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El debate público

Sobre los (malos) sentimientos nacionales

Rolando Cordera Campos

La Jornada

10/05/2015

Desde la tribuna o el púlpito electrónico, como le llamaba León García Soler, la tentación de declarar la actual circunstancia como la última posible se ha vuelto abrumadora. Lo que hemos aprendido, en particular aquellos aprendices de la opinión que quiere ser opinión pública, es que, primero, la hora señalada (humilde homenaje a Gary Cooper) se empeña en retrasar su llegada y que, por los azares del destino o las truculencias de los malos, la espera puede prolongarse hasta el fin de los tiempos. De aquí la necesidad de estar prevenidos contra los cantos de las sirenas que nos llaman, no a salvar a la patria sino a abandonarla.

Dicho lo anterior, me contradigo: el país sí vive horas de angustia (para seguir con la memorabilia). Se trata de una sensación que domina al resto de los sentimientos que confluyen en el ánimo nacional y que no se superará recurriendo a las jaculatorias usuales: que los partidos tomen nota; que las elecciones despejen las dudas; que el mercado resuelva las incógnitas del precio, la inversión y el riesgo.

Todo eso, y me contradigo de nuevo, tiene poco qué hacer frente al magma implacable, hostil, de la acumulación de agravios que ahora encuentra manera de volverse juicio final gracias a la inepcia política y de los políticos. A esto, de por sí espeso, se une la inaudita renuencia gubernamental a leer las señales del mercado profundo de las almas y los sentimientos de la política y la economía, activos como siempre pero hoy en posición de ataque y fuga.

Lo que hoy se entiende generalmente por política es una práctica mentirosa y destinada a mentir. Es decir, la negación de la política y el paulatino pero sostenido deterioro de su contenido clásico y esencial, de asumir como tarea fundamental la búsqueda del acuerdo y la formulación de proyectos para hacer realidad el interés general.

Nada de esto encuentra alojamiento en el ánima nacional que, a diario, descubre que el dicho del poeta de queel centro no sostiene ( the center does not hold), no es metáfora sino realidad cotidiana de un poder dedicado a crear vacíos, en vez de llenarlos de convocatoria y política. De poco sirven la música y el verbo de acompañamiento orquestados por la finanza internacional: lo que está en juego aquí y ahora es la conformación efectiva de un poder democrático capaz de articular de la misma forma, es decir, democráticamente, la redefinición de las jerarquías en el Estado y la reconfiguración de la división del trabajo y los mecanismos de distribución en la economía. Todo ello está azolvado y traba la operación y el ejercicio del monopolio legítimo de la fuerza por parte del Estado.

Aquel mítico cabo de guardia, estoy desarmado, con el que a muchos nos enseñaron a respetar al Ejército nacional, no se recuerda más y lo que ahora encaramos es una fuerza armada cuestionada insensatamente en su legitimidad republicana, que es la única a la que puede apelar. Acosada por la deserción y humillada por la truhanería dotada de gran poder de fuego, desatendida una y otra vez por autoridades civiles corrompidas, o vencidas por el poder de plomo y plata del crimen organizado, la fuerza armada clama y reclama por un nuevo estatuto legal que la discolería leguleya le niega sin razonamiento alguno. Eso se llama orfandad y pega derecho en el corazón del Estado.

Frente a este panorama, pueriles suenan las campañas de la patronal en contra del populismo, como insulsas son las tonterías dizque económicas contra la reivindicación del salario mínimo y el reclamo de una política salarial moderna. Pero la eficacia de la ofensiva patronal no puede negarse ni soslayarse, porque ha inundado el grueso del pensamiento público e inoculado a las comunidades más lejanas.

Detrás del miedo al alfabeto popular que se estigmatiza como amenaza de derroche y desorden, cuando lo que contiene es reclamo de equidad en la penuria y respeto a la ley por parte de los responsables de aplicarla, sólo está la ambición incontinente de una rosca de negociantes que no mira para abajo ni a sus lados y que, en su galope desenfrenado, demuele lo poco que nos queda de vida cívica entendida como respeto y reconocimiento del otro y de los otros.

El país se acerca a momentos duros y turbulentos, en la economía y la vida social: tal es el verdadero momento de México. No sólo por la absurda política económica adoptada y convertida en posición hegemónica por el Banco de México y su niño artillero, sino por la miope actitud de la empresa y los políticos, dirigentes y no, empecinados en formar filas es una coalición suicida que pone por delante las metas ilusas de la estabilidad y sofoca los anhelos de un crecimiento mejor, más incluyente.

No sé cuándo se jodió este Perú. Tal vez cuando a los grupos gobernantes se les apareció el chamuco de la inestabilidad monetaria y sus valedores y validos los amenazaron con sacar sus ahorros a Honduras. O, cuando frente al obvio deterioro de una forma de dominación, no se pudo dar salida a una manera de gobernar en verdad coherente con los reclamos de democracia e igualdad, acosados a la vez que reditados y actualizados por las crisis y los desatinos de los años 80.

¿O, simplemente, porque cuando les llegó su hora los héroes se descubrieron agotados? Veremos si en vez de esto podemos trazar una nueva saga de episodios nacionales que nos renueve el espíritu y el músculo.

Por lo pronto hay que votar en junio y poner en el bote el discurso autodestructivo de la abstención y el anuncio del juicio final: por ahí no se va a ningún lado… y lo sabemos.