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El debate público

‘¡Salve, César!’

José Woldenberg

Reforma

19/05/2016

No resulta fácil acercarse al pasado. Una tierra -se ha escrito- extraña y ajena. Pero cuando el pasado no es tan lejano, cuando lo llevamos en la memoria, con todas las malformaciones del caso, el asunto se vuelve más resbaladizo. Pues bien, los hermanos Coen decidieron recrear al Hollywood de la post guerra, la llamada época dorada de una industria que no cesa de expandirse por todo el orbe. Y lo hicieron con una fórmula magistral: combinando fascinación e ironía, nostalgia y visión crítica. Si sólo fuera una aproximación melancólica y encantada hubiera rayado en la bobería y si sólo fuera cáustica y crítica no sólo hubiese exhibido incomprensión y desconocimiento, sino algo peor, una superioridad moral vacua. (Al final, todos somos mejores que Aristóteles porque nunca condenó el esclavismo).

¡Salve, César! (2016) tiene como marco la vida en los grandes estudios que inventaron o dejaron su sello en los géneros cinematográficos. Esa tipología que ordenó y jerarquizó la producción de cine, esos casilleros que hacían identificable para el gran público a lo que estaría expuesto: películas de «romanos», musicales, westerns, comedias mundanas o en el extremo de lo singular: las albercas, coreografías, fuentes oscilantes y el aura de Esther Williams. Los Coen no esconden su encanto por la época, la capacidad de seducción de esos productos en línea, maquilados en serie y cargados de lugares comunes inverosímiles, pero capaces de ilusionar -si se quiere de forma primitiva- a audiencias ávidas de puertas para el escape de la rutina. «Aparatos ideológicos de Estado», escribiría Althusser; quizá, responderían los Coen, pero qué gozosos. «La gran industria del espectáculo» -clamarían sus apologistas-, pero qué cantidad de baratijas fueron capaces de vender.

En el centro de la línea argumental, el secuestro de una estrella de Hollywood por un grupo de escritores comunistas, cuyo perro, por supuesto, se llama Engels. El retrato del grupo contiene los tópicos más vulgares y expresivos del macartismo, las nociones que circularon en la larga etapa de la Guerra Fría, los clichés que hicieron de la izquierda una caricatura contradictoria: risible y aterradora. Así, uno de los líderes afirma que trabajan en el cine para inyectar en algunos diálogos nociones de marxismo; realizan el secuestro para enviar el dinero a Moscú y, sobre todo, están convencidos de que el futuro les pertenece porque su ideario ha logrado desentrañar las leyes de la historia, que no tiene otra desembocadura posible que la del socialismo. El secuestrado, una vez libre, hará suya la retórica que lo explica todo sin explicar nada, y cuando se la recite al jefe del estudio, recibirá unas cuantas bofetadas que lo harán volver a la cordura. Se trata de observar como una farsa lo que fue serio (un drama), de dinamitar con el sarcasmo una etapa que generó cruzados ciegos y sordos; de, a través de un espejo distorsionado, repensar los años tensos de la polarización ideológica y política.

Pero la película bosqueja además el despuntar del periodismo de espectáculos, ese subgénero que hizo de la vida privada de las estrellas (y las no tanto) un show, que fundió intimidad y vida pública hasta hacerlas indistinguibles, que utilizó el chisme y la maledicencia para destruir, y la mentira y el fingimiento para crear modelos oficiales inexistentes. (La actriz embarazada no sabe quién es el padre de su hijo, lo mejor será parir apartada de las candilejas, entregar al niño a una persona de confianza de los estudios y con posterioridad adoptar a su propio hijo. Salida truculenta, risible pero eficaz, para la doble o triple moral). Porque la fusión/confusión entre vida privada y pública, puso en pie otro resorte en Hollywood: la «necesidad» de vigilar, controlar y ennoblecer (o demoler) la privacidad de sus actores, que se convirtieron en eso: sus actores. Una propiedad más de las grandes compañías, al igual que las mascotas, las grúas o las cámaras.

La película está teñida por el arte de la ambigüedad, un terreno movedizo cuyo cemento es el humor; asume que cada asunto tiene muchas caras, lo que permite alejarse, por igual, de la pontificación laudatoria u ofensiva. Más bien, con una sonrisa devela que todo tiempo pasado fue mejor… y peor, digno de añoranza y repudio, de crédito por las espectaculares innovaciones y descrédito por la serie de tonterías que se divulgaron por doquier. Y porque el pasado -que se parece al presente- es un mosaico multidimensional, teatral y espinoso.