Categorías
El debate público

Su mejor cara

José Woldenberg

Nexos

26/04/2015

Prólogo a un libro de fotografías de Rafael López Castro publicado en 2007 y (creo) de actualidad.

Rafael López Castro tomó sus cámaras fotográficas y salió a las calles de la ciudad de México a explorar el estado de la propaganda electoral. Lo hizo una semana antes del 2 de julio de 2006 y una semana después. Caminó por Insurgentes, Revolución, Patriotismo (nótese el involuntario sentido cívico del recorrido), pero también por Tlalpan, la colonia del Valle y la delegación Gustavo A, Madero. Y lo que encontró (¿podía ser de otra manera?) fue un desastre o si se quiere la expresión elocuente del sentido y el destino de los miles y miles de carteles con los que los candidatos y los partidos políticos inundan el espacio público.
Sabemos que se ha convertido en un ritual inescapable el que las centenas de candidatos a los cargos de elección popular coloquen en bardas, postes, semáforos, paradas de transporte público, lotes baldíos, casas habitación, etc., sus carteles. Los candidatos a diputados y senadores, a delegados o diputados locales, a presidente de la República o a Jefe de Gobierno, se presenten ante “su público” de una manera invariable: se bañan, se peinan, se arreglan, se toman una foto sonrientes, algunos incluso las retocan, y mandan colocar esa efigie con el logotipo de su partido o coalición y alguna frase que les parece pertinente, “sentida por la población”, ingeniosa. Con ello pretenden ganar la voluntad de los electores, multiplicar el número de sus adherentes, combatir contra las otras ofertas, darse a conocer, decir estoy aquí y necesito tu voto.
¿Pero realmente toda esa propaganda tiene los efectos deseados? ¿Alguien ha votado por el señor o la señora X luego de reconocer la carita sonriente del candidato?

***
Quiero imaginar a los candidatos pensando cómo atraer el voto de los ciudadanos. Miles de ellos no tendrán espacio en la televisión y ni siquiera en la radio (en ellos solo aparecen las estrellas de la contienda: los candidatos a presidente de la República, a las diferentes gubernaturas, a la jefatura del gobierno del D.F., o quizá los candidatos a diputados y senadores más sobresalientes). De tal suerte que tienen que presentarse a los votantes potenciales por otros medios. Quedan, por supuesto, las visitas a los domicilios, los mítines, las reuniones para discutir algún problema, la organización de espectáculos y ferias, y por supuesto, la propaganda en las calles. El candidato quiere entonces, por lo menos, presentar su rostro –su mejor cara-, su nombre, su partido y alguna idea ultra sintética a esa masa amorfa a la que en tiempos de campaña se le llama ciudadanía. Y es entonces cuando aparece el cartel.
Una fórmula rutinaria que viene de lejos, un expediente relativamente barato, una forma de decir estoy haciendo campaña, una vía para que los vecinos puedan identificar al candidato, un resorte para alimentar el ego, una fuente de trabajo para las cuadrillas que los pegan o cuelgan en la vía pública, una rutina que establecen los manuales de partido, un bonito recuerdo para cuando pasen los años.
El cartel con el rostro de los candidatos es a las campañas como las velitas para el pastel, como la salsa para las flautas, como el güiro para una orquesta tropical, como el epazote para las quesadillas, como Viruta para Capulina: presuntamente inescapable, necesario, útil, productivo. Aunque nadie sabe a ciencia cierta si sirve para algo.

***
Lo cierto, sin embargo, es que el tiempo, el clima y el ocio de los paseantes tienden a desfigurar de manera sistemática la oferta gráfica de los hombres y mujeres que pretenden arribar a un cargo de elección popular. Día a día, semana a semana, los materiales se desgastan, se decoloran, se deforman. La lluvia, el viento, el sol, transforman los rostros hasta volverlos irreconocibles. Y los ciudadanos, más por ocio que por agresión, también dejan su huella en los originalmente pulcros rostros de los contendientes. Si a ello le sumamos que quienes los colocan utilizan lazos, mecates, alambres, para que los posters no sean removidos, no es difícil imaginar el producto final. Rostros contrahechos, mounstrosos, que recuerdan, en no pocas ocasiones, aquel salón de los espejos en las faldas del Castillo de Chapultepec donde niños y adultos veían como les crecían las piernas, les engordaba la cara, se deformaban por los efectos de aquellos espejos cóncavos y convexos.
Rafael López Castro decidió no meter mano. Fotografiar la propaganda tal y como se encontraba. Ser fiel a los que otros habían hecho. No trucar, no intervenir. Sólo dar fe. Y parte del resultado es este libro. Un repaso hilarante de las caras felices de los contendientes electorales, una exposición de la basura en la que se convierte la propaganda electoral, una denuncia de la contaminación del espacio visual de la ciudad durante las campañas, una fórmula sin sentido para tratar de atraer las adhesiones necesarias para triunfar en las elecciones.
López Castro no inventa, quizá porque sabe que la realidad es insuperable. Se acerca a fenómenos cotidianos que todos vemos pero no observamos. Nos ayuda a leer de otra manera las rutinas que a fuerza de repetición parecen inmodificables. Nos sugiere, en este caso particular, un filtro distinto para acercarnos a un fenómeno que registramos como inercial durante las campañas.
***
Como suele suceder, la legislación al respecto no es omisa. De manera formal y contundente establece (escuchad): “En la colocación de propaganda electoral los partidos y candidatos observarán las reglas siguientes:
“a) Podrá colgarse en elementos del equipamiento urbano, bastidores y mamparas siempre que no se dañe el equipamiento, se impida la visibilidad de conductores de vehículos o se impida la circulación de los peatones.
“b) Podrá colgarse o fijarse en inmuebles de propiedad privada, siempre que medie permiso escrito del propietario;
“c) Podrá colgarse o fijarse en los lugares de uso compón que determinen las Juntas Locales y Distritales Ejecutivas del Instituto (Federal Electoral), previo acuerdo con las autoridades correspondientes;
“d) No podrá fijarse o pintarse en elementos del equipamiento urbano, carretero o ferroviario, ni en accidentes geográficos cualquiera que sea su régimen jurídico; y
“e) No podrá colgares, fijarse o pintarse en monumentos ni en el exterior de los edificios públicos” (Amen) (Artículo 189 del COFIPE).
Sin embargo, suele suceder que la propaganda daña el equipamiento urbano y se obstruye la visibilidad de los conductores (a), se coloca sin el consentimiento de los propietarios de los inmuebles (b), aparece pintada en los postes, las carreteras, las montañas (d) y de repente Colón o Cuahutémoc amanecen con un cartel en la mano (e).

***
¿Qué encontró Rafael López Castro en su recorrido y que ahora el veedor podrá disfrutar?, ¿Qué les sucedió a esos rostros optimistas, pulcros, bienintencionados al pasar de los días?, ¿Cómo se vieron los candidatos en las calles luego de que la naturaleza y los ciudadanos metieron mano?
A uno le pusieron nariz de cochino, a otro le extirparon los ojos, tres adversarios quedaron colgados uno junto al otro. Pero también en diferentes carteles los dientes substituyeron a la nariz, la sonrisa se convirtió en un gesto de dolor, el bigote quedó junto a la oreja, los anteojos se convirtieron en una masa informe, la bella se transformó en bruja, el presunto diputado en tamal, las siglas de los partidos se confundieron, logrando, eso sí, un auténtico museo del horror light.
¿Qué pensarán de ello los impolutos equipos de imagen que tanto se preocupan por el buen look de los aspirantes? ¿Derramarán amargas lágrimas porque su trabajo ha sido destrozado o saben bien que todo su esfuerzo está destinado a ser devorado por las inclemencias del clima y los humores públicos?
Con buen tino, López Castro dejó a un lado los insultos que los ciudadanos escriben sobre los carteles. Tampoco el llamado arte del graffiti, por lo pronto, encontró un espacio en estas páginas. Se trataba de observar la transformación de la propaganda callejera dejada (casi) a su propia inercia.
López Castro es un fotógrafo serio y al mismo tiempo juguetón. Sabe de las posibilidades de su oficio, trabaja con tesón, detecta temas pertinentes, se esfuerza porque la calidad de sus obras sea la óptima. Pero también sabe inyectar ironía a su visión del mundo, giros lúdicos que trastocan las imágenes y sus significados, y un espíritu gozoso a esas realidades abrumadoras, feas, carentes de sentido, que nos rodean y entristecen.

***
Al final de las miradas seductoras, las sonrisas amables, los nudos de las corbatas impecables, los rigurosos peinados, los rostros saludables y las frases hechiceras, no queda sino una montaña de desperdicios. El zoológico humano que construyen los carteles acaba como una monumental masa de papel/cartón/alambre/plástico/mecates, difícilmente rescatable. Toneladas de papel y plástico se convierten en basura. Todo lo que los partidos y los candidatos hicieron por diferenciarse, por singularizarse, desemboca en un mazacote de desechos y mugre.

Introducción al libro de fotografías de Rafael López Castro. Caras vemos…Una propuesta gráfica para una reflexión política. Nuevo Horizonte Editores. Asamblea Legislativa del D.F. 2007.