Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
28/09/2017
La conmoción provocada por los grandes temblores de septiembre ha desatado la santa indignación popular contra los malvados políticos que medran gracias a los impuestos que los buenos ciudadanos pagan sin chistar. El anti estatismo imperante en la ideología empresarial –lo mismo que, paradójicamente, en buena parte de los propios políticos que se compraron el discurso imperante desde hace más de tres décadas– se mezcla con el resentimiento social anárquico de una sociedad poco adepta a aceptar la ley y la autoridad como un mecanismo propicio para regular la cooperación y la competencia.
Es verdad que el Estado mexicano, si bien no es fallido es bastante fallón. Su constitución clientelista, donde le empleo público se distribuye entre cercanos y leales, que premia la disciplina y la reciprocidad por encima del conocimiento, la capacidad y el buen desempeño y donde el reparto de puestos es parte del botín del que se apropian los políticos cuando se hacen con un cargo público, provoca que el desempeño de los gobiernos, tanto en la vida cotidiana como en situaciones de emergencia, sea en general deplorable, poco eficaz, opaco y se preste siempre a la sospecha de que ha beneficiado solo a unos cuantos. De ahí las loas a la espontaneidad social, que parece mucho más efectiva de lo que en realidad es, y los llamados a la autogestión del rescate y de las estrategias y los fondos para la reconstrucción.
Es innegable que en el desastre telúrico de la semana pasada hubo iniciativas sociales capaces de resolver muchos de los problemas que un Estado profesional y eficiente debió enfrentar con sus propias fuerzas. El pasmo del gobierno de la ciudad de México, la ineficacia de sus estrategias de protección civil, la inexistencia de sus operativos para enfrentar el caos de las primeras horas y la evidente falta de liderazgo del jefe de gobierno –ausente hasta el ridículo de observar la tragedia como si de una película de Hollywood se tratara –según sus propios dichos– es extremo, pero refleja la mala calidad de la organización estatal en su conjunto. Las deficiencias en las líneas de comunicación de la Marina en el caso de la niña fantasma convertida en melodrama asustan por tratarse de una de las entidades en manos de la cual se quiere poner la pretendida “seguridad interior” del país.
Pero las deficiencias del Estado mexicano, si bien son inaceptables, no se solucionarán desmantelándolo. De lo que se trata es de reconstruirlo sobre una base profesional, con un servicio público de carrera en todos sus ámbitos –y no solo en los organismos autónomos– para acabar con el clientelismo que deforma la acción pública y politiza todas sus decisiones, hasta aquellas que deberían ser esencialmente técnicas y permanentes, como la seguridad y, precisamente, la protección civil. Lo urgente es una auténtica reforma estatal –de la gestión, no de la política– que genere horizontes de largo plazo en las políticas públicas, más allá de los términos electorales de los mandatos y que ponga a salvo las áreas estratégicas y la política social de la captura partidista de sus recursos.
Sin embargo, la demagogia afloró de inmediato. El Frente en ciernes propuso la reducción del personal burocrático, sin ningún criterio de profesionalización, y – desde luego– planteó la eliminación del financiamiento público de los partidos. Empero, el dirigente del PRI lo superó al mostrar su auténtica habilidad: el oportunismo descarnado. A sabiendas de lo abusivo y antidemocrático de su propuesta, de inmediato se hizo eco del reclamo de los tontos útiles que promovieron en redes la eliminación del financiamiento público y se aprovechó de la percepción social distorsionada por bobalicones como Pedro Ferriz de Con, que han hecho campaña contra la representación proporcional, para pretenderse paladín del clamor popular anti político y proponer la eliminación del financiamiento público a los partidos y la supresión de los legisladores plurinominales.
El cinismo del presidente del PRI es emblemático. Muestra sin ambages los intereses que el otrora partido único ha pretendido representar desde hace muchas décadas, al principio de su control monopolístico del poder, cuando los intermediarios políticos decidieron que estaba en su propio interés convertirse en protectores particulares del gran capital. Clama el presidente del PRI por un financiamiento empresarial de la política. Es congruente: si estamos a su servicio, páguennos directamente, sin oscuridad; legalicemos el delito que hoy cometemos cuando cobramos por la venta de protecciones particulares. Formalicemos la factura y dejemos claro que nuestro objetivo es la plutocracia.
El PRI nunca ha sido una organización demócrata, aunque durante décadas su capacidad adaptativa se basó en la habilidad de algunos de sus principales cuadros para impulsar procesos liberalizadores que actuaron como válvulas de descompresión social. La aceptación de la pluralidad en 1977, cuando se legalizó la representación proporcional, se hizo con la convicción de que el dominio de mayoría aplastante del PRI no estaba en cuestión. Sin embargo, una y otra vez los priistas han pretendido apelar a su condición de mayoría relativa que pretende mantener el control total de la distribución de rentas, ya sea por vías ilegales o, mejor aún, por medio de la manipulación legal a su favor.
Ochoa ha estudiado y conoce las consecuencias distributivas de los sistemas donde el ganador se lleva todo y entiende el significado de sus dichos cuando clama por el financiamiento empresarial de la política. Así, no engaña más que a quienes, engatusados por el discurso demagógico de la eliminación del financiamiento público y por el mito de que “a los pluris nadie los elige”, se convierten en vox populi. Él sabe que su partido sigue acarreando a la minoría más grande; por lo tanto, quiere convertirla en mayoría artificial. Y la mejor manera es legalizar sin ambages el financiamiento de la política desde los grandes intereses económicos y recortar la pluralidad dejando sin representación a todas las expresiones y sensibilidades que no tengan mayoría (es decir, un voto más que su contrincante).
El presidente del PRI no hace sino confirmar con su propuesta el talante tramposo de la tradición política que por delegación presidencial encabeza. Nada más demagógico ha sido puesto en la palestra en los días posteriores al temblor que lo postulado por el presidente del otrora partido “prácticamente único”. Con nitidez, ha intentado presentarse como representante del clamor popular, cuando lo que realmente pretende es volver a un sistema de formación de la representación donde una minoría puede ostentarse como representante de la voluntad general y sin limitación alguna para que los poderes fácticos paguen por los favores de los intermediarios políticos. Entre las ruinas del terremoto, emerge el embate reaccionario.