Fuente: La Jornada
Adolfo Sánchez Rebolledo
Los discursos de los secretarios de Hacienda (de éste, al menos) son temibles, sobre todo en tiempos de crisis como los actuales. Siempre se las arreglan para fomentar la sensación de que «lo peor está por venir». En vez de dar seguridad, confianza en que si se hace un esfuerzo equilibrado y sobre todo justo saldremos adelante, prefieren el golpe seco de las malas noticias para concluir con una ronda retórica de saludos a la bandera y las consabidas promesas de que habrá, si Dios lo quiere, un futuro brillante al cabo de la tormenta. ¡Que distintos sonaban esas proclamas en épocas de bonanza petrolera cuando los jefes de las finanzas públicas distribuían el pastel como si éste fuera eterno y sin guardar para los tiempos duros algunos ahorros! Junto con las grandes reservas del subsuelo, gracias a la ineficiencia y el despilfarro irresponsable, los ingresos declinaron bajo la chata consigna de gastar mucho con vistas a conservar y reproducir sin cambios mayores el poder en la república feudalizada, aunque se profundizaran los abismos sociales entre los mexicanos. No hubo planes a largo plazo.
Tampoco se realizaron las inversiones requeridas, aunque algunos vivos se fortalecieron durante la danza sexenal de la oligarquía. El crecimiento, esa utopía de las nuevas generaciones, se quedó en eso, mientras la desigualdad hizo lo suyo, cercenando esperanzas y posibilidades de progreso. A querer o no, los boquetes en salud, las deficiencias educativas, la corrupción, la inseguridad, nos hacen un país más frágil y, por ello, menos soberano. Visto en perspectiva, la ilusión de la modernidad ha sido de algún modo un mal sueño: en vez de concretarse en una idea capaz de organizar el presente para ganar el futuro se impuso la imitación servil, la calca ciega de las recetas importadas y en un lugar de impulsar una visión de Estado se favoreció el egoísmo particular de los intereses privados.
El estallido de la crisis afectó en muy poco la línea del gobierno, como si aquí no pasara nada. En vez de pensar seriamente en la reforma fiscal que el país requiere, el gobierno, por boca del secretario de Hacienda, ofrece parches, como ese esperpento al que indignamente se denomina «impuesto contra la pobreza», cuando no es más que una exacción generalizada que no se atreve a decir su nombre, pero a la cual se le concede el poder mágico de hacer que cada peso recaudado se convierta en 10 para los «que menos tienen», según reza el eufemismo con que los altos burócratas acaban de invisibilizar por completo a los pobres de la tierra.
No hay, por desgracia, una estrategia contra la crisis, pues el paquete fiscal no es más que una forma de saciar la sed de recursos que el gobierno requiere para seguir como hasta ahora. De nuevo, el inmediatismo se impone como sustento de la improvisación nacional: gastar y recortar, ha eso se reduce la sabiduría económica oficial. Pero hay algo más, pues si las cifras anunciadas revelan la ausencia de imaginación, su timidez bien portada ante ya no se sabe quién, también denotan la falta de respeto que les merecen sus efectos. ¿Cómo un gobierno preocupado por el bien común puede anunciar en frío el despido de 10 mil personas de la burocracia sin vislumbrar algunas opciones menos lesivas? Eso, al señor Carstens no le interesa ya que detrás de cada puesto de trabajo sólo ve números, no personas, pues cree que “no podemos –cito literalmente– pretender vivir en una ficción en la que se le exija al gobierno reducir su tamaño sin que haya pérdida de empleos”.
Vaya paradoja: el autodenominado gobierno del empleo carece de otras opciones que no sean las de despedir a la gente, macheteando secretarías enteras sin antes someterlas a un ajuste racional. Y así en otras materias. En el fondo, dicho sea con las palabras del economista Ciro Murayama, el gobierno no sabe “distinguir entre empresas y empresarios, entre productores en apuros o entre personas adineradas. (En el paquete presupuestario) pudo bien preverse un aumento en las tasas más altas que se cobran a las personas físicas los ricos pues y a las empresas, dejando a éstas sin presiones adicionales ahora que, de por sí, les va mal”. Pero esas sutilezas no encajan con la visión tecnocrática y deshumanizada sostenida por los expertos de Hacienda, como tampoco puede sorprender la pretensión machista de reducir las partidas cruzadas por una perspectiva de género, como hizo notar una diputada.
Si alguien creyó que el decálogo presidencial del 2 de septiembre significaba una rectificación del rumbo, hoy, a la vista del paquete fiscal, sabe que fuera de la privatización y la reforma laboral mutiladora de los derechos colectivos, los gobiernos panistas asumen como si fueran nuevas y originales las propuestas que otros van desechando a la basura, como pasa con la prohibición de aumentar el déficit por encima del ridículo medio punto que el gobierno ha convertido en dogma. Así, mientras en el mundo capitalista desarrollado se ensayan medidas heterodoxas para hacer funcionar la economía y minimizar los efectos socialmente catastróficos del desempleo, en México, la autoridad hacendaria se empeña en ganar la medalla de buena conducta en la aplicación del catecismo económico, tan tardía y dificultosamente aprendido.