Rolando Cordera Campos
La Jornada
22/11/2020
No hay duda de que tenemos un registro vergonzoso en desigualdad, tanto del ingreso entre las familias como entre los salarios, las ganancias y el resto de los excedentes que resultan del proceso productivo. Somos una sociedad muy desigual, una de las más desiguales del continente más desigual del mundo, y así ha sido por décadas antes, en y después del régimen neoliberal.
En diferentes administraciones, como con el llamado desarrollo compartido, los gobiernos han ofrecido reducir la desigualdad y mejorar el bienestar. Promesas benefactoras y hasta justicieras no han faltado, de ahí la crueldad de los contrastes.
Tampoco han faltado programas de diferente alcance destinados a amainar la pobreza y la marginación, desde la rural hasta la que se extendía a las periferias urbanas. Todas merecieron la atención de los gobiernos que buscaban no salirse del gran trayecto retórico e ideológico de la Revolución.
Para bien y para mal de la memoria revolucionaria que refrescamos en estos días, los datos duros se mantuvieron duros y, algunos de estos programas, como los del gobierno del presidente López Portillo agrupados en el Coplamar, contribuyeron a alimentar y enriquecer nuestra información sobre el tema que, más allá de ser un problema sectorial, pasó a volverse causa nacional.
Mucha gente se formó gracias a esos programas hasta gestar una suerte de sensibilidad pública, alojada en esos servidores, que no ha sido posible borrar del todo, a pesar del cambio de aires y humores dentro del propio Estado.
Un país del tamaño demográfico y económico de México, que presume haber tenido la primera Constitución social, no debería presentarse sin sonrojo ante el mundo y sus propios habitantes con la cantidad de pobres y pobres extremos que pueblan ciudades y pueblos, con cuotas de desigualdad tan inicuas. Puede concederse que la revolución no fue el fruto directo de la lucha de clases, pero como dijo nadie menos que el jefe Venustiano Carranza, una vez terminada la lucha armada no podía sino venir la de las clases, con sus glorias y amarguras. Así fue y ha sido sin las más de las veces incurrir en polarizaciones ni sectorizaciones, contra las que aconseja sabiamente el rector Enrique Graue al entregar los premios Universidad Nacional.
Pero, lo que sí puede afirmarse hoy, a más de treinta años de extravío económico, es que haberle dado la vuelta
a la confrontación organizada de las clases nos ha degradado en la imaginación y la sensibilidad. Como sociedad y como Estado.
Nos ha llevado a creer en un mundito aséptico, ajeno al mundo real y desprotegido ante los cambios abruptos que reconfiguran el planeta.
La libertad de mercado, la productividad y la competencia, se dijo, mejorarían los niveles de vida y salario de los más, y la justicia de mercado haría superflua la proclamada como social por la Constitución.
El mundo entero da cuenta palmariamente del fracaso de esta fórmula de pretensiones universales. La evidencia abruma.
No es la economía; son la política, el poder y el abuso los que explican esta situación ignominiosa. Arraigada en los sentimientos y reflejos del espíritu público y los poderes de la unión.
El gobierno que proclama poner a los pobres primero tiene que asumir cuanto antes, que la mejor e insustituible política social para ello es el buen empleo y que no hay mejor empleo que el contratado libremente a través de intermediarios legítimos y democráticamente aceptados. No hay sucedáneo alguno conocido para el ejercicio libre del trabajo organizado; los sindicatos, corporativos y no, son auxiliares útiles de la lucha de clases de los trabajadores por sus derechos fundamentales.
Por ello para que el tema del outsourcing no se vuelva otra faramalla y negocio, debe estar inscrito en el asunto mayor, central, de la justicia laboral, sin la cual no hay justicia social.
Los pobres nunca irán primero si los proletarios mantienen el orden actual de trabajos y salarios infames y abuso oficial y patronal.