Rolando Cordera Campos
El Financiero
21/05/2020
Antes de que Alfonso Ramírez Cuéllar sea condenado al ostracismo y una falange de pudientes queme sus ideas en la hoguera, vale la pena abordar lo que está en el fondo de su infortunada intervención pública. No es un asunto baladí que pudiera obedecer a planes confusionistas para desviar la atención que los desaciertos y excesos de su gobierno han concitado. Se trata, en verdad, de una oportuna llamada de atención sobre nuestra infausta e insoslayable realidad individual y colectiva.
Si algo nos ha unificado en estas semanas de incierto encierro es el descubrimiento o la constatación de nuestra vulnerabilidad. No solo por los niveles de ingreso de la mayoría, que le dificultan a sus miembros valerse por sus propios medios cuando se trata de algo más que de proveer pan y techo. Sino, como ahora para millones, cuando se trata de defenderse de un mal desconocido y lábil, que ataca cuando menos se espera y por todos los flancos.
La pandemia vino a desnudar la fragilidad, insuficiencia y descuido añejo de los servicios públicos de salud. Sus efectos sobre la salud humana y sobre la enfermedad endémica de los servicios sanitarios se juntaron y cebaron en una economía frágil que ahora transita hacia la depresión.
Enfrentar y superar esta circunstancia, que no es exagerado llamar estructural, para evitar que se vuelva fatalidad y marque el futuro mexicano, es indispensable y no puede posponerse. La urgencia nos obliga a actuar con apremio y atender lo inmediato. De nuestra experiencia, a dos meses de iniciado el encierro, sabemos que es crucial proponerse la pronta rehabilitación del sistema público de salud, reivindicar al Estado como principal hacedor y responsable de la política y redefinir el papel de la sociedad civil, necesariamente “organizada”, en la dura tarea de (re) construir unos tejidos institucionales, materiales y humanos que han sido violentados por la furia de la pandemia pero también por nuestros propios desaciertos como comunidad humana. Para decirlo pronto, no hay manera de decir que el emperador va desnudo sin asumir nuestra propia desnudez.
La fórmula más probada para organizar y sostener un empeño como el sugerido, es la de un sistema nacional y universal de protección social que debería coronarse como un Estado de Bienestar que recuperara sus divisas de salud pública para todos y protección universal, “de la cuna a la tumba” como dijera Lord Beveridge en los albores del Servicio Nacional de Salud inglés.
Tenemos que decidir si queremos o no un Estado de Bienestar con mayúsculas. Si nos decantamos por recuperar nuestro sentido de comunidad tenemos que resolver ya, con claridad y sin ambages, cuándo y cómo abordamos la cuestión fiscal como acuerdo y compromiso nacional. Decisión que una y otra vez hemos pospuesto utilizando recursos facilones, desde el abuso del dinero derivado del petróleo hasta los mil y un argumentos que aluden a la “inoportunidad” política-electoral, veleidades y deficiencias que han diezmado el esfuerzo cotidiano por tener una vida segura y horizontes creíbles de justicia y bienestar. Lo que nos ha quedado es encono y furia, resentimiento y una peligrosa disposición a actuar por cuenta propia, sin consideración ninguna por los derechos fundamentales que articulan el edificio constitucional que nos queda.
Al decidir emprender este camino, tendremos que vérnoslas con dos temas clave para una operación aceptable del sistema: financiamiento suficiente, oportuno y transparente, así como la calidad y número del personal encargado de su funcionamiento. Y es aquí donde se hace evidente la necesidad de más impuestos y por ende de una reforma fiscal consensuada, frente a la cual irrumpen el fantasma del derecho natural a la propiedad o el reclamo plebeyo de llevar la proclama de justicia social al abigarrado escenario de la fiscalidad del Estado.
Impuestos y gastos; programación y monitoreo de ambos por parte del gobierno y la sociedad; equidad, proporcionalidad y progresividad, que no son lo mismo, son algunos de los capítulos por cubrir y sobre los que, para nuestra fortuna, nuestros estudiosos han llenado libreros y cubierto muros.
Decidiendo se entiende la gente, siempre y cuando una parte de nuestro acuerdo nacional por un Estado de Bienestar rechace la superchería gazmoña que pretende aprovechar cualquier resquicio para meter su mezquina baza. Decir, por ejemplo, que “en ¡estos días!” la desigualdad no importa, que es la pobreza, es querer poner tapaboca a la necesidad de hablar de reforma fiscal o de gravar la riqueza, temas que se les considera sin sentido. Por ahí, no hay más camino que hacia la pendiente, al pantano de las misceláneas y las adecuaciones fiscales que han empedrado nuestro camino del infierno a la penuria fiscal y la nuestra propia.
Nunca sobrará contar con información valedera sobre el estado de nuestra economía y sociedad. Saber sobre la riqueza, sus usos y concentraciones no es curiosidad malsana, de algún bolchevique o maoísta trasnochado …o desmañanado. Sólo con información más o menos precisa, de carácter estadístico y no para la barandilla fiscal, podremos acercarnos sensatamente al tema candente: ¿Debemos grabar la riqueza y/o progresivamente el ingreso de la elite? ¿Para qué y cómo? ¿De cuánto estamos hablando?
El INEGI y el CONEVAL no pueden ser vistos como sucedáneos de una policía financiera o fiscal. Son instrumentos invaluables del Estado y la sociedad, y deben seguirlo siendo, para ubicar(nos) dónde estamos; hacia dónde pueden ir las políticas; qué implicaciones tiene actuar en un sentido o en otro. Para no extraviarnos más de la cuenta en este maremágnum donde todas las crisis se conjuran.
Aunque equívocamente, el diputado Ramírez Cuéllar nos puso de frente al espejo. No lo vayamos a estrellar para seguir evadiendo nuestra imagen real y, como el emperador, seguir desnudos y omisos ante todo reclamo de solidaridad y sentido de comunidad.