una semana después escribí otra retahíla de frases emocionadas: “La tragedia nos agarró desprevenidos, nos conmovió toditos, se nos metió entre los huesos, se nos hizo interminable, inolvidable. Habremos de vivir con ella; se actualizará cada vez que pasemos por Tlatelolco, por donde ha estado el Centro Médico, por las casonas y edificios de la Roma… está y seguirá aquí la tragedia. Pero esos no son motivos para quedar atrapados en ella…
“Aprovechar la tragedia, sin utopías ni oportunismos, es tratar de entender cómo y por qué se movieron las inusitadas fuerzas sociales que han estado presentes en estos días. Es, además, hacer todo lo posible para prever, reordenar, ajustar, reglamentar, cambiar en fin, con el solo propósito de que esta catástrofe de ninguna manera se vuelva a repetir”.
Había quienes lucraban en el berenjenal y la desgracia. En algunas zonas, los precios de productos básicos aumentaron hasta el triple, hubo robos en viviendas y negocios, a no pocos deudos los asaltaron cuando apenas terminaban de sepultar a sus víctimas. Aquel texto seguía:
“Habrá —han aparecido ya— quienes pretendan aprovechar el drama para medrar en su beneficio. Desde los comerciantes que suben los precios de la leche y las tortillas, hasta los vándalos —buitres, con razón, se les ha dicho— que saquean viviendas abandonadas de prisa, o los funcionarios que pretenden minimizar el asunto, existe una amplia gama de personajes, que obedecen a las peores de nuestras tradiciones… También medran con la tragedia quienes, desde posiciones políticas muy distintas, pero igual de oportunistas, aprovechan la circunstancia para llevar agua a sus partidos”.
Entonces se habló mucho de la sociedad civil, de la participación desarticulada, pero muy comprometida con las víctimas. Esa sociedad, decía aquel artículo, “tiene capacidad para conmoverse, preocuparse, movilizarse. En los días pasados, actuó no por convicciones políticas sino por lo que muchos voluntarios han definido como su principal móvil, en las entrevistas que publican los diarios o presenta la televisión: ‘venimos aquí por humanitarismo’. Al reconocerse como parte activa de ‘la humanidad’, los cientos de miles de voluntarios se reconocen como ciudadanos, como mexicanos con ganas de influir en los asuntos que les preocupan, con deseos y capacidades para colaborar, para ayudar, para estar allí”.
Esa solidaridad generosa y abnegada no duró mucho tiempo. La espontaneidad no se puede institucionalizar y después de los primeros momentos de emergencia era preciso que las corporaciones de seguridad pública, repuestas del desconcierto inicial, hicieran su trabajo.
Hay que recordar esos días terribles para no soslayar una de las lecciones de los sismos de 1985 que es la necesidad de la prevención. Quienes nacieron después de aquellos años han crecido en la cultura de los simulacros que permiten anticipar qué hacer, en dónde protegerse y sobre todo qué no hacer en caso de un terremoto.
Aquella solidaridad ciudadana de 1985 no se repitió y, salvo excepciones, no fructificó en organizaciones duraderas. No hubo liderazgo ni proyecto de esa sociedad activa. Al gobierno, en esos primeros días, le preocupaba más minimizar los alcances de la tragedia que resolver sus consecuencias. Los partidos, cada uno por su lado, se desgastaban entre la demagogia y el ensimismamiento. Treinta años después, la remembranza del terremoto es homenaje a los héroes y a las víctimas de aquel episodio. De la sociedad activa que se movilizó con tanta intensidad solamente queda el recuerdo. Y el miedo, siempre, cada vez que la tierra nos cimbra.