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El debate público

Sangre, sudor y lágrimas

Mauricio Merino

El Universal

29/04/2015

Desesperados por encontrar salidas de los problemas que nos agobian, nos cuesta aceptar propuestas que reclaman tanto paciencia como trabajo para ofrecer resultados satisfactorios. Es el viejo dilema de la política: salir del paso con cualquier solución disponible a la mano o enfrentar a fondo las causas que los han generado. En la práctica, generalmente gana la primera de esas opciones. Pero a veces —muy pocas veces— también es posible imaginar que la segunda es posible.
Este es el caso del Sistema Nacional Anticorrupción: todavía no se aprueba por la mayoría de los congresos locales —apenas van seis— y ya medran en su contra dos argumentos que amenazan su viabilidad: de un lado, el de quienes lo presentan como una solución inmediata a la corrupción que ha venido devastando al país; y de otro, el de quienes consideran ese sistema como una simulación, porque no podrá encarcelar corruptos a partir de mañana (como si sólo se tratara de eso). Son dos mentiras enderezadas a conveniencia de quienes han construido esos argumentos pensando, como casi siempre, en la siguiente elección.
El sistema no resolverá el problema de la corrupción a partir de mañana por la sencilla razón de que todavía está incompleto. Lo que aprobó el Congreso no fue sino la puerta de entrada para comenzar a trabajar seriamente en contra de las causas que generan ese fenómeno. Y la lista de tareas por hacer es muy larga. A guisa de ejemplo, señalo las tres principales: falta producir una nueva Ley General en materia de responsabilidades —que ni siquiera existe como proyecto ahora mismo—, para precisar y tipificar las conductas públicas y privadas que serán consideradas como actos de corrupción; falta una Ley General para organizar las piezas que integrarán el nuevo sistema y su operación cotidiana; y falta completar el diseño interno de los órganos que lo compondrán.
La reforma constitucional que estaría en curso de ser aprobada por las entidades federativas no ha hecho más que construir la plataforma que era indispensable para llevar a cabo esas tareas —entre muchas otras—. Pero si esa reforma no hubiese tenido éxito, tampoco habría sido posible imaginar siquiera una salida de largo plazo. Me refiero a una solución institucional viable y sensata, como la que se ha abierto con la reforma constitucional, y no a las falsas ofertas de resolver ese problema eterno de México con el arte de magia de la honestidad prometida por los políticos que andan en busca de clientelas y votos.
Tomará mucho tiempo completar el rompecabezas propuesto para combatir a la corrupción. Hay que hacer leyes, diseñar nuevos organismos y preparar los procedimientos que pondrán en marcha el sistema. Pero ese conjunto está llamado a modificar las rutinas de las administraciones públicas del país que producen la corrupción, como no había sucedido antes. Por ningún motivo debe quitarse el dedo de este renglón, ni permitir que prospere el falso argumento según el cual el problema ha quedado resuelto. Pero tampoco debe tolerarse que se detenga ese proceso que ya está en marcha, bajo la falacia de que la reforma constitucional recién iniciada será inútil. Ambos argumentos son falsos y ambos apuntan al mismo propósito de minar el proyecto, porque así les convendría a los partidarios del status quo.
Abierta la puerta de esa reforma, lo que sigue será una tarea de relojería fina y de largos y complejos debates para que las leyes secundarias y los organismos encargados de hacerlas cumplir no se vuelvan en contra de los propósitos del sistema anticorrupción. Escrita la letra grande, hay que cuidar con lupa la letra chiquita. Y a juzgar por las primeras reacciones políticas que ha generado la sola puesta en movimiento de ese sistema, ese segundo momento promete convertirse en una verdadera batalla campal.